Tras salir de la ducha de esa destartalada casa en la que ambos nos habíamos escondido de todo, convirtiéndola en nuestro pequeño nidito de amor, me encontré con que mi ropa había desaparecido y que mi toalla la tenía Paula, que la agitaba juguetonamente frente a mí con picardía, animándome a participar en unos juegos un poco más adultos que, no tenía ninguna duda, nos satisfarían por completo.
—¿Es que quieres secarme tú? —pregunté, separando mis brazos mientras le mostraba mi húmedo cuerpo, esperando con impaciencia a que ella se uniera a mí o a que se acercara lo suficientemente como para arrastrarla conmigo.
—No, pero me encanta admirar tus tatuajes. Sobre todo el de tu trasero... —se rio ella con descaro mientras admiraba mi cuerpo.
—Sabes que tú eres la culpable de cada uno de ellos, ¿verdad?
—¿Cómo te dejaste hacer eso?
—Cometí el error de confiar en esos cuestionables individuos que nos rodean y me dejé llevar por todas las barbaridades que me propusieran con tal de recuperarte.
—¿Y lo has hecho? —preguntó, negándose a darme una respuesta que yo buscaba desde que volví a su lado.
—No lo sé, dímelo tu —le pedí, intentando volver a escuchar esas palabras de amor que todavía no habían salido de su boca y que yo añoraba oír.
Pero por lo visto, todavía no era el momento adecuado ya que, distrayéndome con su audaz sonrisa, me hizo una provocadora proposición mientras se alejaba un poco más de mí.
—Juguemos al escondite, Pedro...
Me sentí tentado a rechazar un juego tan infantil que ya no tenía cabida entre adultos, pero cuando vi su perversa sonrisa supe que ella tenía alguna indecente proposición en mente que hacerme, algo que, como siempre, yo no dudaría en aceptar, me conviniese o no.
—¿Y tiene que ser en bolas? —me quejé algo molesto, pensando en lo incómodo que sería correr desnudo por toda la casa. Y más aún cuando una parte de mí comenzaba a alzarse ante la idea de lo que podría hacer cuando la alcanzara.
—He lavado toda tu ropa, así que sí… Y mientras se seca, he pensado en una forma divertida de pasar el tiempo.
—No creo que me divierta demasiado correr desnudo por toda la casa. Si por lo menos tú también lo estuvieras, eso cambiaría algo…—dije provocativamente mientras alzaba una de mis cejas a la vez que recorría su cuerpo con una ladina mirada, imaginando cuánto me deleitaría al perseguir ese desnudo cuerpo por toda la casa.
—No voy a desvestirme, Pedro —anunció Paula mientras se dirigía hacia la puerta con mi toalla—. Pero puedes hacerlo tú cuando me encuentres… — declaró antes de guiñarme un ojo y desaparecer. En ese momento hice lo único que podía hacer un hombre en esas circunstancias ante ese tipo de proposición:
—¡Uno!, ¡dos!, ¡tres!... ¡Diez! ¡Voy a por ti!
—¡Haces trampa, Pedro! —oí a Paula replicando algo molesta en la lejanía.
Y dispuesto a ganar, la seguí hacia el exterior de la casa.
—¡Tú también! —contesté, mientras sonreía al recordar los despreocupados momentos de nuestra infancia en los que nadie podía separarnos.
Corrí persiguiéndola alrededor de mi destartalada casa, y cuando estaba a punto de alcanzarla se metió en ella por la puerta trasera, que se apresuró a cerrar ante mis narices para luego echar el pestillo, al parecer, el único que funcionaba en esa maldita casa. Cuando me dirigía hacia la entrada principal siguiendo esa dulce voz que desde el interior de la casa me tentaba a perseguirla, me topé de lleno con uno de esos obstáculos que, para bien o para mal, siempre estaban entre nosotros, vigilando muy de cerca cada uno de los movimientos que yo hacía alrededor de Paula. Y que los realizara desnudo era algo que no le gustó demasiado.
—He venido a ver lo que has estado haciendo con mi hija, aunque a juzgar por tu escasa vestimenta, puedo imaginármelo —comentó bastante molesto el señor Chaves, dirigiéndome una de sus furiosas miradas. Y por supuesto, cuando uno de los intimidantes hombres de esa familia hacía su aparición, nunca lo hacía solo: los tíos de Paula lo acompañaban. Por suerte, el atemorizante abuelo de Paula y su escopeta se habían quedado en casa, de lo contrario no dudaba de que intentaría abrir un nuevo agujero en mi trasero.
—Y en cuanto a ti, Daniel, ¡como no dejes de hacer eso te daré una paliza! — advirtió el señor Chaves sin volverse hacia el bromista tío de Paula quien, con un grosero gesto de sus manos, le recordaba impertinentemente lo que Paula y yo habíamos estado haciendo durante toda esa semana, algo que solamente logró aumentar su enfado y que me fulminara con su mirada con más determinación.
Tapando mis vergüenzas mientras trataba de aparentar ser totalmente inocente, caminé hacia atrás buscando la puerta y tal vez mi salvación. Para mi fortuna, o tal vez para mi desgracia, allí estaba Paula para ayudarme.
Asomándose desde la ventana del segundo piso, dio la bienvenida a su padre con una sonrisa, lo que hizo que el duro gesto del señor Chaves se ablandara un poco, aunque no logró que dejara de acribillarme con su mirada.
—¡Hola, papá! ¿Qué haces aquí?
—He venido a saber qué es lo que tenía tan ocupada a mi hija para que ésta ni siquiera se dignase a llamarme para decir que no iría a su casa en toda una semana —reprendió el señor Chaves a Paula, para luego murmurar amenazadoramente hacia mí—, algo que finalmente he acabado deduciendo con una simple mirada...
—Lo siento, papá: se me olvidó llamar.
—¿Sabes que, si no fuera por los cotillas del pueblo, entre los que incluyo a tu abuelo, ni siquiera sabríamos dónde estabas, y tu madre y yo nos encontraríamos terriblemente preocupados? —inquirió, dirigiéndose a su hija; para luego susurrar una advertencia hacia mí—: Más de lo que ya lo estamos ahora...
—No volveré a olvidarme de llamar, papá, pero es que estaba demasiado distraída porque Pedro ha vuelto a Whiterlande —respondió Paula emocionada, concediéndome más crédito del que merecía, ya que debería de haber corrido en su busca mucho antes.
—Sí, ya lo sé —dijo el señor Chaves, sin aclarar su participación en los acontecimientos que me llevaron de vuelta al pueblo, tal vez para no decepcionarla—. Lo que no me explico es qué demonios hace corriendo en pelotas alrededor de la casa... —se cuestionó el señor Chaves mientras me exigía una respuesta con su apabullante mirada.
En ese momento me quedé mudo y sin saber qué hacer o decir.
Afortunadamente, Paula acudió en mi ayuda, aunque a su manera: tras lanzarme un delantal rosa lleno de volantes para que me cubriera un poco ante nuestras visitas, anunció ante su padre:
—No lo sé, papá. Debe de ser una mala costumbre que ha cogido en la ciudad. ¡Mira que he intentado hacerle desistir de ello, pero por más que insisto, Pedro sigue empeñándose en correr desnudo alrededor de la casa!
Después de denunciar a viva voz lo pervertido que era, Paula me abandonó bajo la escrutadora mirada de esos tres hombres mientras se adentraba en la habitación para reírse a gusto de una terriblemente incómoda situación que había provocado ella.
Alan Chaves se limitó a sonreírme con malicia al ver mi nueva indumentaria, o eso es lo que creí cuando terminé de colocarme el delantal, hasta que José Lowell le lanzó una bolsa que el señor Alfonso soltó violentamente en mis manos antes de anunciarme una mala noticia:
—Mi suegro quiere verte. Y te reclama el pago o la reparación de una ventana.
No me aclaró si le habían confiscado la amenazante escopeta a ese anciano estafador que me había vendido una destartalada casa con una sonrisa mientras mantenía su arma no muy lejos de él.
—¿Qué es esto? —pregunté con cierta preocupación ante lo que podía contener esa bolsa.
—Ropa limpia, para que no corras más en pelotas —replicó el señor Chaves entre gruñidos, como si se lamentara por haberse preocupado por mí.
Y un poco harto de las intervenciones de esa familia y de esa visita en concreto que había interrumpido un espléndido y excitante juego, dejé de lado a esa educada persona en la que me había convertido para pasar a ser tan malicioso como en ocasiones me pedía Paula.
—Bueno, ya que están aquí, ¿por qué no les muestro la maravillosa casa que Juan Lowell me ha vendido? —dije con irónica amabilidad. Y mientras me disponía a guiarlos por mi nuevo hogar, no me importó mostrarles descaradamente mi trasero. Hasta que oí detrás de mí:
—¿Veis? ¡Os dije que la mariposa era la mejor elección!
Volviéndome hacia mis torturadores, muy molesto, observé en ellos una maliciosa sonrisa con la que me aseguraban que, por más que intentara devolverles la jugada, ellos siempre irían un paso por delante. Después de todo, ésos eran los hombres que me habían enseñado todo lo que sabía. Y aunque por el camino había olvidado muchos de sus consejos, ahora no dudarían en volver a recordármelos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario