Desde el día en el que recibió el sobrenombre de «princesita en apuros», Pedro se propuso seguir las recomendaciones de los impetuosos miembros de la familia Lowell. Ya que nunca podría contar con sus padres para esas cuestiones, esos alocados hombres constituían realmente su único ejemplo a seguir en la vida para conseguir el corazón de la niña que tanto lo esquivaba.
Aunque sus pasos para tratar de convertirse en el hombre más fuerte, más listo y más poderoso eran muy complicados, él únicamente lo hacía para poder protegerse en un futuro, y no sólo a él, sino también a Paula, dejando finalmente atrás a ese niño bueno que le habían enseñado a ser y convertirse, poco a poco, en el chico malo que esa traviesa niña le exigía que fuese.
Sin apenas darse cuenta, Pedro acabó emulando a los tres individuos que lo aleccionaban, animado muy de cerca por el más rebelde de los Lowell. Se propuso ser tan persistente como Alan lo fue en algún momento para conseguir a su mujer; tan divertido como Daniel, a quien no le importaba hacer el ridículo por amor; y tan malicioso como Jose a la hora de espantar a todo el que osara acercarse a la chica que amaba. Y, por supuesto, tan rebelde como Juan Lowell cuando se encontraba que alguien de su familia le negaba que pudiera alcanzar algún día la meta que se había propuesto, que no era otra que conseguir el amor de Paula.
El resultado fue que Pedro, a los diecisiete años, acabó convirtiéndose en un chico muy malo. Aunque eso era algo que Paula se negaba a ver, tal vez porque Pedro no siempre le mostraba lo malicioso que podía llegar a ser cuando se lo proponía.
—Lo has vuelto a hacer, ¿verdad? —preguntó Nicolas a su amigo mientras disfrutaba de un almuerzo en la cafetería del instituto tras ver a uno de sus compañeros de clase alejándose rápidamente de Paula ante una de las amenazadoras miradas que Pedro le dedicó. A continuación, cuando Paula se volvió hacia ellos sin percatarse de lo que ocurría a su alrededor, Pedro sólo lucía una boba sonrisa que lo hacía parecer inofensivo.
—A mí que me registren... —contestó Pedro, encogiéndose de hombros sin volverse hacia su amigo, ya que estaba muy ocupado vigilando a los chicos que pretendían acercarse a Paula.
—¿Se puede saber cómo conseguiste que ese matón de tres al cuarto, en el que mi prima se había interesado, pusiera pies en polvorosa sin ni siquiera acercarte a él?
—Lo envenené con la repostería de tu madre —repuso insultantemente Pedro sin dejar de amenazar a otro joven que tenía la intención de aproximarse a Paula.
—Te daría una paliza por lo que has dicho si tus palabras no fueran ciertas... —suspiró Nicolas, recordando el mal sabor de esos dulces—. Pero venga, ¡dime cómo lo hiciste! —pidió Nicolas, decidido a conocer la estrategia que su amigo había llevado a cabo, para que cuando se desatara el caos no le pillara desprevenido.
—No, en serio: lo envenené con la repostería de tu madre. ¿Te acuerdas de las galletas que le hizo a tu padre por San Valentín? Pues él me dio la idea, y las galletas, dicho sea de paso. Lo único que tuve que hacer fue dejarlas caer en la taquilla de ese idiota, empaquetadas con un bonito envoltorio, e incluyendo una nota que se supone que era de Paula. La indigestión de una semana hizo el resto.
—Aún no me puedo creer que mi prima siga creyendo que eres un buen chico después de todos estos años, cuando es evidente que realmente eres muy retorcido.
—Y eso lo dice un chaval que hace llorar a sus tutores cada vez que deja caer la idea de que en un futuro se va a convertir en docente...
—Dejemos de lado mi futuro, si no te importa —repuso Nicolas—. ¿Qué piensas hacer tú el año que viene cuando te gradúes?
—La bruja sigue queriendo que me vaya a estudiar al extranjero, pero yo no lo tengo muy claro todavía —respondió Pedro, sin poder dejar de mirar a Paula con anhelo.
—Ella aún no puede seguirte, Pedro, y tú tienes mucho que aprender de la vida —declaró sabiamente Nicolas, acomodando sus gafas.
—¿Y si me la arrebatan mientras estoy fuera? —preguntó con preocupación un desalentado Pedro mientras veía cómo tres chicos planeaban acercarse a Paula, ya que no dejaban de señalarla y darse ánimos para entablar conversación con ella, algo que ignoraban que Pedro nunca permitiría.
—Seguro que se te ocurre algo para que eso no pase —dijo Nicolas; luego añadió con maldad, mientras veía como los chicos finalmente comenzaban su avance hacia su prima—: Y si no, siempre puedes acudir a esos tres que tú sabes para que te echen una mano.
—O a mi mejor amigo... —sugirió Pedro mientras miraba a Nicolas, sin perder de vista a los incautos que decidieron que era el mejor momento para abordar a Paula ahora que ella se alejaba hacia su clase.
—¡Ni sueñes con que voy a perseguir a mi prima mientras no estás, y mucho menos a espiarla! —se negó Nicolás firmemente mientras se disponía a volver a clase siguiendo los pasos del apresurado Pedro, que ya caminaba detrás de los chicos que pretendían acercarse a Paula—. Cambiando de tema, ¿cómo te van esas clases de defensa personal con mis tíos? —se interesó Nicolás mientras seguía a su amigo con la intención de evitar que éste se metiera en algún lío.
—¡Uf! ¡Ni lo menciones! Aún maldigo el día en el que tu padre me propuso comenzar esas lecciones. La única forma que tienen tus tíos de enseñarme es a golpes. Gracias a Dios que tu padre también me ayuda a entrenar.
—Si tanto te desagradan, ¿por qué sigues visitando a mis tíos para que te enseñen a defenderte? —preguntó Nicolás, sumamente interesado.
—Porque en ocasiones me enseñan cosas que pueden llegar a ser muy interesantes —respondió Pedro, poco antes de llevar a cabo una de esas malintencionadas acciones que lo caracterizaban desde que Paula había comenzado a llamar la atención de los chicos.
Sin alterarse en absoluto, Pedro cogió desprevenido a uno de los jóvenes que lo precedían, y presionó su arteria carótida durante cinco segundos con los dedos hasta dejarlo inconsciente. No tardó nada en aplicar la misma técnica a sus dos acompañantes para, a continuación, pasar por encima de ellos mientras seguía su camino.
—No sé ni para qué pregunto —comentó Nicolas, negando con la cabeza a la vez que pasaba por encima de los tipos inconscientes con la misma despreocupación que su amigo—. Sí, definitivamente eres igual de retorcido que todos ellos.
Pedro se rio de las palabras de su amigo, y sólo cuando Paula se volvió hacia él hizo desaparecer de su rostro esa pícara sonrisa para sustituirla por un gesto bobalicón.
—No me estarás siguiendo de nuevo, ¿verdad, Pedro? —inquirió Paula molesta, comenzando a sospechar que su amigo tenía algo que ver con el hecho de que últimamente todos los chicos la rehuyeran.
—Por supuesto que no, Paula, sólo caminaba hacia mi clase.
—¡Más te vale! Que no me entere yo de que tú estás detrás de la mala suerte que me persigue con los chicos, porque de lo contrario te vas a enterar.
—¿Quién? ¿Yo? —preguntó Pedro de manera inocente, intentando ocultar su perversa sonrisa de Paula, un gesto que siempre delataba sus malas acciones.
—No, tienes razón, un chico tan bueno como tú nunca sería capaz de espantar a nadie —sentenció Paula, luciendo en su rostro un gesto retador que lo animaba a demostrar lo contrario.
—Si me perdonas un momento… —se excusó Pedro. Y guardando silencio ante la provocación de Paula, le dio la espalda para volver sobre sus pasos.
Paula, dando por imposible a su amigo, se alejó hacia su clase mientras le pareció oír a su primo tratando de advertir a Pedro de que no era buena idea que se encargara de un chico inconsciente, y mucho menos de tres.
—¿A qué narices estarán jugando esos dos? —se preguntó Paula, preocupada. Pero tras reflexionar y recordar que era Pedro quien estaba implicado en ello, llegó a la conclusión de que sólo podía tratarse de alguna de esas buenas acciones de las que en ocasiones presumían los chicos tan buenos como él.
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