—¡Bueno, mis narices! —exclamé disgustada mientras esperaba con impaciencia el momento para confirmar si Pedro era el culpable de la mala suerte que últimamente me precedía en todo lo relacionado con los chicos en los que me sentía interesada.
Primero fue Brian, víctima de una inoportuna indigestión el día de San Valentín justo cuando había planeado confesarle que me gustaba; después Andres, con su desafortunado incidente por el que se quedó encerrado en los vestuarios sin que supiera cómo había llegado hasta allí, justo el día de nuestra primera cita, según me dijo más tarde. Después de eso se negó rotundamente a salir conmigo.
También estaban Claudio, David y Eric, unos chicos rebeldes que siempre me piropeaban. Hasta que de repente un día dejaron de hablarme y comenzaron a huir de mí por los pasillos...
Como resultado de todas estas adversidades, algunas malas lenguas comenzaron a propagar por el instituto el malvado rumor de que yo estaba maldita y que la desgracia recaería sobre cualquiera que pensara pedirme una cita.
Dado que estaba totalmente segura de quién había sido el incitador de esos rumores, y más aún cuando veía su sonrisa llena de satisfacción ante la destrucción de mi vida amorosa, pensé en hacerlo sudar un poco. Tal vez habría intentado pedir ayuda a mi imaginativa familia para llevar a cabo mi venganza, si no fuera porque ese niñito bueno los había encandilado a todos, incluso a mi padre, que se reía como un idiota cuando yo le relataba las dificultades por las que estaba pasando para encontrar novio. Luego, como remedio para mis problemas, mi padre no tenía mejor solución que mostrarme unos folletos de un internado femenino mientras me recordaba que allí no tendría ningún problema con los chicos… porque, como era evidente, allí no había ninguno.
Definitivamente, mi amigo de juegos de la infancia se había convertido en un gran problema para mí con el paso de los años.
Era cierto que Pedro, con su cuerpo atlético, tonificado por unas actividades extraescolares de las que yo no tenía noticia, con sus hermosos ojos negros y sus despeinados cabellos castaños, era un chico bastante atractivo. Y ahora mucho más, después de dejar de lado las remilgadas ropas que su madre le obligaba a llevar durante su infancia. En la actualidad, con sus vaqueros de marca y sus deportivas, ya no parecía tan pedante. Aunque de vez en cuando todavía lucía algún ñoño polo o un horrendo jersey digno de ser directamente incinerado.
Gracias al atractivo del Pedro adolescente, yo tenía que escuchar todo el rato esos tontos corritos de mis compañeras de clase, donde suspiraban por él. Algo que, por supuesto, yo nunca haría porque lo veía como un amigo y nada más.
Sin embargo, parecía que algunas de sus compañeras no pensaban lo mismo de nuestra relación y habían intentado dejarme claro que no les gustaba que yo estuviera tan cerca de Pedro por medio de algunas acciones intimidantes. El resultado de estas amenazas fue que ese grupo de pesadas se llevó una buena tunda de mi parte, sobre todo cuando me tocaron las narices al sugerirme que me alejara de Pedro.
Pese a todo, que yo hubiera espantado a todas esas babosas que iban detrás de Pedro no implicaba que él pudiera hacer lo mismo conmigo, y eso era algo que pensaba dejarle muy claro en cuanto le diera su merecido. Así pensaba yo, maliciosamente, mientras veía a mi amiga Elisa entrando en mi habitación para sacar de su mochila, con gran vergüenza, el indecente pedido que yo le había solicitado.
—¡Perfecto! Me han dicho que esta actriz tiene una voz muy parecida a la mía —manifesté triunfante, arrebatándoselo de las manos.
—Paulaa, espero que después de esto no tengas ninguna duda de que soy tu mejor amiga y de que me debes una… Como mi hermano se entere de que he cogido esto de su habitación me va a matar —se quejó Eliana, recordándome los lloriqueos con los que la había perseguido toda la semana para que me hiciera ese pequeño favor.
—¡No te preocupes, es por una buena causa! —declaré despreocupada mientras encendía mi ordenador portátil. Aunque, al parecer, Elisa consideró que le debía alguna explicación adicional respecto de mis acciones, ya que me arrebató el objeto que me había dado, y tras señalarme la sugerente imagen que lo acompañaba, me exigió:
—Cuéntame lo que está pasando, pero ya.
—Bueno, está bien… Verás, Elisa: creo que alguien me está espiando cada vez que me quedo en casa de mis abuelos desde hace algunas semanas —revelé en voz baja.
—¡¿Cómo?! Paula, estás paranoica... —repuso mi amiga, incrédula, hasta que levanté las elaboradas colchas de mi abuela, mostrándole el monitor de bebé que había debajo de la cama.
—¿Quién? ¿Cómo? ¿Por qué? —preguntó Elisa, escandalizada.
—Tengo mis sospechas —dije, recuperando «el objeto»—. Por eso necesito esto: ahora vamos a salir de dudas.
Tras mi anuncio inserté en mi portátil la película que me había traído, y dejándola en medio de una escena bastante peculiar, esperé a mi secuaz para ver si en esta ocasión había hecho bien su trabajo.
Mi hermano pequeño Ramiro, de nueve años, no tardó en aparecer por la puerta de mi habitación degustando una de las galletas que con total seguridad habría robado de la cocina. Y mirándome tan impertinentemente como solía, dijo:
—Ya he hecho lo que me pediste, así que quiero mi pago o me chivo a mamá —amenazó, sabiendo que si podía me escaquearía de pagarle.
—Primero dime exactamente qué les has dicho a Nicolás y a Pedro y dónde están ambos en estos momentos.
—Ahora mismo están encerrados en la habitación de Nicolás, y les he dicho lo que tú me encargaste que les dijera: les comenté que no hicieran ruido y que no te molestaran porque estabas estudiando para los exámenes con unos compañeros en tu habitación.
—Perfecto. ¿Y qué te respondieron ellos?
—A Nicolás no le importó nada, pero Pedro estuvo a punto de perseguirme para interrogarme. Por suerte, nuestro primo se lo llevó a rastras antes de que se moviera para alcanzarme. Pero mientras se iban, me divertí mucho comentándole lo guapos que eran algunos de tus compañeros.
—¡Ja, ja, ja! ¡Eres un diablillo! —exclamé complacida, removiendo sus cabellos alegremente al ver la maliciosa sonrisa que mostraba mi hermanito.
Luego me volví y saqué de mi escondite el escaso dinero de mi paga. Me dolía desprenderme de él, pero la verdad es que valía la pena hacerlo para poder llevar a cabo mi venganza.
—¿Ensalada de pepino en colegio femenino? —leyó Ramiro, muy interesado, mientras sostenía sorprendido la escandalosa carátula de la película porno que había traído mi amiga, algo que no dudé en arrebatarle de las manos, porque si mi madre se enterase de eso se desataría todo un infierno sobre mí.
—¡Humm! Creo que deberías duplicar el precio, hermanita, ya sabes: un extra para que mi excelente memoria falle y no recuerde ciertas cosas… —me extorsionó la maldita sabandija. Y finalmente, después de dejarnos sin un duro a mi amiga y a mí, Ramiro salió de la habitación.
—¡Al fin a solas! —manifesté con expectación hacia la escandalosa carátula que tenía entre mis manos—. Bueno, casi a solas —murmuré cuando mi amiga me recordó su presencia. A continuación, le puse las pilas al monitor de bebé, lo coloqué cerca de mi portátil y susurré antes de darle al play:
—¡Que comience el espectáculo!
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