Si había consentido en aparecer en esa fiesta que no era más que un patético espectáculo que mi madre había preparado con la excusa de celebrar mi cumpleaños era, simple y llanamente, porque no quería presenciar ni una más de las estúpidas rabietas que tenía delante de mi abuelo, aderezadas con falsas lágrimas que me hacían parecer un mal hijo, cuando era todo lo contrario.
En esta ocasión no había podido escaparme para celebrar mi cumpleaños con la única persona que deseaba que estuviera a mi lado. Por eso, tras un breve y poco sincero agradecimiento a los asistentes, me largué de una fiesta en la que prácticamente nadie se había percatado de mi ausencia para dirigirme hacia el bar, donde después de unas cuantas copas tal vez podría olvidarme momentáneamente de que Paula permanecía muy lejos de mí y de que, por más que me empeñara, ese día no podría pasarlo junto a ella.
Me hacía tanta falta estar a su lado, sentir esos brazos que siempre me mostraban amor, esos besos que me expresaban cariño, ese cuerpo que se rendía ante mí, revelándome la profundidad de sus sentimientos… Aunque aún se negara a decirme que me quería, Paula, al contrario que los demás, me lo demostraba a cada momento.
Tras vaciar mi copa de un trago me levanté del elegante bar donde me encontraba decidido a llegar a mi habitación e intentar hacer una llamada a Paula. Nunca sería igual que tenerla a mi lado, pero su voz siempre me tranquilizaba en momentos como esos en los que me sentía más solo que nunca.
Desgraciadamente, ella me colgó; es probable que estuviera muy enfadada conmigo por no haber pasado junto a ella el día de mi cumpleaños.
Suspirando resignado, seguí mi camino hasta llegar a la puerta de mi habitación. Los escoltas que la guardaban me deprimieron un poco al recordarme que era prisionero de mi propia familia, ya que nunca sabía si ellos estaban allí para protegerme o para evitar que me escapara.
Saludándolos con la misma frialdad de siempre, me dispuse a entrar en la estancia. De repente, la puerta se abrió bruscamente y alguien arrojó con muy poca delicadeza las pertenencias de una mujer al pasillo: un vestido de fiesta, unos zapatos y un bolsito minúsculo pasaron junto a mí, dejándome pasmado, aunque mi sorpresa fue mayúscula al contemplar cómo una chica casi desnuda también salió de mi habitación sin ningún miramiento.
Después de que la mujer pasara corriendo junto a mí mientras lloraba desconsoladamente sin reparar en lo escasamente vestida que iba, miré a los hombres que habían designado para mi seguridad. El pelirrojo que ya me era conocido evitó mi mirada mientras intentaba disimular, como si la cosa no fuera con él, mientras que el nuevo integrante del equipo realizó un comentario que me dejó todavía más confuso que antes:
—¡Joder con el servicio de limpieza!
Dudando de que la persona que se encontraba en esos instantes dentro de mi habitación fuera una empleada del hotel, decidí entrar pensando que mi madre cada vez mandaba mujeres más agresivas para intentar conquistarme, sin querer entender que nunca podrían llegar a mí por más que se esforzaran porque, simplemente, ya había otra mujer en mi corazón ocupándolo por completo. Algo que no me dejaba espacio para pensar en otra cosa que no fuera ella y en cómo volver a su lado.
Tras cerrar la puerta con contundencia y decidido a dejarle muy claro a la mujer que se encontraba en esa habitación que no tenía nada que hacer conmigo, me dispuse a tratarla con la frialdad que reservaba a quienes pretendían engañarme.
—No sé qué le habrá prometido mi madre en el caso de que consiguiera seducirme, pero le puedo asegurar que eso no pasará, porque tengo muy claro a quién deseo meter en mi cama y cuándo. Y el momento no es ahora ni su compañía la acertada, así que le ruego que salga de mi habitación antes que la avergüence haciendo que los hombres de seguridad la saquen a rastras de esta estancia, esté vestida o no.
Tras estas palabras que dirigí a la oscuridad casi total de la estancia, sin saber dónde se hallaba en concreto mi inesperada visita, noté que un cuerpo evidentemente desnudo se apoyaba contra mi espalda. Y cuando unas sugerentes manos comenzaron a recorrer con sensualidad mi pecho por encima de mi camisa hasta llegar a mi corbata con la intención de desanudarla, yo las detuve atrapándolas con fuerza entre las mías, muy dispuesto a hacerle una última y fría advertencia antes de expulsarla del lugar.
Pero las duras palabras con las que pretendía alejar a esa desconocida enmudecieron en mis labios en cuanto ella me susurró algo al oído y pude reconocer su voz:
—No estoy desnuda... al menos, no del todo —susurró Paula, sorprendiéndome con su presencia en ese lugar.
Y cuando me volví para comprobar si realmente era ella, sin dejar de pronunciar su nombre una y otra vez de puro asombro, quedé gratamente sorprendido al observar cuál pretendía ella que fuese mi regalo.
—¿Ves? Llevo una pajarita... —murmuró Paula pícaramente, señalando la única prenda que vestía su desnudo cuerpo en medio de la penumbra.
—Sí, es cierto —convine con una ladina sonrisa mientras reconocía a quién pertenecía.
—La verdad es que no sabía qué regalarle a un hombre que lo tiene todo... — comenzó a explicarse tímidamente Paula, evitando mirarme, avergonzada, algo que, conociéndola como lo hacía, sin duda se trataba de una treta—. Entonces pensé en darte una sorpresa esperándote desnuda en tu cama, pero al parecer eso era algo que también tenías... —terminó acusadoramente, alzando su rostro hacia mí para mostrarme el enfado de sus salvajes ojos—. ¿Hay algo que tú no tengas, Pedro? —preguntó Paula, enojada, mientras intentaba alejarse de mí. Pero en ocasiones Paula era tan débil ante mis palabras como yo lo era frente a las suyas cuando me dejaba manejar.
—A ti —le susurré como respuesta, reteniendo fuertemente su cálida mano entre las mías, negándome a dejarla marchar.
Finalmente, mi dulce Paula cedió ante mi ruego y, arrojándose sobre mí, me confesó al oído su rendición.
—Que conste que sólo lo hago porque hoy es tu cumpleaños y porque te he dejado sin uno de tus regalos.
—Entonces, ¿puedo disfrutar de mi nuevo regalo durante toda la noche? — musité dulcemente a su oído mientras la encandilaba con sutiles besos que descendían por su cuello.
—Sí... —gimió ella cuando mordí su hombro, sin apenas percatarse de mis palabras, para luego intentar corregir rápidamente su error—. ¡No! ¡Mierda, Pedro, siempre me confundes! —se quejó entre suspiros mientras la cogía en brazos. Y haciendo que enlazara sus piernas en torno a mi cuerpo, comencé a deleitarme con el sabor de sus hermosos senos mientras la conducía hasta mi cama.
—Pues entonces ya somos dos —declaré sin dudar, ya que mis palabras eran totalmente ciertas porque ella siempre me sorprendía y confundía por igual con todas sus acciones.
Cuando llegué a mi cama, la deposité suavemente sobre ella. Y mientras me deleitaba con su desnudo cuerpo, no pude evitar ser tan malo como ella siempre me reclamaba que fuera. Admirándola con una astuta sonrisa, acerqué una de las sillas de la suite hasta los pies de la cama, y sentándome en ella, esperé a que Paula y su fogoso temperamento saltaran antes de hacerle mi indecente proposición. Pero, después de todo, era mi cumpleaños y la misma Paula se había autodesignado como mi regalo, así que… ¡qué menos que disfrutar de ella!
—¿Qué haces? —preguntó Paula con extrañeza al ver que yo no la acompañaba en la cama. Se incorporó tratando de ocultar su vergüenza evitando mi mirada a la vez que intentaba tapar su desnudez frente a mis ojos.
Paula cruzó uno de sus brazos sobre su pecho procurando esconder con su otra mano el femenino vértice de su entrepierna. Yo sonreí, encontrando más atractiva esa timidez que sólo mostraba ante mí en algunos momentos. Y disfrutando de ella, guardé silencio ante su pregunta, hasta que sus decididos ojos olvidaron su recato y buscaron firmemente mi mirada.
—¿Se puede saber qué estás haciendo en esa silla, Pedro?
—Disfrutar de mi regalo —contesté, permaneciendo en mi lugar.
—¿Es que no piensas acompañarme? —me interrogó Paula, desafiante. Y al ver que yo no me movía, no pudo evitar provocarme dejando su timidez a un lado, que realmente era muy impropia de ella, y se estiró con sensualidad en la cama a la vez que pronunciaba mi nombre con la intención de que corriera hacia ella, aunque en esos instantes eso no formara parte de mis planes.
Mis manos apretaron fuertemente el reposabrazos de esa lujosa silla para resistir mis ganas de unirme a ella. Entonces acabé súbitamente con sus insinuaciones cuando le propuse la idea de ese escandaloso juego que había pasado por mi mente.
—Me has dicho que eres mi regalo, ¿verdad? —comencé, haciendo que ella volviera a incorporarse en la cama sin saber qué esperar de mí ese día en el que yo me mostraba más perverso que nunca.
—Sí.
—Entonces quiero ver cómo le das placer a tu cuerpo y disfrutas de un orgasmo mientras piensas en mí, en cómo mis dedos van a acariciarte, en qué manera van a besarte mis labios y a lamerte mi lengua, de arriba abajo, y cómo mi polla va a penetrarte sin descanso…, pero eso sólo ocurrirá cuando tú hayas hecho lo que yo te he pedido.
—Cuando te dije que hoy era tu regalo no me refería a que pudieras exigirme lo que te diera la gana. Ya sabes lo poco que me gustan las órdenes y el acatarlas —se quejó Paula, mirándome bastante molesta con mi proposición.
—Sólo te estaba proponiendo un juego, como los que tú misma me has planteado en más de una ocasión a través de la webcam del ordenador o del teléfono.
—¡Eso era muy distinto! —gritó Paula, furiosa, pero también avergonzada, ya que su hermoso rostro se sonrojó intensamente.
—¿Por qué? —pregunté, interesado en su respuesta. Y sin poder evitarlo, me levanté de mi silla y me acerqué a ella buscando esos ojos que me evitaban.
Tras coger su rostro con una de mis manos, su esquiva mirada que en un principio parecía tímida no tardó en enfrentarse a mí.
—Porque tú no estabas allí... —respondió Paula, insinuándome con ello que esos juegos con los que siempre me había tentado hasta que fue mía sólo eran un aliciente para que yo acudiera a su lado.
—Pero ahora sí estoy aquí, y quiero verte —repliqué, decidido a hacerle saber que, aunque ella no estuviera a mi lado, allí adonde fuera, su imagen siempre me acompañaba.
—¡Pero mira que eres odioso! —exclamó Paula, harta. Y tras darme un rápido beso de rendición, me señaló mi lugar: la silla desde la que había decidido jugar con ella—. No puedes moverte de la silla hasta que yo te lo diga. Y te quiero ver igual de desnudo que yo —reclamó, aportando sus propias reglas a nuestro juego.
Mientras me desnudaba, ella me contempló desde la cama con una sonrisa.
De su boca se escapaba algún que otro suspiro de deleite que intentaba disimular mordiéndose nerviosa el labio inferior, aunque su desnudo cuerpo, cuyos pezones comenzaban a alzarse excitados, o la manera inquieta en la que se removía sobre la cama, revelaban su excitación. Por mi parte, yo no pude hacer demasiado por ocultar cuánto la deseaba, ya que mi erecto miembro era una prueba evidente de ello.
—¿Quieres que te ponga música? —preguntó con sorna desde la cama, recordándome nuestro vergonzoso reencuentro. Seguramente estaba un poco molesta al ver cómo sonreía lleno de entusiasmo ante mi regalo.
Tras sentarme en la silla, mis ojos no se apartaron de ella y de su gloriosa desnudez. Y viendo que sus indecisas manos no sabían cómo continuar, me decidí a darle esas órdenes que Paula tanto detestaba. Ella, para mi sorpresa, siguió cada una de ellas mientras yo me preguntaba si se debía a que había empezado a gustarle ese juego o sólo porque estaba cumpliendo con su palabra después de haberse señalado a sí misma como mi regalo de cumpleaños.
—Acaricia suavemente tu cuello con las yemas de tus dedos y mientras cierras tus ojos piensa que son mis manos las que te tocan. Desciende poco a poco por tu piel hasta llegar a tus senos, y entonces apriétalos y acarícialos... Estimula tus pezones con leves roces, luego pellízcalos y juega con ellos hasta que te humedezcas de deseo...
Paula seguía mis instrucciones al pie de la letra, y yo me excitaba cada vez más mientras era testigo de cómo se deslizaban esas delicadas manos por su cuerpo buscando un placer que desconocía que podía darse. Sin poder evitarlo, cogí fuertemente mi duro pene con una de mis manos, y a la vez que escuchaba unos gemidos que me llamaban, comencé a masturbarme, gimiendo de placer junto a ella.
—Desliza una de tus manos lentamente hacia abajo, hasta llegar al sedoso triángulo que hay entre tus piernas…
Paula se movió dubitativamente sobre su cuerpo. No obstante, todavía se negaba a rendirse ante mis palabras, ya que sus piernas permanecían cerradas, impidiéndome contemplar toda su excitación.
—Abre tus piernas, Paula, muéstrame tu deseo, y mientras lo haces, acaríciate...
Paula dudó durante unos instantes si proseguir con nuestro juego cuando sus manos vacilaron, pero yo decidí confesar el motivo por el que le pedía todo eso y ella se rindió a mi petición, como yo hacía constantemente con las suyas, fueran o no razonables.
—Paula, lo necesito… Necesito guardar esta imagen en mi mente para que me acompañe cuando estemos separados, para que cuando yo ceda a esas tentadoras proposiciones que me haces por teléfono pueda recordarte como estás ahora.
Paula abrió sus piernas lentamente y comenzó a descender una de sus manos por su húmedo sexo mientras la otra permanecía sobre sus excitados pezones, jugando con ellos.
Los movimientos de sus dedos cada vez eran más rápidos, ella gemía y se retorcía sobre la cama mientras sus caderas se alzaban buscando más.
—Introduce uno de tus dedos lentamente en tu interior. Luego, sal despacito para acariciarte y vuelve a entrar como si yo te penetrara.
Paula lo hizo y me miró con asombro, ya que su placer aumentó llevándola muy cerca del éxtasis.
—Introduce otro de tus dedos y muévelos más rápido —pedí, logrando que sus gritos se intensificaran, que sus caderas se alzaran cada vez más y que su cuerpo reclamara un alivio que necesitaba alcanzar.
Pero ella sólo llegó al orgasmo cuando yo le grité una última orden:
—¡Paula, mírame! ¡Estoy aquí! —exclamé, haciendo que abriera los ojos para enfrentarse al abierto deseo de mi mirada. Y fue entonces cuando ella se convulsionó sobre las sábanas de seda y llegó al clímax con mi nombre en sus labios.
Cuando se derrumbó sobre la cama yo continué admirándola desde la silla mientras una de mis manos no cesaba de moverse de arriba abajo, apretando fuertemente mi pene, al tiempo que con la otra me agarraba fuertemente al reposabrazos de la silla, decidido a cumplir mi promesa de no moverme hasta que ella me lo pidiera.
—Pedro, ¿qué haces? ¿Por qué no vienes a la cama? —me preguntó Paula con una ladina sonrisa mientras se adentraba entre mis sábanas y se acomodaba en ellas.
—Porque tú no me lo has pedido —respondí, recordándole las normas que ella había impuesto en nuestro juego antes de decidirse a participar.
—¿Ves como a pesar de todo sigues siendo un niño bueno? —me dijo, tan provocadora como siempre, consiguiendo con ello que finalmente dejara de retener mi deseo por ella y me decidiera a disfrutar de ese regalo que había hallado en mi habitación tan inesperadamente.
Así, levantándome de la silla, me dirigí hacia la cama, me puse un condón que recogí de mis olvidados pantalones y tras apartar las sábanas de un tirón, cogí a Paula de los tobillos y la arrastré hasta los pies de la cama, provocando su risa a causa de mi impulsivo comportamiento.
Pero eso fue sólo hasta que me alcé sobre su cuerpo y me adentré en su húmedo y apretado interior de una profunda embestida, haciendo que su sensible cuerpo comenzara a desearme de nuevo. Como le había prometido, mis manos acariciaron su piel, mis labios la besaron y mi lengua degustó su sabor deleitándose sobre todo en esos sonrojados pezones que tanto me habían atraído desde la distancia.
Tras lograr que a sus labios volvieran a acudir algunos gemidos de placer, mordisqueé sus erectos pezones al recordar cómo se había burlado de mí hacía unos momentos. Después intensifiqué el ritmo de mis envites, reclamando que sus piernas me rodearan. Y adentrándome cada vez más profundamente en ella, la hice mía mientras gritaba su nombre.
Paula gritó el mío, y a la vez que clavaba sus uñas profundamente en mi espalda, ambos nos dejamos arrastrar por la pasión hacia un arrollador orgasmo que nos llevó al fin de nuestro juego.
Tras acurrucarnos en la cama, nuestras manos permanecieron unidas como cuando éramos niños y nuestros ojos no pudieron dejar de buscarse.
—Me ha gustado mucho tu regalo, Paula —confesé con una pícara sonrisa —. Que seas mía por un día es algo que no tiene precio —declaré, burlándome un poco de ella. Pero como siempre hacía Paula, me dejó sin palabras con su respuesta una vez más.
—Yo sólo me pertenezco a mí misma, Pedro, pero puede que algún día le dé a alguien mi corazón —dijo, recordándome que aún no era merecedor de ese «te quiero» que tanto se resistía a darme.
—Algún día... —murmuré, atrayéndola hacia mis brazos para silenciar sus protestas sobre mis razones por las que todavía debíamos continuar manteniendo las distancias, a pesar de que nuestros corazones hubieran prescindido de ellas desde el principio.
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