jueves, 24 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 97

 


Dispuesto a aclararlo todo, Pedro corrió tras Paula hacia el jardín, pero ella siempre había sido más rápida que él, y el destino, como tantas otras veces había hecho en el pasado, parecía decidido a separarlos de nuevo, pues Nicolás se interpuso en su camino con su teléfono en la mano:

—¡Pedro, tu abuelo ha sufrido un ataque y se encuentra en el hospital!


Pedro, tal y como le habían enseñado, contestó fríamente al ejecutivo que tenía al otro lado del teléfono, quien no le dio demasiadas explicaciones acerca de la enfermedad de su abuelo, pero le exigió en su lugar que regresase de inmediato a la empresa para tomar su lugar.


En tan sólo unos segundos Pedro tomó las riendas del negocio que le habían enseñado a manejar desde pequeño y se convirtió en ese hombre impasible, frío y analítico que su abuelo había adiestrado y que Paula detestaba. Dio órdenes sobre cómo debían atenderse los negocios más urgentes, y pese a que no tenía ningún documento o archivo consigo, recordó a la perfección cada uno de esos registros que, desde que Paula lo hubo abandonado, fueron el único refugio para él. Pedro hizo todo lo posible por ganar un poco más de tiempo para permanecer junto a Paula con la intención de aclarar los malentendidos que se interponían entre ellos, pero tal y como había temido desde que comenzó ese viaje, su tiempo junto a ella se acababa.


Esa alocada familia que siempre lo había acogido quedó muy sorprendida ante el serio y desconocido personaje que se encontraba ante ellos, comprendiendo entonces la razón por la que Paula y él finalmente se habían separado. Y mientras miraban preocupados al hombre que no sabían si volvería a conquistar el corazón de Paula, Pedro finalizó su conversación y se derrumbó sobre una de las sillas del jardín, volviendo a ser ese niño perdido y solitario que sólo buscaba la calidez de una familia que siempre le negaba su cariño.


—El tiempo se me acaba, Paula no quiere escucharme y nadie me dice qué es lo que le ocurre al viejo... —anunció Pedro, devolviéndole el teléfono móvil a Nicolás, intentando ocultar el temblor de sus nerviosas manos que mostraban más preocupación por el estado de su anciano abuelo de lo que quería aparentar.


—No te preocupes, Pedro, nosotros te ayudaremos —dijo Nicolás, decidido a apoyar a su amigo como siempre había hecho.


—¿Cómo? —sonrió irónicamente, sintiéndose aplastado ante los impedimentos que la vida ponía en su camino.


—Contactaré con el hospital para averiguar cómo está tu abuelo. Tengo algunos conocidos en la ciudad —se ofreció Jose, el director del pequeño hospital de Whiterlande.


—Te compraré un traje, ese atuendo no va contigo en absoluto —se ofreció Victoria, la adinerada esposa de Daniel, que tanto lo había torturado.


—¡Vale! Yo te teñiré el pelo. Prometo que en esta ocasión no será verde — intervino jocosamente Daniel Lowell, haciéndolo reír.


—Y yo haré unas cuantas galletas para levantarte el ánimo —sugirió Monica.


—¡NOOO! —gritaron todos a la vez en dirección a Monica, la bondadosa y tímida pelirroja cuya cocina podía llegar a ser todo un peligro.


—Bueno, no hay que ponerse así, ¡qué exagerados sois! —replicó Monica, molesta con su familia. Tras ello, apuntó—: Pues entonces contactaré con mis hermanos. Tal vez alguno esté implicado en la seguridad personal de tu abuelo y sepa cuál es su estado en estos momentos.


—Yo, por ahora, guardaré mi escopeta —anunció resignado el viejo Juan Lowell mientras su mujer le confiscaba alegremente su escopeta para guardarla en algún apartado lugar.


—Y yo te ayudaré a que mi hija te escuche, chaval. Sólo Dios sabe que algunas mujeres pueden ser muy cabezotas a la hora de oír las palabras de un hombre, y más aún cuando éste puede tener razón... —anunció Alan mientras miraba reprobadoramente a su esposa, recordándole su cabezonería.


Eliana se acercó llena de dudas a Pedro, el hombre al que había censurado por haberle hecho daño a su pequeña, y admitió ante todos que, aunque en ocasiones Pedro se hubiera equivocado con Paula, sin duda merecía una segunda oportunidad, porque no habría otra persona que quisiera a su hija tanto como él la quería.


—Es posible que seas el adecuado para estar con mi niña, pero eso sí: debes asegurarte de cumplir con todos los requisitos de esa lista, especialmente con el último —exigió Eliana, recordándole las palabras que él mismo había escrito como una promesa que estaba seguro de no volver a romper.


—Gracias... —dijo Pedro, desbordado por el apoyo que le mostraban los Lowell en esos momentos.


Entre risas, palabras de ánimo y bromas, cada uno de los miembros de esa familia le demostró su cariño a su manera, ya fuera con alegres palmaditas en la espalda de parte de los hombres, tiernos abrazos de las maternales mujeres, tan desconocidos para él, o bromas de los más jóvenes. Pedro sintió por primera vez lo que era formar parte de esa familia que tanto había anhelado, pero, aun así, le faltaba algo.


—No te preocupes, chaval, esta noche atraparemos a Paula. Eso sí, te espera por delante un arduo trabajo —le dijo Alan mientras le entregaba un destornillador, sorprendiendo a Pedro que, aunque no sabía mucho de la vida, sin duda iba aprendiendo cómo debía tratar a cierta mujer muy testaruda.




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