No me tranquilizó en absoluto que, tras colgar el teléfono, el señor Chaves me dirigiera una amable sonrisa y que a continuación anotara algo más en esa maldita lista. Eso me hizo temblar de miedo ante la nueva tortura que me esperaba.
Atormentándome con la espera, esos tres sujetos se arremolinaron alrededor de ese trozo de papel que tantos problemas me estaba trayendo. El único que permaneció a mi lado fue Nicolás, más o menos, ya que en realidad se hallaba despreocupadamente tumbado en una cama junto a la mía mientras continuaba leyendo uno de sus libros y no parecía tener ningunas ganas de levantarse.
Después de evaluar las nuevas exigencias que habían sido añadidas a ese papel, los tres hombres negaron con la cabeza, y con una burlona sonrisa que ya comenzaba a detestar, Alan me anunció con sorna:
—Lo tienes crudo, chaval.
Mi amigo Nicolás, que, por supuesto, siempre estaría allí para mí, se levantó de su lugar de reposo, sin duda para darme su apoyo en esos momentos, y con paso tranquilo llegó junto a sus familiares. Después de arrebatarle la lista a su padre, la ojeó con decisión y se acercó a mí con ella en la mano, para dejarla caer sobre mi regazo mientras me ofrecía sus inestimables palabras de apoyo que me ayudarían a seguir adelante.
—Sip, lo tienes muy crudo, Pedro —dijo. Y pasando por mi lado, volvió a tumbarse en la cama con toda tranquilidad para seguir disfrutando de su lectura.
Ante la mirada de indignación que le dirigí por su traicionero comportamiento, Nicolás abandonó su libro por un instante para añadir:
—Sobre todo porque eres tú...
—¿Qué cojones significa eso? —pregunté al ver que todos los presentes estuvieron de acuerdo con esa afirmación. La respuesta la obtuve en cuanto bajé mi mirada hacia la estúpida lista de Paula, donde se detallaban las características que debía poseer alguien para ser considerado «un chico malo» por ella. A medida que leía, maldije una y otra vez esa absurda colección de estupideces porque ese individuo ideal era todo lo contrario que yo, algo que mis joviales acompañantes estaban más que dispuestos a ayudarme a solucionar, aunque a esas alturas tenía la certeza de que más bien se debía a su deseo de deleitarse un poco más con mi tortura antes que para ayudarme realmente a acercarme a Paula.
Sin saber por dónde empezar, contemplé con espanto ese papel hasta que Alan lo recuperó de mis manos. Tras suspirar con resignación ante las locuras de su hija, anunció tranquilamente:
—Pues vamos allá. Comencemos por el principio.
En un primer momento estuve de acuerdo con él, hasta que recordé que la primera condición que debía tener todo chico malo era la que más me espantaba, algo que Paula conocía perfectamente antes de decidirse a ponerlo en esa maldita lista.
—Odio las agujas... —susurré en voz baja, rogando porque esos sujetos no me escucharan. Y cuando oí una vez más cómo me ofrecían su ayuda mis torturadores particulares, supe que mis ruegos no habían servido de nada y que, de nuevo, acabaría metido en un millar de problemas.
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