Desde que mi abuelo puso esas imágenes frente a mí no pude dejar de mirarlas una y otra vez sin saber qué pensar sobre esa supuesta traición. En ellas Paula se veía feliz junto a un hombre que, yendo vestido igual de desenfadado que ella, se dedicaba a acompañarla realizando pintadas sobre una vieja pared.
Esa imagen no era tan perturbadora como podía ser una comprometedora escena de cama o una cena íntima, pero cada vez que veía esa sonrisa que no iba dirigida a mí, me sentía traicionado por completo y mi corazón se hacía trizas cuando pensaba que otro podía conseguir que Paula riera tan libremente como no hacía conmigo desde hacía mucho tiempo.
Repasando las fotografías que tenía entre mis manos, vi momentos que yo no había disfrutado con Paula y me sentí aún más lejos de ella. Cosas tan simples como una cena en una hamburguesería, una salida a una de esas alocadas discotecas a las que la llevaban sus amigas o tan sólo ir a ver una película al cine más cercano eran momentos que nosotros, a pesar de los años que hacía que nos conocíamos, nunca habíamos compartido.
La razón por la que no habíamos salido hasta la actualidad como la pareja que éramos era fácil de contestar. Por un lado, nuestra prolongada separación, y por otro, mi apellido, que siempre acarrearía innumerables responsabilidades que nos limitaban. Pero el que no hubiera pensado en ello ni un instante de cara a nuestro futuro hacía que comenzara a preocuparme por el tipo de hombre en el que me estaba convirtiendo, y me llevaba a cuestionarme si realmente era el más adecuado para Paula.
Las fotografías que mi abuelo me entregó con la intención de separarme de ella estaban consiguiendo su objetivo, pero no de la manera en la que él lo había previsto. Cuanto más las veía, más miedo tenía de enfrentarme a Paula, de preguntarle quién era ese hombre y que su respuesta fuera algo que no pudiera llegar a soportar.
Sabía que no era un amante porque Paula era una mujer demasiado sincera para la traición, y en el instante en el que ya no quisiera estar a mi lado simplemente me lo diría. Pero un amigo…, ésa era una palabra demasiado peligrosa para mí, porque era lo que yo había sido durante muchos años antes de llegar a convertirme en algo más. Tal vez no tenía verdaderas razones para estar celoso, pero Paula todavía no me había dicho que me quería, y el caro anillo que le había regalado aún descansaba en su caja guardado en un cajón.
Siempre que llegaba a casa abría el cajón deseando que esa joya ya no estuviera allí, pero en cada ocasión ocurría lo mismo y el anillo permanecía en su estuche, burlándose de mí con sus quilates, porque mientras que otra mujer se habría apresurado a lucirlo, Paula solamente contestaba a mis quejas y requerimientos con una ladina sonrisa, asegurándome que todavía no era el momento de ponérselo.
Una de las cosas que más me molestaba de los secretos que Paula parecía guardarme era la intempestiva hora a la que habían sido realizadas esas fotografías en las que ese desconocido siempre la acompañaba a ella y a su pared, ya que éstos siempre eran momentos en los que yo me encontraba o bien trabajando o bien durmiendo.
¿Por qué quería Paula ocultarme la labor que realizaba en el muro? Fuera legal o no, me hacía hervir la sangre, y esas fotografías, que no dejaban de enseñarme lo mucho que se divertía a mis espaldas, sólo empeoraban mi mal humor.
Resuelto a enfrentarme a ella, me hice el dormido y esperé hasta escuchar cómo se escabullía, con la intención de seguirla. Tan sólo tuve que dejarle algo de ventaja para que se alejara de mí y seguirla a través del GPS de su móvil. En el instante en el que di con ella me mantuve alejado, escondido entre algunas personas que, pese a lo tarde que era, no podían evitar dedicar unos minutos a admirar la creación de esos artistas. Pero yo no observé extasiado la obra que todos parecían contemplar, sólo tenía ojos para la mujer cuyos actos hacían que mi corazón se rompiera.
Jugando despreocupadamente con la brocha, Paula plasmó sobre la pared la imagen que tenía en mente. Y cuando sus dubitativos trazos se volvieron imprecisos, las fuertes manos de su compañero la agarraron y la guiaron, pegándola a su cuerpo más de lo aconsejable. Paula no tardó en zafarse de los brazos de ese pintor, pero luego, en vez de alejarse de él, lo reprendió con una sonrisa y se dedicó a utilizarlo como lienzo, haciendo que todos los reunidos se rieran a carcajadas cuando ella salió corriendo ante el intento de ese hombre de tomarse su revancha.
Verla jugar con otro, reír con otro, mostrarle a otro esa traviesa parte que sólo a mí me había mostrado me hizo mucho daño y no quise ni pude enfrentarla. A pesar de que en esos instantes algo en mi interior se rompiera en mil pedazos, quise seguir a su lado, por lo que me limité a marcharme. Y así, dándole la espalda a esos juegos de los que tal vez yo nunca más podría disfrutar con ella, continué mi camino en silencio.
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