jueves, 24 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 30

 


—Lo siento, señores, pero no pueden entrar en nuestro local a no ser que sean mujeres o trabajen aquí —sentenció con contundencia un imponente y musculoso portero algo ligero de ropa, ya que sólo llevaba una llamativa pajarita roja y un pantalón de traje, mientras se interponía en mi camino.


Nicolas suspiró aliviado al ver que alguien nos prohibía la entrada a ese lugar, poniendo fin a mi búsqueda de Paula, pero después de lograr contactar con Elisa, una de las amigas que la acompañaba en esa locura, y de averiguar dónde se encontraba ella exactamente, no pensaba dejar escapar mi oportunidad con tanta facilidad. Así que, ante el asombro de Nicolas, declaré con decisión:

—Pero es que nosotros trabajamos aquí. De hecho, comenzamos esta noche.


—¿Ah, sí? —preguntó el suspicaz portero, alzando una de sus cejas inquisitivamente—. ¿Y cuáles son vuestros nombres?


Pedro y Nicolas.


—No, me refiero a vuestros nombres artísticos.


—¡Ah! Pues son… son… hummm —y, tras recordar cómo solía llamarme Paula de pequeño, así como la profesión a la que quería dedicarse Nicolas en un futuro, unos imaginativos apodos acudieron a mi mente—: Yo soy «El Policía Chico-Bueno» y él, «El Profesor Castigador».


—No he oído hablar de vosotros, pero parece que podríais tener futuro en esta empresa. Bueno, todo se decidirá después de esta noche —contestó el musculoso portero mientras nos recorría de arriba abajo con una mirada, algo que provocó que Nicolas me colocara delante de él.


Luego, diligentemente, el portero nos señaló la entrada trasera. Yo no me amilané en absoluto ante la idea de hacer el ridículo, aunque a Nicolas tuve que arrastrarlo para conseguir que entrara en ese local, y más aún cuando leyó algunos de los llamativos carteles que decoraban las paredes de ese negocio, que anunciaban cosas como: «Jueves, noche de chicas en el local de strippers The Golden Brothers» o «¡Señoritas: oferta de 2×1, tanto en copas como en chicos!».


Pedro, estás completamente chalado si piensas que voy a meterme en este sitio. Mi abuelo me ha explicado lo que ocurre en esas «noches de chicas» en las que las mujeres se desmelenan… ¡Por nada del mundo pienso pisar ese lugar! — manifestó Nicolas, negándose a dar un paso más a pesar de saber lo que estaba en juego para mí.


—Te prestaré el coche cada vez que quieras, Nicolas, y la tarjeta ilimitada de mi abuelo, y…


—No creas que todo lo puedes conseguir con el dinero, Pedro —dijo mi amigo, bastante molesto, mientras se cruzaba de brazos haciéndome ver que, aunque ésas eran las formas que mi familia me habían enseñado a lo largo de los años para conseguir lo que quería, tal vez no fueran las más adecuadas para pedir su ayuda.


—¡Nicolas, por favor! Voy a adentrarme en este local sólo para encontrarla e impedir que cometa una locura que nos aleje aún más. Tú sabes lo que siento por tu prima y cuánto me dolería perderla. Por favor, necesito tu ayuda, necesito que guardes mis espaldas y, como siempre has hecho, intervengas si cometo alguna equivocación con ella.


—¡Maldito manipulador de mierda! Te aprovechas de que soy blando de corazón y de que nunca he podido soportar tus lloros... ¡Está bien! Te ayudaré en esta locura. Pero que conste que no pienso hacer nada que sea vergonzoso — apuntó Nicolas mientras se dejaba arrastrar hacia el interior del local de striptease.


Y no albergué ninguna duda de que me maldijo en más de una ocasión cuando, después de llevarnos hasta los vestuarios para que nos cambiáramos de ropa, los responsables de ese lugar nos condujeron hacia un gran escenario en donde nos dejaron solos detrás de unas cortinas, antes de dar paso al espectáculo.


Ya estábamos planeando cómo huir de esa disparatada situación cuando, al asomarme disimuladamente para observar asustado a la multitud de féminas que se agolpaban impacientes al otro lado de esas cortinas, localicé a Paula. Al percatarme de que la guiaban hacia una sala para ofrecerle una actuación privada, me apresuré a salir corriendo tras ella.


—¡¿Adónde narices crees que vas dejándome solo frente a esa multitud de locas?! —chilló Nicolas, muy molesto a causa de mi abandono.


—¡Paula! —fue mi respuesta, reclamando su ayuda mientras no dejaba de observar cómo se alejaba ella cada vez más de mi vista.


—¡No sé ni para qué pregunto! ¡Anda, corre tras ella, que ya las entretengo yo! ¡Pero que te quede claro que ésta es la última vez que te ayudo con mi prima! —anunció, y tras apartar de golpe las cortinas, se adentró en ese delirante mar de estrógenos dándome vía libre para correr detrás de lo que más había añorado durante esos años.


No creía que mi amigo fuera capaz de conseguirme mucho tiempo antes de que nos echaran de ese lugar, pero cuando eché un vistazo al escenario observé con sorpresa cómo se pavoneaba Nicolas sobre él, mostrando esa sonrisa perversa y ese tono cínico que lo caracterizaba y que parecía encantar a la enfebrecida multitud. Y más aún cuando anunció ante todas:

—¡Señoritas! ¡Hoy estoy aquí para aleccionarlas!


Seguidamente, utilizó una regla que llevaba para darse un sonoro golpecito contra su otra mano. Y cuando preguntó quién sería la primera voluntaria para ser castigada, el infierno se desató: las mujeres que se amontonaban junto al escenario se peleaban entre sí por llegar junto a mi amigo.


Los vigilantes, que ya me tenían echado el ojo, no dudaron en dejarme de lado para evitar que esas mujeres se mataran entre sí en su afán por rozar siquiera al lascivo profesor que las alentaba, con lo que yo al fin pude seguir los pasos de mi esquiva Paula.


Nicolas, ese pícaro rubio de ojos azules que era mi amigo, me sonrió con audacia desde el escenario, orgulloso por la distracción que había creado, y me señaló que el camino para llegar hasta Paula estaba despejado.


«Bueno, no tan despejado», pensé al ver a un hombre con aspecto de tipo peligroso ataviado con un disfraz de cuero y cadenas dirigiéndose hacia donde se encontraba Paula. Lo seguí hasta que me llevó a la sala privada donde Paula esperaba, y justo antes de que entrara en la estancia, con un simple toque de mis dedos en su vena carótida lo hice desvanecerse. Luego, lo encerré en el lavabo más cercano.


Dispuesto a aleccionar a mi traviesa Paula por no haberme esperado, me calé más la gorra de mi estúpido disfraz hasta que tuve bien oculto mi rostro. Y con una sonrisa igual de desvergonzada que la de mi amigo, me adentré en la habitación anunciándole a la cumpleañera:

—¡Tu chico bueno ha llegado!




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