jueves, 24 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 43

 


Con los zapatos en la mano y caminando de puntillas, dejé a Pedro profundamente dormido en esa lujosa cama, en la que había disfrutado con perversidad de su regalo. La pajarita que le regalé había terminado en un lugar bastante indecente, donde yo no estaba dispuesta a recuperarla, básicamente porque Pedro se despertaría y me arrastraría de nuevo a la cama.


No era que no deseara volver a disfrutar del sexo con mi amigo de la infancia, ahora reconvertido en mi amante, sino que más bien quería evitar preguntarle por qué teníamos que permanecer alejados, a lo que él, tan racional como siempre, contestaría enumerando cada una de las lógicas razones por las que debíamos esperar para estar juntos; ante lo que yo, tan irracional como siempre, acabaría enfadada con él porque, aunque Pedro tuviera razón, la lógica no entraba en mi cabeza cuando lo que me guiaba era el corazón.


De este modo, decidida a evitar una nueva discusión entre nosotros y unas lágrimas que no quería derramar delante de él dando una imagen patética, cerré lentamente la puerta y me dispuse a alejarme nuevamente de ese hombre para el que siempre habría una puerta abierta en mi corazón o, en nuestro caso, más bien una ventana.


Resignada a poner distancia entre nosotros otra vez, me apoyé en la puerta y suspiré preguntándome cuánto tendría que esperar para dedicarle ese «te quiero» que guardaba mi corazón desde hacía tiempo. Me negaba a pronunciar esas palabras hasta que él estuviera a mi lado, porque si las dejaba salir de mis labios y luego la distancia nos separaba, sería algo que mi corazón no podría aguantar.


Cuando abrí los ojos apareció ante mí una de las razones por las que permanecíamos alejados, esta vez más molesta que nunca a causa de mi presencia en ese lugar.


La rubia y elegante mujer de fríos ojos azules que era la madre de Pedro me miró igual de despectiva que siempre, y como estaba habituada a hacer, intentó intimidarme con su lengua viperina. ¡Qué pena para ella que yo estuviera curada de espantos y que su veneno nunca funcionara conmigo!


—Por tu vestimenta deduzco que al fin has aprendido cuál es tu lugar, aunque, por lo que veo, te cuesta mantenerlo... —dijo, tras recorrer con una desdeñosa mirada mi arrugado disfraz de camarera mientras me señalaba la puerta de la habitación de Pedro.


—Sí, pero eso ya lo sabía desde hace mucho: mi lugar está junto a Pedro — contesté, haciendo frente a sus despóticas palabras.


—Eso está por ver. ¿Cuánto crees que le durará su encaprichamiento por ti en el instante en el que dejéis de veros? ¿O acaso crees en la ilusa idea de mantener una relación a distancia con mi hijo, en la ingenua creencia de que Pedro no disfrutará de las atenciones que le pueden conceder otras mujeres mientras tú no estés allí para verlo? Te recuerdo que, después de todo, Pedro es el digno hijo de su padre.


—Pero Pedro no es su padre, por más que usted se empeñe en ello —dije, recordándole cómo había acabado la mujer que ella había intentado meter en la cama de su hijo sólo para que Pedro se olvidara de mí.


—Tú dale tiempo... —contestó, mostrándome una maliciosa sonrisa que por unos instantes me hizo dudar de Pedro. Pero luego sólo tuve que recordar al molesto niño que siempre se colaba por la ventana de mi habitación para volver a creer en él y sonreír con confianza ante esa bruja.


—Han pasado muchos años desde que Pedro y yo comenzamos nuestra relación, ¿qué le hace pensar que nos separaremos si, a pesar de los obstáculos que ha impuesto en nuestro camino, aún conseguimos estar juntos?


—Las necesidades de un niño son distintas de las de un hombre. Las personas crecen, maduran y una vez que lo han hecho, dejan atrás los sueños de su infancia —contestó, señalándome despectivamente como algo fácil de olvidar.


—Pero yo siempre le daré a Pedro lo que necesita.


—¿El qué? ¿Sexo? —inquirió desdeñosamente, riéndose de mí.


—No: cariño. Algo que, ya sea al niño que me perseguía persistentemente, o al hombre que es ahora, yo siempre le he dado.


—¡Bah! El cariño puede comprarse.


—El de verdad, no. Y eso es algo que usted nunca ha comprendido y que siempre se ha negado a darle a Pedro a pesar de que fuese su hijo. En fin, ¿qué se puede esperar de una mujer como usted? —concluí. Y después de mirarla tan despectivamente como ella había hecho conmigo, solté un último suspiro de resignación y me fui del lugar sin escuchar la réplica de la bruja porque, por más excusas que pusiera, nunca podría negar que mis palabras eran ciertas.




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