En mi propio despacho, un elegante espacio provisto de una refinada mesa de cristal donde tenía mi ordenador personal de última generación, con las paredes adornadas con hermosas fotografías de lugares que no tenía tiempo de visitar o ni siquiera de contemplar, me encargaba de los negocios de mi familia dirigiéndolos con total dedicación, pareciéndome cada vez más a mi abuelo.
Mientras me preguntaba una vez más por qué no tenía tiempo ni ganas de volverme hacia las acristaladas paredes que tenía a mi espalda mostrándome todo lo que había conseguido, me hundí debajo de una montaña de trabajo, a la vez que notaba que me faltaba algo, que dejaba algo atrás, y no alcanzaba a determinar el qué. Mis metas habían cambiado mucho a lo largo de los meses, tanto como yo mismo lo había hecho, y no sabía por qué razón no estaba contento con todo lo que había logrado o por qué todo ello únicamente me hacía sentir más solo.
Tenía mucho dinero, había alcanzado un gran poder y una posición privilegiada y envidiada por todos como el próximo sucesor de mi abuelo y, aun así, no era suficiente. Quería más, necesitaba más: más poder, más fama, más dinero, más mujeres que llenaran ese vacío que tenía mi corazón… Pero, para mi desgracia, ese vacío nunca se llenaba con nada.
Aflojando mi corbata, por un instante intenté dejar atrás al regio hombre de negocios que estaba destinado a ser, pero ya no podía. Las risas ya no me acompañaban cuando dejaba la oficina, los momentos de relax se me escapaban y yo simplemente abandonaba mi ostentoso y caro traje de negocios para ponerme otro en casa, donde seguía siendo el mismo serio y solitario hombre que vivía tan sólo para su trabajo.
Después de terminar de organizar otro nuevo proyecto financiero para mi abuelo, llegaría a casa para seguir con el de mi empresa secreta, que al fin podría comenzar a despegar. El nuevo software que habíamos diseñado para contribuir a la protección y encriptación de archivos sería muy útil, tanto para pequeños negocios que comenzaran a abrirse camino como para las grandes corporaciones que quisieran reforzar las medidas de seguridad en torno a su información más sensible.
Mis socios insistían en que ya podíamos salir al mercado, pero yo pensaba que todavía nos hacía falta un poco más de tiempo e influencias para conseguir despegar. A pesar de que ellos estaban seguros de que estábamos preparados para abrirnos paso en ese mundo tan competitivo y feroz, esperaban mi aprobación porque yo poseía mucha más experiencia que ellos. El fracaso no era una opción para nosotros, ya que nuestro capital inicial era escaso, y no podríamos recuperarnos si las cosas se torcían. Pero para ser sincero, la realidad de mi negativa era que en esos instantes no me importaba demasiado lo que pasara con mi empresa, ya que el impulso para crearla, la motivación para sacarla adelante, ya no estaba a mi lado.
Mientras revisaba las cartas de ese día, mis ojos se fijaron en el membrete de un caro bufete de abogados. Tras recordar que ninguna de las empresas del Grupo Alfonso trataba con él, la abrí y la leí. En la misiva me informaban de que me habían hecho dueño de una inusual obra de arte que, según me informaban, tendría un valor incalculable para mí.
Confundido ante semejante información, me dispuse a averiguar de qué trataba el asunto y anoté la dirección en la que se hallaba expuesta esa pintura.
Cuando mi secretaria me recordó a través de un mensaje en mi móvil la siguiente cena de negocios a la que tendría que acudir junto a mi abuelo, dejé de pensar en ese presente y supuse que mi pequeño respiro había finalizado, así que volví a ajustarme la corbata para reasumir mis obligaciones.
En el momento en que terminé de dar los últimos toques a mi informe ya era la hora de acudir a mi cita de negocios, así que me dirigí rápidamente a la dirección indicada.
Una vez llegué al caro restaurante de un elegante hotel, observé a mi abuelo esperando, solitario, a sus socios. Por primera vez percibí en su rostro algo extraño cuando nadie lo miraba, algo en lo que no había reparado con anterioridad: tristeza. También vi cómo enarbolaba una falsa sonrisa para saludar a los que se le acercaban hasta que éstos volvían a alejarse y él volvía a hundirse en su melancólico aislamiento.
—Demasiado solo… —susurré, recordando las palabras que siempre me decía una mujer a la que había comenzado a olvidar.
Sentándome junto a mi abuelo, intenté averiguar el motivo de su situación.
Pero una vez más, él desvió el tema hacia una conversación de la que yo no quería saber nada, simple y llanamente porque aún no estaba preparado.
—La hija de los Allister acudirá a esta cena, Pedro. Tal vez deberías conocerla un poco más a fondo: sus contactos nos vendrían muy bien y...
—Abuelo, ya hemos hablado de ese tema y no he cambiado de opinión: no pienso casarme con nadie para progresar en los negocios.
—¿Es que aún tienes la estúpida idea de hacerlo por amor? —me increpó, dirigiéndome una irónica sonrisa a la que yo no contesté—. Ahora que ya no tienes a esa molesta chica a tu lado podrías fijar tus metas en alguien un poco mejor y más digna de ti. No creo que sea tan complicado, después de todo, ella no era gran cosa, y...
—¿Qué es lo que te molestaba de Paula, abuelo? —pregunté, intentando saber por qué todos la consideraban tan inadecuada cuando para mí había sido perfecta.
Tras unos segundos de pausa, mi abuelo me sorprendió contestándome de forma sincera, permitiendo que viera una parte de él que jamás había visto:
—Me recordaba a una mujer que conocí en el pasado… Adela… —comenzó mi abuelo—. Era una mujer a la que cualquiera podría llegar a querer: divertida, despreocupada, siempre con una sonrisa en su rostro, y que despreciaba el dinero —continuó, recordando a esa persona con una leve sonrisa en su viejo rostro, una expresión realmente poco frecuente en él—. Pero también era una mujer sin contactos y sin ninguna intención de hacer lo que se esperaba que hiciera la consorte de un hombre de negocios y, por lo tanto, era inadecuada para mí si quería ascender en este mundo. Cuando mi padre me recordó mi deber, yo no dudé ni un segundo en apartarla de mi camino.
—¿Te arrepientes de ello? —pregunté con preocupación, viendo que mi abuelo pretendía que yo repitiera sus mismos pasos, tanto en los negocios como en la vida, algo para lo que tal vez yo no fuera el más adecuado.
Creí que la respuesta del estricto empresario que siempre me exigía más de lo que podía dar sería una rotunda negativa, pero él me ignoró y se quedó en silencio. En cambio, al ver que sus socios se dirigían hacia nuestra mesa, esquivó mi pregunta.
—Atendamos a nuestros invitados.
Tras ver la verdad que mi abuelo intentaba esconder, recordé lo que había perdido, lo que no había podido retener por necio, por insensato…, algo que tal vez ya sería demasiado tarde para recuperar. Y como siempre, mi familia ahondó un poco más en mis heridas cuando, una vez acabada la cena, me encontré con mi madre en ese suntuoso hotel, y mientras pasaba a mi lado, no pudo evitar regocijarse en una victoria que fue culpa mía.
—¡Y pensar que, después de todo lo que hice para separaros, serías tú quien acabaría alejándola de tu lado! Seguramente todo habría ocurrido más rápido si nunca me hubiera metido en vuestro camino; después de todo, hijo mío, tú siempre serás un Alfonso, y los Alfonso nunca tienen suficiente con lo que consiguen: siempre quieren más —dijo, mientras señalaba despectivamente a mi abuelo y a la decena de hombres que lo rodeaban, o a mi padre, que se hallaba en la barra del bar ocupado una vez más con sus coqueteos con una camarera.
Y mientras los observaba supe por qué nunca tenían bastante de nada y por qué yo comenzaba a ser igual que mis familiares: ellos no habían encontrado a la persona que los completara, o bien, la habían dejado marchar.
—No quiero ser como ellos… —manifesté, conociendo el solitario futuro que me esperaba si seguía sus pasos.
—¡No digas tonterías, Pedro! ¿Quién no quiere el poder, el lujo o el dinero? —repuso mi madre con esa calculadora mirada que la caracterizaba. Y, acordándome de las miles de veces que había reclamado cuando niño algo que no tenía nada que ver con lo que mi familia siempre valoraría, pronuncié el nombre de la única persona que siempre me había entregado su cariño sin importarle nada más, sin exigirme nada a cambio.
—Paula —susurré, viendo al fin con claridad lo que faltaba en mi vida. Y saliendo precipitadamente de ese lujoso hotel, me marché más dispuesto que nunca a recuperarla.
Por el camino, decidí contactar con ese amigo que siempre me señalaba lo idiota que era y marqué su número, esperando impacientemente su contestación para pedirle ayuda.
—Nicolás, te necesito —dije sin más en cuanto atendió mi llamada, algo que creo que le trajo algún que otro problema, ya que al teléfono contestó una mujer.
Después de un breve forcejeo y de una discusión, al fin escuché a mi amigo recriminándome mi idiotez.
—¿Qué? ¿Al fin has decidido dejar de hacer el gilipollas? —dijo Nicolás, furioso.
—Quiero recuperarla —supliqué, sabiendo que si él me trataba así era simplemente porque Paula había sufrido mucho por mi culpa.
—No te será nada fácil… —anunció Nicolás, haciéndose de rogar.
—Lo sé —contesté, recordando lo rencorosa que podía llegar a ser Paula.
Pero las siguientes palabras que pronunció mi amigo antes de colgarme me dejaron algo confuso y bastante intranquilo.
—Vamos para allá.
—¿Qué...? ¿Quién…? —pregunté al teléfono sin recibir respuesta alguna.
Totalmente confundido por las palabras de Nicolás, decidí dejar de lado esa cuestión por el momento para ocuparme de otro asunto que me inquietaba: la extraña carta que había llegado hasta mí esa mañana anunciándome un regalo sorprendente, por lo que fui a la dirección que especificaba la nota.
Cuando di la vuelta a la esquina, vi ante mí la respuesta que necesitaba para correr una vez más hacia Paula: en ese muro de la ciudad que siempre había intentado evitar, porque únicamente me traía malos recuerdos, contemplé la obra que Paula había finalizado antes de marcharse. En ella, un solitario oso de peluche descansaba sobre una cama. Al fondo de la habitación, a través de los cristales de una ventana, se veía a unos niños jugando en el jardín mientras eran observados con añoranza por el triste peluche, al que se le deslizaba una lágrima por el rostro.
Esa imagen me mostró el daño que le había hecho a Paula, pero también me dio esperanzas, porque la ventana de esa habitación, a pesar de no estar totalmente abierta, tampoco estaba cerrada del todo, señalándome que ella no había desistido aún de entregarme su amor, aunque yo ya no lo mereciera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario