Cada minuto que pasaba odiaba más el ridículo traje de camarera que me habían obligado a llevar. Al parecer, los malditos volantes y lazos de mi infancia aún me perseguían. Enfundada en un vestido negro con mangas de globo, con un cuello blanco provisto de numerosos botones y un primoroso lacito del mismo color, que detestaba, me paseaba entre los distinguidos invitados luciendo mis piernas más de lo deseable, ya que algún idiota había pensado que una falda con un poco de vuelo y adornada con lacitos era mejor si llegaba hasta la mitad del muslo. Los tacones, los detestaba; la cofia, se me caía a cada instante y la tenía que apartar de mi rostro con algún que otro grosero soplido, pero como mis manos estaban ocupadas con la bandeja no podía hacer nada más. Y encima, el minúsculo delantal que llevaba en mi cintura, lleno de bordados y encajes, era un incordio cuando se quedaba enganchado en algún lugar.
Mientras me paseaba por la habitación evitando toparme con la bruja y buscando con desesperación al invitado de honor para darle mi regalo, un asistente a la fiesta un poco pesado y bastante bebido pareció encapricharse conmigo, o mejor dicho, con mi trasero, ya que no paraba de llamarme para que pasara junto a él con mi bandeja y tras coger una de las copas siempre acababa pellizcándome como si de un premio se tratase.
Tuve ganas de aporrearle la cabeza con la bandeja hasta dejarlo inconsciente, pero recordando que si actuaba con mi habitual tacto y delicadeza sería descubierta y expulsada de esa fiesta antes de ver a Pedro, me contuve y le sonreí mientras pensaba en las decenas de maneras en las que podría llegar a castrarlo.
Recorrí durante más de una hora esa suntuosa fiesta, que se celebraba en una de las salas más amplias del hotel. Se trataba de un distinguido lugar donde las sutiles lámparas de araña, los caros cuadros de famosos artistas que decoraban las paredes, los blancos suelos y la armoniosa música de un piano destacaban haciendo que esa estancia reluciera por su belleza.
Desgraciadamente alguien, con toda probabilidad la madre de Pedro, había tenido la mala idea de sobrecargarla con diversas decoraciones: estatuas de hielo de primorosos cisnes, pirámides de copas de champán o enormes fuentes de chocolate fundido a las que nadie hacía caso.
Pensé que si Pedro no había dado señales de vida hasta ese momento tal vez no llegaría a aparecer. Sobre todo, porque ni la decoración ni el falso y altivo aire que mostraban los asistentes eran algo que Pedro apreciara.
Me pregunté cómo habría celebrado Pedro sus cumpleaños hasta entonces, y si asistiría finalmente a su propia fiesta, ya que los invitados no eran sus amigos, sino un montón de extraños y desconocidos que nunca llegarían a saber cómo era él.
Cuando sentí un nuevo pellizco en mi trasero, comencé a alzar mi bandeja decidida a acabar con el acoso de ese sujeto, y justo en ese instante se apagaron las luces y detuve mis violentos impulsos al ver que llevaban una gran tarta desde la cocina hacia el salón de celebración, donde Pedro al fin hizo su aparición.
Mi amigo sonrió artificialmente a todos y agradeció la asistencia a su fiesta con un bonito discurso, tan falso como su sonrisa. Luego, cuando las luces dejaron de iluminarlo y nadie parecía prestarle atención, Pedro se aflojó la corbata con un gesto de hastío en la cara y con una triste mirada observó todo lo que había a su alrededor. A continuación, mostró un fugaz gesto de desagrado, negó con la cabeza y se dispuso a marcharse del lugar.
Entonces yo quise acercarme a él, abrazarlo y decirle que estaba a su lado, que si había cometido la locura de escaparme de mi casa y de colarme en esa fiesta era únicamente para que él no se sintiera tan solo como ahora se veía, porque, aunque Pedro estuviera acompañado por decenas de invitados, en esos momentos estaba más solo que nunca.
Tras dar unos pasos hacia él, me detuve al ver cómo cambiaba el porte de Pedro y su postura se volvía rígida, inflexible y fría. Y mientras veía cómo volvía a atarse impecablemente esa corbata en su lugar, contemplé la razón por la que Pedro había vuelto de repente a adoptar su falsa actitud: allí, frente a él, su gélida madre le reclamaba algo que yo no podía oír, algo que lo afectaba, porque Pedro apretaba con furia los puños a ambos lados de su cuerpo sin mostrar otras señales de su disgusto.
En cuanto su madre se retiró, él no dudó en alejarse de la estancia y desaparecer por las puertas de esa extraña celebración donde todos festejaban, estuviera presente o no el invitado de honor.
Sabiendo que tenía que ir en su busca, recorrí una vez más la sala para reclamar la ayuda de mi primo, pero cuando lo hallé hablando con la bruja desistí de pedirle apoyo y decidí que ése era el momento idóneo para abandonar el lugar. Así que, en el instante en que me pusieron una nueva bandeja llena de bebidas en mis manos y ese grosero hombre volvió a llamarme para seguramente dedicarle más de sus atenciones a mi trasero, yo no dudé, y colocando la bandeja en las manos del invitado, que permanecía boquiabierto ante mi osadía, me tomé despreocupadamente una copa de un solo trago, la coloqué sobre la bandeja y le dije antes de marcharme:
—¡Sírvete tú mismo, guapo!
Luego, claro estaba, le propiné una fuerte palmadita en el culo para que notara lo molesto que podía ser que alguien te acosara y sin más, me di la vuelta para dirigirme a la salida lo más rápidamente posible, dejando atrás los cuchicheos y exclamaciones de las remilgadas personas que no dudaron en ponerle pegas a mi comportamiento, sin ver en ningún momento lo desacertado que era el suyo.
El endiablado vestido que llevaba me ayudó a la hora de localizar a Pedro, pues tras preguntar por él en recepción con la excusa de que debía llevarle un trozo de tarta al cumpleañero, me dieron el número de su habitación. Y cogiendo prestado un plumero que encontré en uno de los carritos de limpieza que había en mi camino, me dirigí decidida hacia la puerta que dos enormes escoltas protegían. Por suerte, uno de ellos era pelirrojo, ese indiscutible color de pelo que caracterizaba a los tíos de Nicolás, quien no tardó en reconocerme.
—He venido a limpiar la habitación —anuncié, mostrando el plumero.
—Siento decirle, señorita, que ya hay alguien en ella, así que tendrá que esperar —anunció seriamente uno de los escoltas.
Cuando recibí esa respuesta me quedé confundida, y a punto estuve de sacar a relucir mi temperamento con el hombre que pretendía proteger la intimidad de Pedro, ya que yo sabía que él aún no había llegado a la habitación. Pero el tío de Nicolás no tardó en sacarme de dudas acerca del invitado que se hallaba en esa estancia.
—Ha entrado una mujer que dice ser una conocida del señor Alfonso. Por supuesto, la dejamos pasar porque vino acompañada de la madre del señor Alfonso.
—Mantengo lo que he dicho antes… he venido a limpiar —repliqué, apretando fuertemente mi plumero, decidida a aclarar alguna que otra cosa con esa mujer que pretendía conocer íntimamente a Pedro.
—Déjala pasar—me ayudó el pelirrojo conocido de mi familia mientras detenía a su compañero que intentaba impedirme el paso.
Y a la vez que a mi rostro asomaba una beligerante sonrisa, dejé caer el plumero al suelo para adentrarme en la habitación. Así, crujiendo mis nudillos, me anuncié ante la molesta invitada que yacía desnuda en una cama que no le pertenecía.
—¡Servicio de limpieza!
No hay comentarios:
Publicar un comentario