Pedro había luchado mucho a lo largo de esos dos años para conseguir escapar de su asfixiante familia a la vez que intentaba alcanzar los estándares que le exigían. Había sacado las mejores notas, conseguido aparecer en el cuadro de honor de su universidad y ayudado a su abuelo con múltiples negocios cuando él lo requería, sólo para obtener un poco de libertad y poder alejarse de ellos cuando lo necesitara.
En el proceso había aprendido mucho de los negocios de su familia, había hecho importantes amistades y contactos, pero también había ido alejándose de la meta por la que siempre seguiría adelante: Paula, la mujer a la que amaba, a la que había dejado de lado en más de una ocasión. Algunas veces por sus estudios, en otras ocasiones por sus negocios o por reuniones con importantes personalidades. Sin darse cuenta, se había ido distanciando de ella y había dejado de ser ese niño enamorado para pasar a convertirse en el frío hombre de negocios que su familia siempre había deseado.
Sin los cálidos brazos de la mujer que siempre había querido, Pedro se había convertido de nuevo en el manejable chico bueno que Paula siempre había detestado, y a pesar de que tal vez debiera dejarla marchar antes de hacerle más daño, eso era algo que Pedro no podía hacer, ya que, para él, Paula siempre sería su única vía de escape del frío mundo que lo rodeaba. Pedro le había pedido de forma egoísta más tiempo, y mientras ella esperaba, él había decidido comprarle un presente para atarla a él y evitar así que alguien se la arrebatara.
Desde el elegante despacho que su abuelo le había asignado en su empresa, lleno de impersonales fotografías que adornaban las paredes y de acristaladas ventanas a través de las cuales podían observar lo superiores que eran respecto de todos los demás, Pedro se sentaba delante de su gran escritorio en un elegante y cómodo sillón que mostraba su cargo superior, ante una pantalla de ordenador que exponía informes, cifras y mil detalles a los que él tenía que estar atento y que, sin embargo, ignoraba para mirar su móvil en busca de una respuesta de Paula a cada uno de sus insistentes mensajes. Cuando finalmente ésta llegó, el dedo corazón que le mostraba esa imagen suponía una obvia contestación ante las excusas que él le ofrecía una vez más.
Después de arrastrarse un poco más con mensajes bastante lastimeros en los que rogaba su perdón, al fin Paula se dignó a contestarle. Aunque, como siempre, él tendría que pagar un alto precio por haberla hecho enfadar, y con Paula, a diferencia de otras mujeres, esa cuestión nunca atañía al dinero, sino al orgullo.
¿Cómo de arrepentido estás? —leyó Pedro en voz alta, sabiendo que tendría que suplicar para obtener su perdón
Muy mucho —bromeó Pedro, pero la sonrisa que lucía no tardó en borrarse de su rostro cuando leyó la siguiente petición de Paula:
Estés donde estés, quiero una foto tuya sin ropa en la que me pidas perdón. Se podría decir que en esta ocasión quiero ver la verdad al desnudo de tus sinceras palabras.
Tras leer este mensaje, Pedro no tuvo ninguna duda de que una maliciosa sonrisa acompañaba al rostro de diablillo de su amiga en esos instantes, mientras esperaba su respuesta.
Ahora estoy en mi despacho, en la empresa de mi abuelo... —intentó excusarse Pedro para librarse de su castigo.
Mejor.
Fue la única respuesta que recibió Pedro. Y entre suspiros de resignación comenzó a desnudarse dejándose llevar una vez más por los caprichos de Paula, volviendo a ser ese chico enamorado que no podía dejar de cumplir cada uno de sus deseos.
Cuando estuvo totalmente desnudo no pudo evitar intentar dejar sin habla a Paula, y poniendo delante de su desnudo cuerpo el presente que había pretendido llevarle antes de que solicitaran su presencia en un acuerdo de negocios que tal vez duraría meses, hizo la fotografía que ella le reclamaba.
La respuesta de Paula no se hizo de rogar:
¿Qué coño hace ese oso ahí y qué es lo que está sosteniendo entre sus manos?
Deseando tentarla, Pedro sacó una foto desde más cerca del anillo de pedida con el que deseaba proponerle matrimonio y envió su respuesta.
El oso y yo queremos pedirte que te cases con nosotros.
Vale, pero el oso duerme en el sofá. Yo paso de tríos. Y sigo queriendo una foto tuya, desnudo en tu despacho de ricachón.
Pensé que era mejor que el anillo lo sostuviera el oso que mi gran... —envió Pedro, con gran presunción.
Te sobrevaloras demasiado. ¿Dónde está mi foto?
Finalmente, cediendo a las descabelladas pretensiones de Paula, Pedro apartó el oso de su desnudo cuerpo, y cuando estaba a punto de hacerse la comprometedora foto que esa exigente mujer le pedía, la limpiadora de las oficinas entró en su despacho. Sin perder tiempo, Pedro, tremendamente avergonzado, tapó su desnudez con el oso, aunque no supo si su rápida acción para cubrir sus vergüenzas fue para mejor o para peor, ya que la limpiadora tan sólo se limitó a mirarlo de arriba abajo con una reprobadora mirada y, como si estuviera curada de espantos, anunció:
—Será mejor que les deje algo de intimidad a usted y a su... osito. Eso sí: le advierto de que no pienso limpiar ese peluche cuando termine con él. Mi contrato especifica que sólo me encargo de las oficinas y el mobiliario…
Tras esta declaración, la empleada salió del despacho para proseguir con su labor. Pedro se apresuró a hacer esa maldita foto y a vestirse para que nadie más lo sorprendiera en tan indigna posición, y mientras Paula le reclamaba saber qué había pasado con su escandalosa foto, él no pudo evitar contarle lo que le había acarreado su atrevida broma, tal vez así se apiadaría de él.
Pedro supo que eso no ocurriría cuando Paula al fin se dignó a llamarlo por teléfono y, tras dar entrada a su llamada, escuchó una gran carcajada. Cuando Paula dejó de regodearse con su vergüenza, al fin hizo esa pregunta que Pedro había esperado desde que le mostró el anillo.
—¿Cuándo nos casaremos?
—Cuando me digas que me quieres —repuso Pedro, intentando provocarla para que pronunciara esas palabras que Paula todavía se resistía a decirle a pesar de haber aceptado su proposición.
—¿Cuándo podremos estar juntos? —preguntó Paula, ignorando las palabras de Pedro.
—Tal vez tengamos que esperar medio año, y...
—¡Voy para allá! —anunció Paula antes de colgar el teléfono, advirtiéndole de que el tiempo de espera para ellos había finalizado.
Pero Pedro no se molestó ante tan decidida respuesta, sino que simplemente se relajó en el sillón de su despacho mientras sonreía complacido, pensando que a lo largo de los años había aprendido muchas habilidades atendiendo a las lecciones en los negocios que llevaba su abuelo, entre ellas, cómo manejar a las personas para que hicieran lo que él deseaba. Y que Paula estuviera a su lado era lo que siempre había querido.
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