—Bueno, chaval, ahora sólo tienes que acercarte a la barra y decir que vienes de parte de Mary. Luego será pan comido: sólo tendrás que cambiar alguno de tus caros juguetitos... —dijo Daniel señalando el reloj de diseño y los gemelos de oro de Pedro mientras proseguía con su explicación—... por una de sus motos, ¡y ya está! ¿A que es fácil? —acabó Daniel alegremente mientras golpeaba la espalda del joven vestido de Armani, que escuchaba con espanto sus palabras de aliento sin tenerlas todas consigo al verse obligado a entrar en un garito de rudos motoristas.
—Esto… ¿y quién es Mary? —preguntó Pedro, intentando aplazar al máximo posible el momento de adentrarse en ese local, en donde ya todas las miradas estaban fijas en él, sin transmitirle demasiada confianza en su misión de buscar hacer algún trato.
—¡Y yo qué sé! Es la contraseña que mi padre me dijo que debías decirle al dueño del bar para que te concediera un trato especial —contestó despreocupadamente Daniel, empujando a Pedro un poquito más.
Y cuando los pasos de Pedro comenzaron a resistirse de nuevo a continuar su camino hacia la barra para seguir con ese alocado plan que cada vez le parecía menos adecuado para alcanzar sus fines, la profunda y resuelta voz de Alan detrás de él lo motivó a seguir adelante con esa locura.
—¿Quieres cumplir esta lista, sí o no? —dijo Alan sacando una vez más ese papel de su bolsillo para mostrársela.
—Sólo por ella... —susurró Pedro una y otra vez mientras cogía aire y se mentalizaba antes de adentrarse entre la clientela de ese bar de moteros, decidido a seguir los consejos de esos hombres, aunque fueran un disparate. Después de todo, ¿qué podía pasar?
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