jueves, 24 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 60

 

Esa mañana me dirigía al centro de acogida donde tenía que recoger a algunos jóvenes gamberros para que recibieran su escarmiento eliminando las pintadas que habían realizado. ¡Y pensar que yo, la chica que tantas veces había huido de la autoridad justo por ese mismo motivo, me dedicaba ahora a representar esa autoridad para aleccionar a otros! Era pura ironía. Pero cuando mi tía Victoria me consiguió ese trabajo al volver de la ciudad, no pude rechazar la oportunidad de crear algo y de mostrar a otros cómo podían convertir una simple pared en algo digno de admiración.


Mi tía había creado una institución para ayudar a personas que lo necesitasen.


La sede era un amplio edificio lleno de oficinas en donde, en su mayoría, se informaba a mujeres maltratadas acerca de cómo mejorar su situación y se les ayudaba legalmente. También tenía aulas en las que se ofrecían cursillos de defensa y talleres con distintos tipos de actividades para que se sintieran realizadas, así como grupos de terapia donde compartían su dolor. Cuando mi tía me informó de que quería crear una zona especial en la que ayudar a adolescentes problemáticos antes de que cometieran crímenes peores que unas simples pintadas y me mostró las blancas paredes que podrían utilizar, no pude negarme.


De camino hacia un trabajo que en esta ocasión sí me gustaba, no podía dejar de pensar en la carta que había recibido ese día. Daniel, el joven pintor itinerante que conocí en la ciudad me había enviado los documentos de propiedad del terreno donde se encontraba nuestro muro, una obra que habíamos finalizado hacía un año y que yo ya había olvidado por completo. Una pintura que dejé atrás, como muchos de mis sueños, y que ahora me había hecho recordar todo lo que había perdido.


Junto a la nota de propiedad se me informaba de que algunas personas querían comprar esa vieja pared por una suma desorbitada, sin duda porque al lado de mi nombre estaba el de Daniel quien, a lo largo de los últimos meses, se había hecho bastante famoso con sus creaciones. Pero, aunque quisiera desprenderme de esa pintura no podía venderla porque no me pertenecía; yo había creado esa imagen en esa vieja pared para un hombre que, a pesar de vivir en una hermosa ciudad, nunca tenía tiempo para apreciar su belleza, y mucho menos, para contemplar el mensaje de despedida que yo le había dejado grabado en un muro.


Pedro seguía sin preocuparse por nada que no fueran sus negocios y, sin saberlo, dejaba marchar todo lo demás que pasaba por su vida, fuera importante o no. Estaba igual de solo que cuando lo conocí, pero con la diferencia de que ahora ya no le importaba demasiado.


Su ausencia durante todo un año demostraba que ya no me necesitaba a su lado, y esa carta que había recibido me hizo recordar las veces que había esperado junto a mi ventana a que regresara a mi lado, a que volviera a aparecer reclamándome que lo quisiera como siempre había hecho a la vez que me aseguraba que nunca dejaría de intentar hacerse con mi amor. Pero ese chico del que me enamoré, al parecer, ya no existía.


Acordarme de por qué había dejado a Pedro me entristeció, y mis ojos lloraron una vez más por la pérdida de un hombre que había sido algo más que un amigo.


Me fue imposible ocultar mi tristeza a mi familia, quienes siempre se percataban de todo y a los que la falsa sonrisa que lucía desde que regresé no los engañaba en absoluto.


Después de recoger a mis reticentes alumnos, para los cuales había preparado una pared en blanco con el objetivo de que practicaran sus gamberradas antes de que crearan algo que mereciera la pena, me distraje un poco. Mientras intentaba enseñarles a diferenciar el arte de la porquería que estaban haciendo, los pensamientos acerca de qué debería hacer con la obra que Daniel me había regalado todavía daban vueltas en mi cabeza.


—¡Eh, Paula! ¡Ya he terminado, mira! ¡Ésta es mi gran obra de arte! —dijo Eric, un chaval de catorce años con algunos problemas familiares bastante graves, mientras me mostraba un pene dibujado en la pared con ánimo de provocarme.


—Bien. Aquí tenemos un gran problema —manifesté después de examinar atentamente su «obra» como si fuera un importante cuadro—. Dos en realidad, si nos fijamos en el tamaño... —añadí atrevidamente, dirigiendo mi mirada desde el dibujo a su entrepierna, haciendo que se sonrojara y que mis otros alumnos se rieran de él—. Sinceramente, Eric, si lo que quieres representar es un desnudo debes practicar más, mucho más. Y, por favor, no te escojas a ti mismo como modelo; ya lo hemos visto todos y no es el más adecuado —continué, burlona.


Tras tachar su dibujo con mi espray, dibujé un pene bastante más realista junto al suyo, algo que no agradó demasiado a las cotillas que siempre nos observaban, ya que mientras pasaban a nuestro lado cuchicheaban entre ellas y no dejaban de señalar mi creación, escandalizadas.


—¡Y esto, señoras y señores, es un pene de verdad! —grité en voz alta, casi provocando que las viejas se desmayaran mientras los chavales se reían con mis locuras—. Bueno, ya vale de tonterías. Ahora, ¡a crear! —exclamé, instando a que todos se pusieran manos a la obra.


Cada uno de esos gamberros adolescentes tenía su encanto y alguna razón para querer dejar salir su ira, su furia y su frustración por medio de unos titubeantes trazos sobre una solitaria pared a la que creían que nadie prestaría atención.


Mientras veía cómo algunos de ellos comenzaban a tomarse esas clases en serio, que en parte eran un castigo y en parte una redención, contemplé a una chica de quince años dejando algo de su dolor expuesto en el muro. El corazón que sangraba rodeado de espinas sin duda era el suyo. Reconocer qué representaban esas espinas era lo más difícil de conseguir.


—¿Para quién lo dibujas, Carola? —pregunté, admirando lo que decía su dibujo y ella callaba.


—Para mi madre —respondió, tras lo que recordé lo que mi tía Victoria me había contado sobre la madre de esa chiquilla: se trataba de una mujer débil que caía una y otra vez en la bebida, despreocupándose de todo lo demás por completo.


—Cuando lo termines, deberías mostrárselo.


—¿Para qué? Si nunca le prestará atención... —repuso entristecida, dejando por unos instantes su trabajo.


—Porque lo has hecho para ella, y quiera verlo o no, tú ya has expresado en él todo lo que tenías que decirle, si bien no con palabras, sí con tu arte.


—Lo intentaré… —musitó Carola débilmente mientras a sus labios asomaba un amago de sonrisa, contenta de que alguien hubiera comprendido lo que quería transmitir.


Tras un instante de vacilación, decidí que debía seguir el consejo que yo misma le había dado a Carola, por lo que tomé mi móvil y marqué el número de contacto que Daniel me había proporcionado para que realizara todos los trámites relacionados con la propiedad de esa pared que él me había regalado.


Cuando me contestó el abogado que llevaba estos asuntos, le puse al corriente de mi decisión.


—Esa pared no es mía, así que no puedo venderla. Pero le agradecería mucho que hiciera llegar esa documentación a su verdadero propietario —le comenté, para a continuación darle el nombre del hombre que nunca había llegado a olvidar y a quien tal vez ya fuera hora de dejar atrás, porque entre nosotros ya estaba todo dicho.




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