Alan Chaves esperaba el regreso de su hija. Todas las mañanas salía al porche de su casa del lago con una taza de café y disfrutaba de ella mientras miraba el camino, sabiendo que algún día Paula regresaría a su hogar tan precipitadamente como se había marchado.
Esa vivienda medio en ruinas que su suegro le había regalado en una ocasión muchos años atrás acabó siendo el lugar ideal para formar una familia, un hogar que él mismo había creado con sus propias manos sólo pensando en su Eliana.
La hermosa construcción de dos plantas, con sus blancas paredes, sus tejas rojas y las artísticas ventanas embellecidas con vidrios de colores que conformaban intrincados dibujos era la creación de la que más orgulloso se sentía.
Especialmente después de complementarla con los hermosos suelos de madera y los rústicos muebles fabricados con sus propias manos.
Cuando remodeló esa casa lo hizo con una única idea en mente: arreglar ese lugar para crear un hogar, algo cálido y acogedor adonde todos los miembros de su familia pudieran regresar en todo momento pese a que un día sus caminos se separaran.
Saludar al nuevo día observando ese camino que la traería de vuelta a casa era un ritual para él desde que Paula se marchó a la ciudad en busca de Pedro. Por un lado, deseaba enormemente volver a verla, pero por el otro, si su pequeña retornaba a Whiterlande sin duda sería para lamerse sus heridas, y a ningún padre le gustaba ver cómo habían dañado a su hija.
Alan deseaba de todo corazón que Pedro no se hubiera vuelto a equivocar con Paula como solía hacer cuando eran niños, porque los inocentes errores de la infancia eran fáciles de olvidar y perdonar, pero los que los adultos cometen son mucho más difíciles de excusar, especialmente cuando ponen en juego sus corazones.
Que Paula apenas hubiera llamado a casa no era una novedad. Cuando esa alocada niña corría en busca de sus metas olvidaba todo lo demás, pero que sus contestaciones ante las llamadas de su padre se caracterizasen por el silencio era preocupante, ya que la alegre y vivaracha Paula sólo callaba cuando algo la inquietaba. Y una cosa que siempre la preocuparía sería ese solitario niño que se había introducido en su vida reclamando su cariño. Al parecer, el infantil pero serio chaval que siempre le pedía consejo para conquistar a su hija ya no necesitaba su apoyo, o peor aún: ya no le importaba si hacía o no feliz a Paula.
Por el lamentable tono en la voz de Paula en su última conversación, Alan sospechaba que la segunda opción era la acertada, algo que lo entristecía ya que, a pesar de que siempre le agradó ese chaval, Pedro se había perdido en el camino y Alan no estaba dispuesto a guiarlo para que volviera a dañar a su hija, porque que le hicieran daño a Paula era algo que nunca podría perdonar.
Mientras bebía su café lejos de su mujer y de las múltiples quejas que Eliana tenía sobre la situación de Paula, por la que se preocupaba tanto o más que él mismo, Alan divisó en la lejanía un conocido vehículo, lo que hizo aumentar su inquietud. Unos minutos más tarde, el destartalado coche de Paula se detuvo bruscamente en mitad del camino, como si ella hubiera necesitado volver lo más rápidamente posible a casa. Y sin molestarse en sacar su equipaje o cerrar su coche, Paula salió precipitadamente de él. Antes de que llegara a su lado, Alan sabía lo que su niña buscaba con tanta desesperación, y abriendo sus brazos para que ella corriera hacia ellos, esperó para poder cobijarla con el cariño que durante su ausencia tanto le había faltado.
—Papá, duele mucho... —confesó su pequeña mientras las lágrimas que seguramente no se había permitido derramar durante todo el camino manchaban su camisa.
—Lo sé —declaró Alan, recordando cuánto había sufrido él por amor.
—¿Y ahora qué? —preguntó Paula, totalmente desorientada en medio de su tristeza, sin saber cómo continuar su vida con su dañado corazón.
—Bueno, cariño, parece que tu abuelo al fin ha conseguido que tu abuela deje de confiscarle la escopeta, tu tío Jose conoce a unos matones muy fiables y el chiflado de tu tío Daniel está más que dispuesto a castrarlo, aunque puede que te pida antes su cartilla de vacunación... —bromeó Alan, buscando obtener del lloroso rostro de Paula una sonrisa al tiempo que le recordaba que tenía una cariñosa y loca familia que jamás la dejaría sola—. Y siempre te quedo yo, que estoy dispuesto a todo por mi pequeña.
—No quiero hacerle daño, papá, él es...
—Bastante estúpido —terminó Alan por su hija, abrazándola con más fuerza cuando notó que sus lágrimas volvían a surgir al pensar en ese chico que tanto daño le había hecho—. ¿Sabes, Paula? Algunas personas son bastante necias cuando se enamoran y solamente se dan cuenta de lo que han perdido cuando ya es demasiado tarde para recuperarlo —declaró Alan. Y mientras lo hacía, sus ojos se cruzaron con los de su esposa, quien, recordando su propia historia, al fin se dio cuenta de que su hija en algunos aspectos siempre se parecería más a su marido que a ella. Silenciosamente, Eliana se acercó a ellos, y uniéndose a ese abrazo, le susurró dulcemente a su hija:
—Ese hombre se arrepentirá toda la vida por lo que hoy ha perdido, aunque tal vez aún no se haya dado cuenta de ello.
—¿Tú crees, mamá? —preguntó Paula, confusa ante las firmes palabras de su madre mientras intentaba recomponerse y entrar en casa.
—No lo creo, cariño, lo sé, porque es lo que me habría ocurrido a mí si no hubiera corrido detrás de tu padre después de percatarme de lo idiota que había sido al negarme a amarlo —confesó Eliana mientras Alan acompañaba a su hija al interior con una sonrisa llena de satisfacción en su rostro.
Y mientras Eliana veía cómo se alejaban de ella padre e hija, tan iguales en el amor, pronunció en voz alta uno de sus mayores temores:
—Tan sólo espero que cuando lo haga, no sea demasiado tarde para vosotros...
No hay comentarios:
Publicar un comentario