Juan Lowell esperaba un tanto molesto a que su mujer terminara de guardar en su maleta aquello tan importante por lo que habían tenido que volverse a mitad del camino. Ni siquiera se atrevió a preguntar qué era, porque seguramente lo haría enfadar, y comenzar la celebración de su aniversario con una pelea no era la mejor idea.
Juan no se extrañó en absoluto de que su nieta hubiera decidido quedarse ese fin de semana en su casa a pesar de que ellos no estuvieran, ya que Pedro, su inseparable amigo, era una de las razones por las que Paula los visitaba tan a menudo. Pero sí le extrañó que no estuvieran sus padres con ellos, aunque seguramente, como tantas parejas casadas, estarían tomando un merecido descanso y no tardarían en llegar.
Juan comenzó a sospechar que algo había ocurrido en esa casa cuando vio a su revoltoso nieto Ramiro leyendo un libro con una actitud sospechosamente apacible, y terminó de confirmarlo en el instante en el que halló a Paula prestando gran atención a las lecciones que Pedro le daba, cuando lo más normal era que huyera de ellas como de la peste o que se quedara dormida a la mitad.
Sus observadores ojos detectaron que la puerta de la habitación de su nieta estaba rota, pero guardó silencio a la espera de que esos jóvenes se delataran, algo que no conseguiría por más que los presionara con su firme mirada o los acosara a preguntas.
Finalmente, cansado de esperar a su indecisa mujer, que aún no terminaba de decidir si se llevaba o no otra maldita maleta, salió al porche para disfrutar de una refrescante cerveza. Y mientras lo hacía, decidió dar un paseo por su jardín antes de introducirse otra vez en esa vieja lata de sardinas que era su coche para conducir durante horas.
Cuando sus pasos lo llevaron al viejo roble que había debajo de la ventana del cuarto que ahora era de su nieta, no pudo evitar recordar cuántas veces había escalado ese mismo árbol cuando era joven para intentar alcanzar a Sara. Y fue entonces cuando se sorprendió inmensamente ante el extraño fruto que éste había dado.
Conociendo a su alocada familia, casi ni se inmutó al ver que un chico inconsciente y enrollado en una vieja alfombra había sido colgado del roble. Tras observar la vestimenta de ese sujeto y recordar los rumores que circulaban por el pueblo, no albergó dudas de que se trataba del rival de Pedro, y conociendo lo bueno que era ese chico, se preguntó qué habría hecho ese individuo para acabar de esa manera. O peor: qué habría hecho a su nieta para que el apacible Pedro hubiera actuado de esa manera.
—Juan, no sé si deberíamos irnos; nuestros nietos se comportan de una forma muy extraña. Y he encontrado esto en la papelera —le dijo Sara en ese momento mientras le mostraba una camiseta desgarrada justo antes de percatarse del original adorno que sus nietos habían colocado en el árbol de su jardín—. Pero ¿qué coño es eso? —exclamó Sara, alarmada, preguntándose si ese chico seguía vivo.
—Creo que es uno de esos molestos parásitos que en ocasiones aparecen en el jardín, así que lo mejor es eliminarlo. Sara, ¿dónde está mi escopeta? —preguntó Juan, frunciendo el ceño tras sospechar lo que sus nietos le estaban ocultando.
—Por enésima vez, Juan, ¡tu escopeta está confiscada! —contestó Sara cruzándose de brazos—. Aunque las tijeras de podar son igual de efectivas si las diriges a las zonas adecuadas —añadió Sara después de observar una vez más la destrozada prenda que tenía en sus manos.
—¿Preguntamos o nos hacemos los locos? —interrogó Juan a su furiosa mujer cuando se terminó su cerveza.
—Nunca nos dirán lo que ha pasado a pesar de que lo sospechemos. Mejor nos quedamos en casa y vemos cómo salen de ésta ellos solitos.
—¡Ésa es mi Sara! —exclamó Juan, muy contento por el fin de ese tortuoso viaje que no deseaba en absoluto.
Y para que su mujer no sospechase el motivo real de su alegría, simplemente la besó tan apasionadamente como siempre hacía. Luego, ambos se adentraron en su casa simulando ante sus nietos que eran tan ilusos como ellos creían.
No hay comentarios:
Publicar un comentario