jueves, 24 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 54

 


Últimamente notaba a Pedro más distante y lejano y no sabía por qué.


Mientras que antes, cada vez que finalizaba el día se quejaba mil veces de su trabajo para después ponerse manos a la obra con el que realmente le apasionaba, comentándome entre rápidos bocados sus triunfos y decepciones; ahora todo lo que hacía iba acompañado de un frío silencio que me molestaba.


Su mirada no era tan cálida como la de antes, sus ojos en ocasiones se mostraban inexpresivos y, aunque lo tuviera a mi lado, sentía como si el Pedro que conocía poco a poco se fuera alejando y ante mí sólo quedara un desconocido.


Había vivido momentos similares cada vez que nos separábamos y nos volvíamos a encontrar pasado el tiempo, instantes en los que tenía que recordarle que, para mí, él no era un Alfonso, sino ese niño molesto y adorable que siempre me perseguía para que lo amara.


Pero en esta ocasión todo parecía distinto. Cuando yo quería hablar, él me esquivaba. Apenas se atrevía a mirarme a los ojos. Algo nos estaba separando y yo no sabía el qué, y ante eso no podía hacer nada. Me sentía impotente y en ocasiones pensaba que únicamente seguía a su lado, luchando por él, porque por las noches, en la oscuridad de la habitación, notaba cómo me amaba. Volvía a sentir los cálidos brazos de Pedro a mi alrededor, los amorosos besos del hombre que una vez me enamoró y que me dejaban sin aliento, así como las apasionadas caricias de un amante que nunca me permitiría marchar ni se alejaría de mí jamás.


Esa tarde, Pedro había entrado apresuradamente en nuestro piso y tras informarme de que tenía una importante reunión en el restaurante de un caro hotel, se cambió de ropa con celeridad para marcharse precipitadamente hacia esa ineludible cita.


Yo, una vez más, me sentí tremendamente sola. Y mientras me preguntaba por qué continuaba a su lado si cada segundo que pasaba junto a él mi corazón se rompía, vi que se había dejado olvidado el maletín de ejecutivo que siempre llevaba con él. Convencida de que en su interior tendría importantes documentos que probablemente necesitaría en su reunión de negocios, corrí hacia la calle dispuesta a alcanzarlo, pero ya era demasiado tarde para dar con Pedro, así que llamé a un taxi para que me llevara lo más rápido posible a la dirección que recordaba haberle oído decir.


Durante el trayecto llamé a Pedro por teléfono una decena de veces, pero como no había forma de contactar con él, seguí mi camino y una vez más corrí hacia él sin importarme nada, ni mis desaliñadas ropas ni mi desarreglado aspecto, porque siempre que intentaba llegar junto a él, Pedro ya había hecho la mitad del camino para estar a mi lado.


Pero en esta ocasión, para mi sorpresa, no fue así. En cuanto llegué a ese elegante hotel, no me permitieron pasar de la puerta y tuve que insistir mucho hasta que al fin me comunicaron que Pedro todavía no había llegado. Negándome rotundamente a entregarle ese maletín a otra persona que no fuera él mismo, esperé en la acera, el único lugar del que nadie podía echarme. Cuando comenzó a llover apenas me inmuté y seguí allí, bajo el agua, protegiendo esos papeles con mi abrigo, sin hacer ningún caso de los cuchicheos o las escrutadoras miradas de las elegantes personas que me desdeñaban mientras pasaban a mi alrededor, porque yo no estaba esperándolos a ellos y poco me importaba lo que éstos pudieran pensar de mí.


Cuando un lujoso coche paró cerca de mí, salpicándome de barro de arriba abajo, lo maldije una y mil veces. Y en el instante en el que vi quién salía de él no pude evitar dirigir todo mi odio hacia ella: la maldita bruja que siempre intentaba separarnos, toda vestida de blanco. Se bajó de su coche y me dirigió una maliciosa sonrisa, sin duda pensando que ésa era una merecida venganza por las veces que yo la había manchado de barro en el pasado.


Tal vez creyó que yo me avergonzaría por mi aspecto, pero no me conocía bien: me limpié el barro de las manos en los vaqueros y el de mi sucio rostro sobre la camiseta antes de devolverle la sonrisa, haciendo que su satisfacción por humillarme abandonara su rostro dando paso a un gesto de desdén, ya que, sin inmutarme, seguí esperando, porque yo no había hecho nada por lo que debiera sentirme avergonzada.


Pero unos segundos después, toda la fuerza y la decisión que tenía me abandonaron por completo cuando observé que del siguiente coche que había parado delante de mí se bajaba Pedro. Pero no el Pedro que yo conocía, el hombre que siempre me recibía con los brazos abiertos y una sonrisa, sino otro muy distinto que no había visto hasta ahora.


Él no se percató de mi presencia mientras ayudaba a una atractiva joven ataviada con un elegante vestido rojo a salir del vehículo, y por supuesto hizo gala de sus modales ofreciéndole diligentemente su mano para guiarla hacia el interior del hotel. Detrás de Pedro, dos hombres mayores próximos a la edad de mi abuelo bajaron del mismo coche siguiendo de cerca los pasos de la pareja.


Ante la mirada de superioridad de la bruja y la sonrisa con la que me retaba a acercarme a su hijo, yo simplemente acepté su desafío y me dirigí hacia él. Vi cómo Pedro desviaba su mirada de la mía cuando nuestros ojos se encontraron, y entre decepcionada y furiosa, me interpuse en su camino para que no pudiera ignorarme.


—¡Aquí tienes tus importantes papeles de negocios! —anuncié, sabiendo que esa cena estaba muy lejos de ser ese tipo de reuniones.


Él me miró fríamente, y sin disculparse ni alejarse de la mujer que lo acompañaba o de darme alguna explicación, recorrió mi aspecto con desaprobación y simplemente me dijo:

—Paula, vete a casa. No los necesito.


Cuando escuché esas palabras fue como si algo se quebrara en mi interior, las esperanzas que tenía hacia ese hombre poco a poco se fueron apagando.


Pedro, ¿quién es esta mujer? —preguntó la elegante chica que Pedro tenía a su lado, con un tono claramente despectivo.


Y mientras decenas de miradas o cuchicheos no habían conseguido hacer mella en mí, las simples palabras del hombre que más me importaba lo hicieron en un instante.


—Nadie importante —respondió Pedro, rompiéndome el corazón.


Luego, sin volverse, siguió su camino. Mis lágrimas quedaron disimuladas entre las gotas de agua que caían sobre mí, hasta que alguien se dignó a tenderme un pañuelo y un paraguas. 


Sorprendentemente, era la madre de Pedrode quien yo siempre había sospechado que sería la responsable de nuestra separación, si es que ésta ocurría alguna vez. Pero al final, la realidad era que él mismo se había encargado de ello.


—¿Comprendes ahora por qué nunca podrás estar a su lado? Él se parece demasiado a su abuelo, un hombre al que quiere alcanzar a toda costa. Nunca tendrá suficiente, siempre deberá trabajar más y más para conseguir más: más dinero, más poder, más renombre... Después de todo, es un Alfonso.


—Es un camino muy solitario el que ha escogido, y a Pedro nunca le ha gustado estar solo —le recordé a esa bruja, que sólo ahora parecía sentirse orgullosa de su hijo.


—Pero este Pedro no es el mismo que tú conocías.


—No, pero aún tengo esperanzas de que ese chico vuelva a aparecer —dije. Y devolviéndole la traviesa sonrisa que siempre la había molestado, me alejé de allí hacia casa, sin saber si debería cerrar finalmente mi ventana al hombre que esa noche había ignorado mi corazón.




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