Tras llegar a una casa que nunca había sentido su hogar, Paula comenzó a guardar sus pertenencias en la vieja maleta que había llevado consigo. Cada vez que introducía algo en ella, las dudas sobre si lo que estaba haciendo era o no lo acertado la asaltaban. Pero ella no podía seguir junto a un hombre al que ya no reconocía. Ése no era el chico que siempre la había perseguido atosigándola con sus confesiones de amor, no era el joven que siempre la había protegido de todo mientras la reprendía por sus locuras. El hombre que convivía con ella en esa casa era un desconocido que no le gustaba.
Si se había quedado tanto tiempo era porque todavía albergaba esperanzas de que el Pedro que una vez la había amado por encima de todo volviera a aparecer.
Pero el perfecto hombre de negocios nunca dejaba salir a jugar a ese travieso chico que ella siempre amaría. Al parecer, aún seguía castigado, encerrado muy profundamente dentro de un hombre que había dejado de intentar ser su chico malo para convertirse en el hombre adecuado que todos buscaban que fuera.
Acabar de hacer esa maleta le llevó mucho más tiempo que el que le dedicó cuando había decidido dejar su casa e ir a donde estaba Pedro; entonces se había limitado a meter sus pertenencias despreocupadamente antes de ir en su búsqueda. Pero finalmente, sabiendo que esa relación con la que su corazón comenzaba a romperse en pedazos no podía continuar así, la terminó.
Cerrándola llena de dudas, la guardó en uno de los armarios de la entrada y esperó. Porque su corazón, a pesar de sentirse dolorido, le gritaba que debía intentarlo de nuevo, que debía de concederle una última oportunidad a Pedro para que le demostrara que ese niño que siempre se colaba por su ventana reclamando su cariño aún persistía en su petición, tratando esta vez de hacerse con su corazón.
Sentada en el elegante sofá de diseño que nunca iría con ella, esperaba la llegada de Pedro ataviada con un descuidado jersey, unos vaqueros y unas viejas deportivas. Entre sus manos mantenía un aburrido libro con el que Paula intentaba simular que estaba ocupada en algo, cuando la verdad era que no podía despegar sus ojos del reloj y del lento fluir de las horas hasta que Pedro y ella volvieran a verse.
Cuando ya eran más de las doce, la puerta se abrió dando paso a un hombre cansado que no parecía querer ser cuestionado por ninguna de sus acciones, como si éstas no necesitaran ninguna explicación o, peor aún, como si ella no mereciera ninguna.
—¿Pedro? ¿Has terminado ya tu cena de... negocios? —preguntó Paula con ironía a la vez que cerraba violentamente el libro al que no le había prestado atención en ningún momento.
—Sólo eran negocios, Paula —suspiró Pedro, frustrado, mientras aflojaba la corbata de su estirado traje.
—Dime una cosa: en esta ocasión los negocios eran rubios. ¿Mañana serán pelirrojos? ¿O tal vez morenos? —le recriminó Paula mientras se levantaba para enfrentarse a ese hombre y a cada una de sus mentiras.
—Esa chica era la hija de uno de los socios de mi abuelo, ¿es que no comprendes que necesitamos ese tipo de contactos si queremos seguir avanzando?
—¡Yo no necesito nada de eso! —gritó Paula, sin poder evitar sentir que Pedro se alejaba cada vez más de ella.
—Claro, porque tú no tienes un camino que seguir, Paula.
—¡Sí lo tengo, Pedro, pero no me importó desviarme de él para acompañarte! Ahora me pregunto si tú te atreverías a hacer lo mismo para estar conmigo…
—¡No digas tonterías, Paula! ¡Esto lo hago por el futuro de los dos! Yo...
—¡No! ¡Lo haces por ti, sólo por ti! ¡Yo nunca te he pedido esto! ¡Yo nunca he querido esto! —exclamó Paula mientras señalaba todo el lujo que los rodeaba—. Yo sólo he deseado una cosa desde que llegué, y es volver a ver a mi amigo de la infancia, alguien a quien todavía no he encontrado a pesar de que lo tenga delante...
—No he cambiado tanto, Paula. Solamente he madurado, algo que parece que tú no haces, con tus juegos, tus locuras, tus ridículos trabajos que nunca te tomas en serio… Eres, eres... —dijo Pedro mientras mesaba sus cabellos con frustración.
—Ya. Soy tan inadecuada y tan salvaje como siempre ha dicho tu familia que era desde que nos conocimos. Al parecer, no he cambiado en absoluto. Pero ¿sabes qué, Pedro? Me gusto así. Tú, por el contrario, has cambiado tanto que ni siquiera te reconozco —repuso Paula. Y ante el asombro de Pedro, sacó su maleta del armario y se dirigió hacia la salida.
Cuando Pedro se interpuso en su camino, Paula susurró a su oído una verdad que Pedro había comenzado a olvidar.
—Pedro, ¿sabes qué hubiera dicho que necesitaba mi amigo, ese impertinente niño que siempre se colaba en mi habitación, para seguir adelante?
—Sólo te necesito a ti... —contestó Pedro, dejándose ver al fin mientras apoyaba su cabeza en el hombro de Paula, rogándole que no lo dejara solo cuando más la necesitaba. Y Paula, compadeciéndose de un hombre al que no podía evitar amar, soltó la maleta que sus manos agarraban con decisión solamente para abrazarlo.
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