La espera me estaba matando.
Hoy había intentado llegar antes a casa para estar con Paula, pero una vez más, las reuniones de última hora que no paraba de organizar mi abuelo en las últimas semanas me habían retenido más de lo normal.
Llegué a casa a las once, dispuesto a cenar y a enfrascarme en el proyecto de una nueva empresa que estaba desarrollando con mis amigos de la universidad, una idea revolucionaria con la que pretendía labrarme un nombre y una reputación propia que me permitiera dejar de lado la de los Alfonso, pero en cuanto entré por la puerta eché en falta algo.
Al principio supuse que Paula simplemente permanecía encerrada en nuestra habitación con una de sus rabietas porque yo había llegado tarde de nuevo, sin ser capaz de comprender que yo, ahora que había madurado y adquirido responsabilidades, era un hombre muy ocupado. Me comí esa masa negruzca que constituía una pequeña venganza para Paula, siendo consciente de que sería insuficiente para que disculpara mi tardanza. Y después de una precipitada carrera hacia el baño, me pasé por la habitación para recoger mi ordenador portátil con la intención de comenzar con mi verdadero trabajo, uno que algún día me concedería la libertad.
Al entrar en la habitación traté de hacer el menor ruido posible, pero, como siempre, tropecé con las decenas de zapatos que Paula siempre dejaba esparcidos por el lugar. Sin poder resistirme a besarla dormida como siempre hacía antes de alejarme de ella para trabajar en nuestro futuro, me acerqué a la cama. Y cuando mis manos toparon con el vacío donde esperaba hallar a Paula, comprendí que ella no estaba allí. No tardé en verificarlo encendiendo la lamparita que había en la mesita de noche, momento en el que mis ojos se toparon con una imagen poco usual: la ventana que ella siempre mantenía abierta para mí, en esta ocasión estaba cerrada.
Desesperado, después de buscar por toda la casa, la llamé a su móvil sólo para darme cuenta de que éste estaba en la cocina.
Aterrado por lo que pudiera pasarle a Paula en la gran ciudad, llamé a sus compañeros de trabajo, a su jefe, a la policía, a los hospitales… Y al final, sin saber a dónde ir o qué hacer, me quedé esperando a oscuras sin dejar de observar la puerta y sin poder pensar en nada que no fuera ella.
Aguardé durante horas hasta que esa puerta se abriera frente a mí y Paula apareciera, pero cuando lo hizo me embargaron sentimientos muy contradictorios porque, aunque me sentí aliviado de que ella al fin estuviera en casa, también me molestó verla aparecer con un aire despreocupado y luciendo en su rostro una radiante sonrisa como si no hubiera pasado nada, algo que definitivamente me hizo enfurecer.
—¡¿Se puede saber dónde has estado?! —grité airadamente. Y dirigiéndome hacia ella, la acorralé contra la puerta mientras movía su móvil delante de su rostro para seguir increpándola—. ¡¿Y para qué demonios tienes un teléfono móvil si no lo utilizas?!
—Vaya, por lo visto no te sienta nada bien esperarme... —dijo Paula, recriminándome una vez más mis faltas a la vez que apartaba con decisión uno de mis brazos, mostrándome que ella nunca se dejaba intimidar.
—¿Con quién has estado? —pregunté, dejando entrever mi miedo más grande, que era que alguien la alejara de mí, algo de lo que comenzaba a darme cuenta de que yo mismo estaba haciendo con mi ausencia.
—¿De verdad me estás preguntando si me he tirado a otro, Pedro? —preguntó airadamente Paula, fulminándome con una de sus miradas. Pero en esos momentos y después de esperar tanto en medio de la oscuridad, los celos se habían apoderado de mí y ya no me importaba nada que no fuera obtener una respuesta.
—Sí —repliqué, exigiéndole la verdad.
—¡Pues mira tú por donde que ésa es una pregunta que ni siquiera merece contestación! —exclamó furiosamente. Y volviéndome la espalda, se marchó hacia nuestra habitación decidida a ignorarme.
Pero en esta ocasión eso era algo que no le iba a permitir, así que, entrando tras ella en nuestra estancia, cerré la puerta de un portazo. Y cuando Paula se volvió hacia mí para preguntarme qué quería, mi fría mirada fue la única respuesta que recibió antes de que la arrojara sobre la cama y me colocara sobre ella para apresarla con mi cuerpo, ya que si ella no quería responder a mis preguntas, quizá su cuerpo lo hiciera en su lugar.
—¡Suéltame, Pedro! —chilló Paula, debatiéndose debajo de mí, mientras que yo, sin clemencia, apresé con una de mis manos sus muñecas por encima de su cabeza para que no pudiera huir.
Sus piernas, como siempre que se enfurecía conmigo, intentaron golpear mis pelotas. Pero conociéndola como la conocía, las apresé entre las mías para que no pudiera moverse.
—Te lo advierto, Pedro: ¡hoy no quiero jugar contigo! —gritó Paula, enfurecida, rechazándome por completo, algo que me encolerizó.
—¿Es que aún no puedes comprender que ya somos adultos y que estos infantiles juegos hace mucho tiempo que quedaron atrás entre nosotros? —dije, a la vez que con una de mis manos alzaba su camiseta y su sujetador dejando expuestos ante mí sus desnudos senos, su cintura y su ombligo, que eran toda una tentación. Y sin poder evitarlo, busqué señales de otro en un cuerpo que deseaba sólo para mí.
Después, mientras mis labios descendían por ella, no pude evitar dejar algunas marcas para declararla de forma egoísta como mía. Pero al mismo tiempo que yo disfrutaba del dulce sabor de su piel, Paula se tensó fríamente debajo de mí, haciéndome ver la realidad que rodeaba a nuestra relación.
—Y sin esos «infantiles juegos» y las risas que nos evocan, ¿qué es lo que nos queda, Pedro? —preguntó Paula, consiguiendo que alzara mi rostro para toparme con unos ojos llorosos de los que, sin duda, yo era responsable.
—Paula… —susurré. Y al fin, dándome cuenta de todo el daño que le estaba haciendo, la solté y tomé su rostro entre mis manos para comenzar a limpiar sus lágrimas con mis besos.
—¿Nunca te has preguntado por qué siempre te espero, Pedro? ¿Por qué aún dejo abierta mi ventana para ti? Es porque todavía veo en ti un poco de ese niño que continuamente me perseguía pidiéndome que lo quisiera. El día que deje de verlo será el día que cerraré mi ventana... —confesó Paula, mostrándome que le estaba haciendo mucho daño con esa relación.
—Perdóname, Paula —Y entrelazando mi mano con una de las suyas la besé buscando el perdón que tanto necesitaba y que ella no dudó en concederme cuando nuestras lenguas se enlazaron en busca del deseo.
Sin abandonar su boca, mi mano soltó la suya. Pero a pesar de quedar libre, ella no me tocó, castigándome un poco más al negarme esas caricias que tanto añoraba. Mis manos, sin poder evitarlo, descendieron por su cuerpo tocando su cálida piel, jugando con sus senos expuestos tentadores ante mí, acogiéndolos plenamente.
Rozando con los pulgares una y otra vez sus erectos pezones, obtuve algún que otro gemido de deleite de su boca, y deseando ver cuánto me anhelaba, bajé una de mis manos por su cuerpo mientras seguía torturando sus pechos con leves pellizcos de placer.
Tras abrir la cremallera de los raídos vaqueros que Paula acostumbraba a llevar, me introduje dentro de sus braguitas de encaje donde pude notar que, aunque ella estuviera enfadada conmigo, a su necesitado cuerpo no le importaba demasiado. Tras rozar la zona más sensible de su cuerpo, la hice gemir de goce y acallé su excitante sonido con mis labios.
Resuelto a hacerla gritar mi nombre, introduje uno de mis dedos en su interior. Paula alzó sus caderas sobre mi mano, reclamando más, y yo no pude negarme, así que otro de mis dedos se sumó al primero imponiendo un ritmo aún más frenético que ella no dudó en corresponder al moverse junto a mí.
Mis dedos la penetraban cada vez con más impaciencia mientras acariciaba su clítoris, provocando que las caderas de Paula se impulsaran de forma descontrolada en busca de su placer. Y yo finalmente la dejé ir, haciendo que se convulsionara sobre mi mano en medio de un arrollador orgasmo.
Recordando lo que esa chica siempre quería de mí, dejé atrás todo pensamiento que no fuera ella y comencé un nuevo juego. Abandonando sus labios, descendí por su cuello. Mientras lo hacía observé cómo las manos de Paula agarraban fuertemente las sábanas, resistiéndose a devolverme mis caricias. Tras despojarla de su camiseta y su sujetador y arrojar ambas prendas a un lado, proseguí mi camino por ese pecaminoso cuerpo.
—¿Es que en esta ocasión no vas a salir a jugar conmigo, Paula? —susurré a su oído con una inocente sonrisa, recordándole quién era yo y haciéndole ver que ese amor que había crecido con nosotros había pasado de ser un inocente cariño infantil a un apasionado deseo, con todo lo que ello conllevaba, incluidos los celos.
Sin recibir una respuesta de su parte, seguí descendiendo. Mis fuertes manos sujetaron su cintura mientras mi boca lentamente adoraba su sensible cuerpo con el roce de mis labios. Besé cada parte de su piel logrando que se excitara de nuevo: sus sugerentes senos con las alzadas cumbres de sus erguidos pezones, que apenas rocé dejando mi aliento allí; su vientre hasta llegar al ombligo, que lamí y besé con lentitud, hasta llegar a sus pequeñas braguitas, que suponían toda una tentación para mí.
Conseguí que Paula se estremeciera de deseo entre mis brazos mientras su cuerpo reclamaba más. Poco después decidí despojarla del resto de su ropa, y en el momento en el que estuvo desnuda ante mí, cogí amorosamente uno de sus pies para agasajarla con mis besos.
Mis ojos no se apartaron de su sonrojado rostro y no pude evitarle confesar uno de mis defectos, que sólo mostraba ante ella, porque con Paula siempre podía ser yo mismo.
—¿Sabes que cuando no te tengo cerca los celos pueden conmigo? Eso es algo que no ha cambiado desde que éramos pequeños. Creo que siempre quiero acapararte porque mientras otras personas pueden necesitar muchas cosas en su vida, tú eres lo único que yo necesito.
Tras oír mis palabras, Paula soltó las sabanas que sus puños apretaban. Y mirándome con el amor que aún no estaba dispuesta a confesarme, abrió sus brazos al mismo tiempo que me exigía juguetonamente con uno de sus dedos que me acercara a ella.
Yo me aproximé lentamente a su cuerpo, algo que mi impaciente Paula no tardó en remediar. Cuando me encontré a su alcance, tiró del cuello de mi camisa y me atrajo hacia ella para luego comenzar a desnudarme. Con impaciencia, sacó mi camisa de los pantalones y tironeó con nerviosismo de los botones, con los que tuve que ayudarla para quitármela.
En cuanto nos deshicimos de mi camisa, ella acarició mi piel y yo me estremecí ante el deseo de lo que tanto había necesitado. Cerré mis ojos ante el placer de sentirla tan cerca de mí cuando la había creído tan lejos. Paula desabrochó mis pantalones e introdujo sus traviesas manos en mis bóxers, sacando de su encierro mi rígida erección. Luego comenzó a acariciarme haciéndome gemir su nombre. Y cuando me guio hacia su húmedo interior, yo me olvidé de todo lo que no fuera ella. Paula me rodeó con sus piernas y sus brazos, arropándome como siempre había hecho.
Imponiendo un ritmo lento que la sedujera, irrumpí en ella una y otra vez, mostrándole todo el deseo que me consumía. Paula me aceptó y no tardó en alcanzarme, su ansioso cuerpo me exigía cada vez más y sólo cuando sus uñas se hundieron en mi piel, supe que ése era el camino correcto para hacerla gritar mi nombre.
Profundizando mis embestidas, aumenté el ritmo de mis acometidas haciendo que ella me siguiera hacia el clímax. Y en el instante en el que ella mordió mi hombro para no pronunciar esas palabras de amor que todavía se negaba a confesarme, yo no pude evitar pronunciar ese «te quiero» que, al contrario que ella, mi corazón nunca podría dejar de airear a los cuatro vientos.
Atrayendo el desnudo cuerpo de Paula hacia mis reconfortantes brazos, me dormí junto a ella sin molestarme siquiera en desprenderme del resto de mis ropas, porque nada que no fuera Paula me importaba. Y ahora que al fin sabía dónde estaba ella, podía descansar y rendirme a un plácido sueño donde nada nos separaría nunca, ni siquiera las dudas que aún embargaban mi mente a causa de las respuestas que Paula me había negado esa noche.
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