jueves, 24 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 64

 


—¿No creéis que deberíais soltarlo ya? Lleva una hora atado a esa silla y, sinceramente, la tortura con ese calcetín era innecesaria —intentaba hacer razonar Nicolás a sus mayores, los cuales retenían a Pedro en una silla, donde seguía atado y amordazado. Y como si ese castigo fuera insuficiente, se encontraba de cara a la pared con una nota pegada en la frente.


—¡No! Tiene que pensar en lo que ha hecho —declaró Alan, ante lo que sus alocados compinches asintieron con la cabeza.


—¡Venga ya! ¿Es que vosotros no habéis cometido ningún error en vuestras relaciones? Sé de buena tinta que en más de una ocasión habéis hecho llorar a una mujer —recordó Nicolas, tratando de que alguno de ellos cediera ante esa locura—. Creo que si el abuelo se hubiera metido en vuestras relaciones como ahora estáis haciendo vosotros, ninguna de ellas habría acabado bien. Además, Pedro esta tremendamente arrepentido de lo que ha hecho, ¿verdad? —preguntó Nicolás al castigado sujeto que no dejaba de asentir con la cabeza mientras murmuraba su arrepentimiento.


—Vale, ¡pero más vale que haya aprendido la lección, o de lo contrario, le dejaré vía libre a tu abuelo! Y créeme: la última vez que vio llorar a su nieta no era un hombre racional en absoluto, y ahora menos todavía después de haber recuperado su vieja escopeta de perdigones.


Después de estas palabras, Daniel y José dieron la vuelta a la silla donde estaba Pedro, y Alan, de un implacable tirón, le arrancó la lista que tenía pegada en la frente para dejarla caer sobre su regazo.


—¿Estás dispuesto a todo por ella? —preguntó Alan a Pedro mientras le quitaba la mordaza, midiendo la valía de ese sujeto.


—¡Esta lista es imposible de satisfacer! —se quejó Pedro. Y antes de que Alan volviera a introducir el calcetín en su boca, añadió, apresurado—: ¡Pero por ella estoy dispuesto a intentarlo!


—No lo intentes, simplemente hazlo —replicó Alan mientras lo liberaba de sus ataduras. Y cuando Pedro comenzaba a creer que su castigo había terminado, se dio cuenta de que tan sólo acababa de empezar al verse rodeado por esos tres implacables hombres que le anunciaron al unísono:

—¡No te preocupes, nosotros te ayudaremos!


—Ya te recomendé en una ocasión que no les pidieras ayuda... —le recordó Nicolás a Pedro, haciéndose a un lado sin entrometerse en la venganza de sus mayores.


—Bueno, vemos cuál es el primer punto de esta maldita lista... —comenzó a leer Pedro. Y mientras se llevaba las manos a la cabeza ante lo que esa alocada mujer esperaba de su hombre ideal, los demás se rieron de su desgracia.



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