jueves, 24 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 48

 


Una vez más, Pedro llegaba tarde a una de las citas que habían programado. En esta ocasión se trataba de una simple cena en el apartamento que compartían, un amplio y lujoso espacio dotado de todas las comodidades, últimas tecnologías y medidas de seguridad que se podían adquirir con dinero, una vivienda un tanto impersonal que, con sus muebles de diseño y caros adornos, Paula en ocasiones tenía miedo hasta de tocar.


El edificio en el que vivían parecía más bien un hotel que un complejo de apartamentos, pero como eran de lujo, Paula pensó que se trataba de algo habitual entre la gente de dinero y no protestó, aunque no se acostumbraba a que el portero, que parecía más un guardia de las fuerzas especiales que un simple empleado, le preguntara cada día en el hall a qué piso iba y buscara su nombre en el registro, algo que no solía hacer con las demás estiradas personas que vivían allí, como si esperara impacientemente el momento en el que ella no estuviera en esa lista para echarla a la calle.


Una vez en el ascensor, Paula tenía que introducir un código de diez dígitos y una tarjeta para llegar a su apartamento, y cuando las puertas se abrían, el frío e impersonal lujo era lo único que la recibía. Una amplia estancia, con una decoración minimalista donde se reducían los elementos al máximo y se preservaban los espacios vacíos era su nuevo hogar, si es que a ese lugar carente de cualquier adorno personal y de toda calidez podía llamarse hogar.


En un amplio rincón se encontraba la cocina con su barra americana de granito negro y cuatro taburetes blancos de un diseño un tanto extraño y realmente incómodo para cualquiera que quisiera sentarse en ellos. Por supuesto, como toda la casa, la cocina estaba equipada con los más modernos electrodomésticos, a pesar de que éstos apenas se usaran.


En la otra punta de esa habitación se hallaba una lujosa y enorme mesa de cristal rectangular de patas metálicas negras, rodeada por seis sillas blancas de elegante diseño. En medio de la estancia destacaba un amplio sofá de cuero negro junto a dos sillones que descansaban encima de una alfombra blanca que resaltaba su color. Una pequeña mesa auxiliar se encontraba entre ellos, con un jarrón lleno de piedras en vez de flores. Enfrente del sofá, un gran mueble guardaba en su interior una enorme televisión de plasma, un equipo de sonido de última generación y algún que otro juguete tecnológico más que Paula nunca utilizaba porque se accionaban con los botones de un mando que siempre perdía.


Las tres habitaciones que guardaban las restantes puertas de ese apartamento eran un lujoso dormitorio tan impersonal como todo lo demás, un elegante cuarto de baño con un jacuzzi y un despacho lleno de ordenadores donde Pedro solía encerrarse a trabajar.


La cena, que en esa ocasión se había enfriado a causa del nuevo retraso de Pedro, consistía en una simple pizza. Como Paula era nefasta en la cocina, la había comprado de camino a casa y recalentado en el horno para acabar comiéndosela ella sola, tras lo que decidió, como venganza, que le prepararía a Pedro algo incomible que le acarrease una buena indigestión.


Llevaba sólo unos pocos meses viviendo con ese hombre que creía conocer tan bien, pero ahora se daba cuenta de que no lo conocía en absoluto. En cuanto Paula llegó a la ciudad, Pedro la había sorprendido invitándola a quedarse con él en su suntuoso apartamento. Ella no dudó en aceptar esa descabellada propuesta, no por el lujo que inundaba cada centímetro de ese lugar, sino porque al fin podría estar junto a Pedro.


O eso al menos era lo que había pensado.


Tras encontrar un trabajo de media jornada que le permitiera pasar más tiempo junto a Pedro, Paula había acabado descubriendo por las malas que eso era algo que Pedro no hacía; ese hombre trabajaba sin descanso en la empresa de su abuelo para luego seguir trabajando en otro proyecto propio en cuanto llegaba a casa y ella, que siempre había estado rodeada de bulliciosas personas que no paraban de demostrarle cuánto la querían, se sentía cada vez más sola.


Después de apagar las velas que había colocado para crear un ambiente romántico, carbonizó una lasaña precocinada que dispuso en la gran mesa de cristal del comedor, acompañada por una dulce nota que hiciera que Pedro se sintiera aún más culpable y no pudiera resistirse a cumplir su penitencia comiéndose esa asquerosa masa negruzca. Paula opinaba que eso era lo menos que se merecía por faltar una vez más a una de sus promesas.


Harta de estar siempre esperando en esa fría casa a que Pedro volviera, Paula cogió su bolso y salió a dar una vuelta por la ciudad. Estuvo caminando sin rumbo durante horas, y cuando ya era muy tarde y se encontraba a punto de regresar a casa, sus ojos habituados a contemplar decenas de monótonos edificios se toparon con una pared blanca que la inspiraba a mostrar todo lo que su decepcionado corazón sentía en esos momentos. Se trataba de un firme muro que permanecía de pie en solitario, sin rastro de la vivienda de la que un día formó parte.


Para su desgracia, alguien estaba utilizando como su lienzo esa pared que, por hallarse un poco escondida, podía llegar a ser perfecta para la realización de alguna que otra gamberrada. Decidida a que ningún otro mancillara el lienzo que tanto la había inspirado, Paula observó detenidamente al individuo que la pintaba.


Ese hombre podría tener más o menos la misma edad que Pedro, vestía ropas negras y raídas que se camuflaban con las zonas más oscuras de ese callejón, llevaba los rubios cabellos parcialmente tapados debajo de un pañuelo rojo y varios pendientes en la oreja junto a unos llamativos tatuajes que lo señalaban como un tipo peligroso, sensación que aumentaba la mascarilla que tapaba su boca y su nariz. Pero eso era algo ante lo que Paula nunca se había amedrentado, así que, arrebatándole de golpe el espray de sus manos, se concentró únicamente en esa blanca pared y comenzó a dibujar una escena que llevaba grabada en su corazón.


El extraño, al contrario de lo que Paula pensó, no protestó por sus repentinas acciones, sino que se quedó junto a ella, admirando su trabajo. Sin decir una palabra, se paseaba de un lado a otro, observándola a ella y a la pared, una y otra vez, como si le gustara lo que estaba viendo. Pero a Paula nada le importaba cuando estaba concentrada en su creación, y sólo había una única cosa que podía hacer que ella abandonara su trabajo cuando le venía la inspiración.


—¡Mierda, la pasma! —gritó Paula al escuchar las sirenas de la policía. Y habituada a huir de ella, soltó el bote de pintura y corrió hacia la parte más oscura del callejón, en donde intentó trepar por una valla.


—¿Se puede saber qué haces? —inquirió el desconocido, mirándola seriamente mientras tiraba de su pie para que bajara de ese lugar y dejara de hacer el ridículo.


—¡¿Que qué hago?! ¡Pues huir antes de que me pillen y me detengan o me impongan una multa por dañar elementos públicos que no podré pagar!


—La policía no hará nada parecido porque esta pared es mía. Y ahora baja de ahí antes de que parezcamos aún más sospechosos y acaben deteniéndonos de verdad —la reprendió el hombre mientras se quitaba la mascarilla y dejaba ver un hermoso rostro y una amable sonrisa.


—Perdona, es la costumbre... —confesó Paula, bajando de la valla metálica a la que se había aferrado y estrechando la mano que le había ofrecido amablemente el desconocido.


—Soy Daniel Baker, un artista itinerante. Hace poco llegué a la ciudad y éste me pareció un lienzo ideal para plasmar una de mis creaciones. Aún no tengo demasiado claro qué dibujar, pero por lo que puedo ver, tú sí.


—Lo siento, no sabía que esta pared pertenecía a alguien... Bueno, sí suponía que pertenecía a alguien, pero creía que era de la ciudad o de algún ricachón que pronto la derribaría para construir algo en su lugar. No pensaba que una persona estaría tan loca como para comprarla sólo para pintar en ella y...


—Eres sincera, ¡eso me gusta! Es algo que no suelo ver demasiado desde que llegué aquí. Y ya que has mancillado mi blanca pared con tu obra, ¿podrías hacerme el favor de decirme tu nombre al menos?


—Soy Paula Chaves, también hace poco que llegué a esta ciudad, todo para correr detrás de un estúpido que no se lo merece.


—Y por lo que veo, estás muy cabreada... —opinó Daniel, señalando la violenta forma de utilizar una combinación única de blanco y negro en su dibujo.


—Más bien decepcionada. Pero sí, también algo furiosa.


—Me gusta tu dibujo —comentó Daniel, sorprendiendo a Paula mientras admiraba detenidamente esa pintura que apenas había comenzado a tomar forma —. Y tú también me gustas —añadió, dirigiéndole una pícara sonrisa a Paula —. Quizá pueda compartir mi pared contigo —concluyó mientras observaba cómo los trazos de sus dibujos se habían unido a los de ella cuando Paula le había arrebatado el espray.


—Ésta no será una nueva forma de ligar, ¿verdad? —preguntó suspicaz Paula mientras se cruzaba de brazos y dirigía a ese hombre una recelosa mirada.


—Si así fuera, te puedo asegurar que sería una muy cara… No te puedes ni imaginar cuánto me ha costado ese muro. Aunque claro, tampoco pienso decírtelo —comentó Daniel, riéndose a carcajadas de las ocurrencias de Paula —. Tú piénsatelo, y si quieres continuar con tu creación tan sólo tienes que venir a este lugar a esta misma hora. Tanto la pared como yo somos todo tuyos — anunció Daniel, guiñándole un ojo a Paula, que comenzaba a alejarse de él después de haber visto la hora que marcaba su reloj. Y antes de dejarla marchar, él no pudo evitar provocarla un poco—: ¿O es que no te atreves a venir porque no puedes resistirte a mí y a mis encantos?


—¿Qué encantos? —preguntó desdeñosamente Paula mientras echaba su negra melena por encima de su hombro y se alejaba de ese extraño hombre que, a pesar de que debería ofenderse por sus palabras, sólo se rio de ellas mientras le aseguraba que la estaría esperando, algo que halagó a Paula, pero que también la entristeció porque le hizo recordar que el hombre que deseaba que estuviera a su lado últimamente no estaba allí para ella.





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