jueves, 24 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 27

 


Tres años después


Estaba desesperado por salir de esa reunión en la que se agolpaban los directivos de la empresa de mi abuelo, aburriéndome con su charla. En otra ocasión mi mente prestaría más atención a sus palabras, ya que a pesar de encontrarme todavía en el segundo año de empresariales planeaba montar mi propio negocio cuando finalizara la universidad, y todo lo que oía me servía para adquirir experiencia en este mundillo y para guiarme en el futuro. Pero ese día tenía una cita ineludible por la que había esperado durante más de tres años y a la que de ninguna manera podía faltar.


Desde mi llegada a la lujosa mansión de mi abuelo hacía ya tres años había estado tan solo como Paula había pronosticado que me hallaría en cuanto me alejara de ella. Mi abuelo se mostró desde el principio tan frío como yo había imaginado cuando por fin lo conocí. En aquel momento no vi ante mí a un familiar, sino a un hombre de negocios de unos sesenta años.


Con su rígido porte enfundado en un caro traje, sus perfectos cabellos canos, ninguno fuera de su lugar, y sus gélidos ojos negros tan parecidos a los míos, deduje tras una sola mirada que no sabía qué hacer conmigo. A partir de ese día, sus muestras de cariño se limitaron a leves movimientos de cabeza que aprobaban o desaprobaban mi comportamiento. Si mis actos eran adecuados, según su opinión, a la mañana siguiente eran premiados con ostentosos regalos; si, por el contrario, no eran de su agrado, mis horas de tutoría en casa aumentaban y mi tiempo libre se reducía.


Con el paso de los días en esa mansión me di cuenta de que la jaula que me rodeaba solamente había cambiado de tamaño y se había vuelto más suntuosa.


Me sentía un prisionero, un pájaro con las alas rotas que deseaba volar, y ahora que Paula no estaba a mi lado, sentía que la soledad me asfixiaba y que necesitaba huir y escaparme bien lejos para llegar junto a esa niña que siempre me había apoyado y enseñado a reír y que ahora se habría convertido en una hermosa mujer muy lejos de mí.


Para mí, el primer año que pasé en esa casa fue como volver a la vacía vida que conocía antes de encontrarme con Paula. Viví en esa residencia como si fuera un extraño, una persona que solamente estaba de paso en una de las pomposas habitaciones de la mansión hasta que mi abuelo y su estricta mirada decidieran deshacerme de mí. Por suerte, mi abuelo no tardó mucho en enviarme a una cara universidad lejos de su frío hogar, donde pudiera cumplir sus expectativas llegando a ser el hombre que él esperaba.


Me sentí más libre en la austera habitación de la universidad que compartía con un desconocido que junto a mi familia; pero es que, para mí, el concepto de «familia» siempre había significado «soledad».


A pesar de que mi vida estuviera programada al milímetro con unos horarios estrictos que apenas me dejaban respirar, junto con los objetivos tal vez demasiado altos que me impuse para conseguir triunfar en la vida, en esos días recuperé la sonrisa porque mis llamadas y mis correos no estaban tan estrictamente vigilados como en esa vieja mansión y al fin pude comunicarme con la única persona que siempre había llevado la alegría a mi solitario mundo.


Conversar con Paula me suponía al mismo tiempo un placer y una tortura, porque mientras sentía que cada vez que hablábamos nos acercábamos un poco, también quería hacer lo que no me permitía la distancia, como abrazarla, besarla, acariciarla o decenas de pecaminosas acciones a través de la pantalla de un ordenador o de un teléfono, a lo que me negaba por más que me lo hubiera propuesto en alguna ocasión mi escandalosa amiga.


Estuve tres años planeando cómo salir de la universidad con una excusa plausible que me permitiera eludir la rigurosa vigilancia de mi familia durante un tiempo, y justo cuando se cumplía el plazo de tres años que nos habíamos concedido para volver a encontrarnos y ya comenzaba yo a pensar en qué terrible enfermedad debía de inventarme para escapar de mi encierro, mi abuelo me puso en bandeja la excusa perfecta al requerir mi presencia para una de sus importantes reuniones.


Y allí estaba yo, un chaval de tan sólo veinte años, con mi serio y regio porte enfundado en un caro traje mirando repetitivamente el reloj con la única idea en mente de salir corriendo de esa reunión hacia los brazos de la chica que me esperaba.


Pero por lo visto, mis planes no le importaban a nadie y mucho menos a mi abuelo, que no hacía otra cosa que observarme con su penetrante mirada.


—Creía que aprovecharías la oportunidad que se te brinda al permitirte estar presente en esta reunión, Pedro —me reprendió mi abuelo, imponiendo silencio en la sala ejecutiva con el simple gesto de una de sus firmes manos—. ¿Se puede saber qué es eso tan urgente que tienes que hacer para que ignores las discusiones acerca de los importantes asuntos que tenemos sobre la mesa y que te lleva a estar mirando continuamente tu reloj?


Mi abuelo, como siempre, creía que todos bailábamos bajo el son que él dictaba y que nadie discutiría jamás sus órdenes, ya que yo lo había malacostumbrado haciendo siempre caso de sus mandatos. Pero cuando se trataba de Paula yo no podía evitar rebelarme como ella me enseñó.


—Lo siento mucho abuelo, pero es que tengo una cita ineludible —respondí, provocando que todos los ejecutivos cuchichearan, asombrados ante mi osadía.


—¿Y esa cita es más importante que esta reunión en la que se proyecta un posible negocio de cientos de miles de dólares? —preguntó sarcástico, esperando mi negativa. Pero, definitivamente, él no conocía a Paula ni las locuras a las que podía llevarla su impaciencia.


—Sí —admití, aguantando su desafiante mirada.


—Pues lo siento por ti, muchacho, porque ninguno de los aquí reunidos tiene permitida la salida de estas oficinas hasta que este proyecto esté cerrado.


Y tras sus palabras, como si pretendiera darme una lección, esa reunión que normalmente hubiera durado un par de horas siguió y siguió, convirtiéndose en una locura donde, guiados por el estrés y el cansancio, ninguno de los asistentes parecía ponerse de acuerdo en sus ideas.


Cuando trajeron una nueva tanda de platos a la oficina para la cena, contemplé mi reloj y suspiré, resignado, sabiendo que por más que corriera ya no llegaría a mi cita. Pero yo aún no estaba preparado para rendirme, así que, tras quitarme la chaqueta, me subí las mangas de la camisa, aflojé mi rígida corbata y me dispuse a borrar la socarrona sonrisa de mi abuelo, que me miraba desde su aventajada posición en la cabecera de la mesa. Y, con la mayor celeridad posible, tomé el mando de la situación y fui despejando una a una las absurdas quejas que se interponían en mi camino para finalizar el planteamiento de ese proyecto, que era lo único que se interponía en esos instantes entre Paula y yo.


Cuando por fin dimos por resueltos todos los obstáculos y finalizamos con esa maldita reunión, los primeros rayos de sol de un nuevo día entraban por las ventanas de la sala de juntas. Entonces miré una vez más mi reloj, esta vez bastante furioso por no haber podido solucionarlo todo antes de lo esperado. Los hombres que rodeaban a mi abuelo me observaron con asombro, y mi abuelo, con una satisfecha sonrisa de superioridad en los labios, intentó reírse de mí.


—Por lo visto, vas a llegar tarde a esa cita.


—Sí, pero pienso asistir a ella, por más obstáculos que se interpongan en mi camino —advertí a mi abuelo mientras echaba mi chaqueta sobre uno de mis hombros y me dirigía hacia la salida.


—Y dime Pedro, ¿esa persona te estará esperando todavía? —se interesó mi abuelo, sin verle ningún sentido a que yo acudiera a mi cita.


—No —contesté con sinceridad, conociendo perfectamente cómo era Paula.


—Entonces, ¿para qué correr hacia un lugar en donde ya nadie te espera? — sonrió mi abuelo mientras negaba con su cabeza como si yo fuera un necio por la decisión que había tomado.


Pero me mantuve firme y le contesté con la verdad, ya que él era otro más de los miembros de mi familia que tal vez nunca me comprendería.


—Porque, le pese a quien le pese, siempre correré tras ella.


Y tras mis palabras no me quedé a ver la cara de asombro de mi abuelo o los cuchicheos que rodearon a mi confesión. Simplemente me subí al coche de la empresa y puse rumbo hacia donde sabía que ella me había esperado siempre, rogando porque a pesar de que hubiera roto nuestra promesa, Paula no cometiera ninguna imprudencia ni decidiera olvidarse de mí.




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