Paula Chaves era la hija mayor de una pareja legendaria en el pueblo de Whiterlande: Alan Chaves y Eliana Lowell. O, mejor dicho: el Salvaje y Doña Perfecta.
El apodo de «Salvaje» se lo concedieron a Alan durante su infancia a causa de las múltiples trastadas que era capaz de hacerle a la única niña a la que le gustaba fastidiar, Eliana, quien a su vez era conocida en el pueblo como «Doña Perfecta», gracias a sus excelentes modales y a su impecable comportamiento…, hasta que conoció a Alan, momento en el que la siempre correcta y aburrida chica perfecta se convirtió en un diablillo digno de los mayores chismes, hasta que Alan consiguió atraparla para no dejarla marchar jamás.
La conclusión de toda su historia fue un final feliz para la pareja y un tedioso vacío en la pizarra de apuestas del bar de Zoe, donde todo el pueblo se distraía apostando por uno u otro personaje.
Este local era el lugar más concurrido de ese pequeño pueblo. Por las mañanas se mostraba como el típico restaurante familiar repleto de hogareñas mesas de blancos manteles y bonitos jarrones con flores que, con sus deliciosos menús, llamaba la atención de los viandantes para que probaran sus apetitosos platos. Pero por la noche sufría un gran cambio y, con su amplia barra, sus atenuadas luces y sus fuertes bebidas se convertía en un lugar sólo apto para mayores.
La pizarra de apuestas de Zoe era famosa por haber seguido las aventuras de varios miembros de la familia Lowell y, ya fuera de día o de noche, siempre se aceptaban apuestas en ella sobre los alocados miembros de esta familia. Esa pizarra, que Zoe mantenía escondida en la cocina, nunca había permanecido vacía durante mucho tiempo, ya que, tras el matrimonio de Juan y Sara, padres de Eliana, y el de la propia Eliana con Alan, aún quedaban solteros sus dos hermanos, Daniel y Jose. Y los Lowell nunca decepcionaban a la hora de enamorarse, pues siempre se comportaban como unos locos cuando corrían detrás de ese esquivo sentimiento.
Los vecinos del pueblo pensaron que sus días de diversión terminarían cuando el último de los hermanos de esta impetuosa familia sentase la cabeza, pero con el paso de los días comenzaron a darse cuenta de que ante ellos había surgido una pareja tan interesante como lo fueron una vez Eliana y Alan: siempre que Paula y Pedro se juntaban, acababan haciendo una de las suyas, y resultaba evidente para todos que Pedro estaba prendado de la pequeña Paula, ya que la perseguía allá donde fuera. Lo que no quedaba nunca claro era cómo reaccionaría Paula ante los avances de ese dulce niño, porque esa pequeña, al contrario que su madre, era toda una salvaje. Y el pequeño Pedro, por más que lo intentaba, siempre acababa metiendo la pata en sus intentos por llamar su atención.
Lo obvio era que, a pesar de sus diferencias, esos niños eran inseparables, algo que había demostrado Paula en más de una ocasión con gran contundencia.
—Bueno, señores: Pedro lleva castigado más de una semana y su madre no parece muy dispuesta a dejarlo salir, así que se admiten apuestas sobre lo que hará Paula en esta ocasión para conseguir salvar a su amigo de «la malvada bruja», como la conoce nuestra querida protagonista —declaró Zoe, sacando su enorme pizarra de detrás del mostrador.
—¿No seguía ella castigada por introducir una serpiente pitón en el buzón de los vecinos de sus abuelos? —preguntó Jeff, el tendero local, que siempre apostaba por la pequeña.
—Sí —sonrió maliciosamente otro al rememorar esa gamberrada y los gritos de «la malvada bruja», que no le caía bien a nadie en ese pueblo.
—Esa travesura le causó algún que otro problema a su tío Daniel en su clínica veterinaria.
—¡Pero Paula tenía una buena razón para hacerla! Se enteró de que la bruja había roto todas las cartas que le mandaba a Pedro.
—Además, ¿desde cuándo estar castigado ha sido un problema para un Taylor? —apuntó Zoe, recordando alguna de las trastadas que realizó en su día el padre de la niña.
—Yo apuesto por que Pedro saldrá hoy de su encierro. ¡Dios sabe que esa niña no tiene paciencia alguna! Y ya ha aguantado demasiado...
—¿Tú qué dices, Teo? ¿Será otra falsa denuncia de secuestro para que detengas a «la malvada bruja»? —preguntó Zoe, dirigiéndose al jefe de policía del pueblo mientras observaba intrigada las apuestas de su pizarra.
—No lo creo, Zoe. Después de hablar seriamente durante una hora entera con Paula sobre por qué no hay que presentar falsas acusaciones como la que ella realizó, que me metió en un buen lío con esa impertinente señora, creo que le quedó bien claro a la pequeña que el hecho de que esa mujer castigue a su hijo no es un delito, y que se lo lleve a la fuerza de la casa de sus abuelos tampoco es un secuestro, por más que interrumpiera sus juegos.
—Entonces tal vez le haga alguna imaginativa faena a la bruja, ¿no creéis? — manifestó uno de los presentes, frotándose las manos al recordar lo convincente que podía llegar a ser Paula cuando quería salirse con la suya.
—Aún no me explico cómo consiguió meter el pavo de Navidad en la cama de esa mujer sin que nadie se enterara... —dijo Zoe mientras sostenía una tiza para apuntar una nueva apuesta en su pizarra.
—¡Ja, ja, ja! ¡Aún creo escuchar sus chillidos y quejas resonando en mis oídos! Y eso que el bichejo iba adornado con un bonito lazo, pero claro: despertarse con el culo de un pavo relleno delante de tu cara no debe ser nada agradable —manifestó un risueño Teo mientras recordaba los exasperantes gritos y recriminaciones que esa mujer le hizo por teléfono, hasta que él le informó de que no podía denunciar a nadie por colocar un pavo en su cama.
—No creo. Nada de imaginativas amenazas, porque Paula está castigada y tiene prohibida la entrada en la cocina de por vida —intervino Diana, la paciente directora del colegio que, al igual que casi todos los habitantes de Whiterlande, seguía muy de cerca las andanzas de esa chiquilla.
—¡Alegraos de que sólo tuviera un pavo a mano! ¡La próxima vez le mete un caballo en la cama! Es tan imaginativa como Doña Perfecta a la hora de inventar sus trastadas, y tan gamberra como el Salvaje —rememoró Jeff, recordando las veces que había ganado un dinero extra apostando por esa pareja.
—Las películas de mafiosos nunca han sido una buena influencia para los niños. Deberían ver películas infantiles que poseen mensajes educativos y… — comenzó a explicar Diana como la digna educadora que era. Hasta que sus palabras fueron silenciadas por las advertencias de Zoe.
—¡Silencio! ¡Parece que esos dos se aproximan! —anunció Zoe, a la vez que escondía la pizarra en la cocina.
—Paula, ya te dije que no funcionaría —se quejaba Pedro mientras caminaba dolorido sin poder dejar de masajear su trasero.
—¿De qué te quejas? Has conseguido escaparte, ¿no? —preguntó Paula, molesta con su amigo porque su ayuda no recibiera el agradecimiento que le correspondía por haber logrado un espléndido rescate.
—Sí, ¡pero de qué manera! —se quejó nuevamente Pedro mientras seguía a Paula hacia la barra del bar y conseguía con sus palabras que todos estuvieran pendientes de la conversación de los chiquillos—. No creo que fabricar una cuerda amarrando las sábanas de seda de mi madre fuera una idea muy buena, por más que lo vieras en una película. Por cierto, ¿qué película era?
—Una infantil. Últimamente mi madre sólo me deja ver cosas ñoñas de princesas. Se cree que eso apartará de mí las malas influencias o qué sé yo.
—¿Y tenían que ser las sábanas de la cama de mi madre en lugar de las de mi habitación? ¿Has visto cómo han quedado después de que bajara por ellas?
—Síííí —contestó Paula, luciendo una maliciosa sonrisa en su rostro.
—No sé ni para qué pregunto... —se quejó Pedro, sabiendo que Paula le había declarado la guerra a su madre desde el primer momento en el que se cruzaron sus miradas.
—¡No te quejes más! Te he salvado de la bruja, ¿no? ¡Así que chitón!
—Tu forma de salvarme es algo cuestionable —replicó impertinentemente Pedro—. Sobre todo cuando gritaste: «Yo te cogeré», y te apartaste en el último momento.
—Pesas más que yo y eres más grande; ¿cómo narices te iba a coger cuando las sábanas empezaron a romperse? Únicamente lo dije para que no te quedaras colgando de ellas y comenzaras a llorar como una nenaza. Además, te recuerdo que yo soy una niña muy delicada.
Tras esta afirmación se escucharon varias risas de los clientes de Zoe, que intentaron disimularlas en vano con una tos, algo de lo que Paula se percató de inmediato. Y, volviéndose hacia todos los cotillas que los rodeaban, los acribilló con una de sus furiosas miradas. Luego cambió su fruncido ceño por una bonita sonrisa e intentó aparentar el papel de niña buena e inocente frente a Zoe, aunque en esas circunstancias no pudiera engañarla en absoluto.
—Señorita Norton, ¿podría darme un poco de hielo, por favor? Mi amigo se ha hecho daño... —pidió dulcemente la niña de bonitos rizos negros y hermosos ojos azules que lucía un vestido nuevo que seguramente su madre le había obligado a llevar.
—Sí, claro, cielo, faltaría más. ¿Qué te ha pasado, Pedro? —preguntó Zoe con amabilidad mientras envolvía un poco de hielo en un trapo limpio.
—Sólo que se ha caído al suelo. Es un poco torpe —repuso Paula, quitándole importancia a la lesión de su amigo.
—Gracias —contestó educadamente Pedro y, algo avergonzado, se puso el hielo en su codo sin atreverse a ponerlo en la zona que de verdad le dolía. Al menos hasta que Paula, bufando con impaciencia, le arrebató el trapo con hielo y lo colocó en su trasero.
—¡Vamos, Pedro! ¿Quién no ha tenido alguna vez el culo dolorido? — inquirió Paula escandalosamente, cediéndole el hielo a su amigo para que esta vez lo mantuviera en el lugar correcto—. Ahora vamos a jugar antes de que se nos acabe el tiempo y esa arpía vuelva a casa —indicó Paula, muy decidida, arrastrando a su amigo hacia el exterior.
—Paula, ¿saben tus padres que estás aquí? ¿Y los de Pedro? —preguntó Teo, dispuesto a no escuchar más de las escandalosas quejas de la familia del niño.
—Estoy muy disgustada con su trabajo, señor Philips —replicó Paula, evitando contestar a la pregunta mientras señalaba con el dedo al jefe de policía que se interponía en su camino, a la vez que lo reprendía con una de sus miradas —. No creo que haya hecho las averiguaciones necesarias para saber si esas personas son los padres de Pedro. ¡Seguro que esos individuos lo han secuestrado! Pero, claro, como usted no quiere hacer su trabajo... ¡Le exijo una prueba de ADN antes de seguir hostigando a mi amigo! ¡Lo he visto en televisión y sé que, sólo con eso, uno puede estar seguro al cien por cien de quiénes son sus padres! —declaró con descaro Paula mientras ponía sus brazos en jarra, decidida a salirse con la suya.
Ante tal acusación, Teo Philips únicamente pudo hacer una cosa: quedarse boquiabierto ante el atrevimiento de esa mocosa y dejar pasar a esos impetuosos niños hacia la salida sin dejar de vigilarlos.
—Paula, son mis padres... —intervino Pedro, interrumpiendo el airado discurso de la pequeña mientras suspiraba una vez más por las fantasiosas ideas de su amiga.
—¡Pues yo no estoy totalmente segura de ello!
—¿Por qué no? —preguntó Pedro, confuso, volviéndose hacia su amiga para resolver esa cuestión antes de comenzar con sus diversiones.
—Porque no te quieren, Pedro... —contestó Paula con tristeza, haciendo que a todos los presentes se les hiciera un nudo en la garganta ante sus acertadas palabras—. Ni siquiera se preocupan por saber dónde estás. Mi padre lleva un buen rato siguiéndonos disfrazado, ¡y qué decir de mis tíos, que se esconden como el culo! Pero tu casa estaba vacía, y tú encerrado en ella, solo.
—Paula, la verdad es que no todos los padres quieren a sus hijos — manifestó Pedro, muy acostumbrado a ser ignorado por los suyos.
—Pero ¿por qué no te quieren, si eres un niño muy bueno? —insistió Paula, incapaz de imaginar no ser adorada por sus familiares, como le sucedía en todas sus escandalosas reuniones.
—No lo sé —contestó Pedro, confuso ante el comportamiento de sus mayores.
—¿Ves? ¡Por eso tienes que aprender a ser un chico malo! —apuntó alegremente mientras le daba un abrazo consolador a su amigo y llegaba a la conclusión de que sus consejos siempre eran los mejores—. Así nadie podrá ignorarte.
—Estoy aprendiendo a ser un chico malo, pero únicamente por ti —afirmó Pedro, acabando con su suerte cuando Paula lo apartó de forma brusca de ella tras oír esas palabras.
—Por millonésima vez, Pedro, ¡no pienso casarme contigo cuando crezcas! ¡No pienso casarme nunca, de hecho! —gritó Paula, acabando con la conmovedora escena que representaban mientras se dirigían al exterior—. ¡Y tú nunca serás un chico malo!
—¡Que sí!
—¡Que no!
—¡Que sí!
La discusión de los críos prosiguió mientras salían por la puerta, y cuando éstos se alejaron, los clientes de Zoe, tan cotillas como siempre, no pudieron evitar pegar sus orejas en ella para seguir la disputa.
—¿Cuándo creéis que terminará su discusión? —preguntó uno de los comensales más cercanos a la salida, dispuesto a hacer una nueva apuesta en la pizarra.
Una apuesta que duró sólo hasta que el silencio se hizo en el exterior y Paula volvió a entrar en el establecimiento, dirigiéndose tan amable y educadamente como la vez anterior hacia la barra.
—Señorita Norton, ¿podría prestarme unas tiritas para mi amigo Pedro?
—Sí, claro, cielo. ¿Qué le ha pasado ahora a Pedro? —se interesó Zoe, impaciente por conocer el resultado de la apuesta que le habían propuesto unos segundos antes.
—Pues verá… —comenzó dubitativamente Paula, mientras miraba nerviosa sus zapatos, para terminar confesando—: En esta ocasión Pedro se ha caído contra mi puño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario