El paseo nocturno de los dos alocados jóvenes por el tranquilo pueblo de Whiterlande habría pasado desapercibido de no haber sido por un desgraciado accidente que tuvieron con un conductor borracho.
Justo cuando daban la vuelta a la manzana y faltaba muy poco para que llegaran a sus casas, un conductor ebrio se cruzó en una glorieta, provocando un frenazo de Pedro que hizo que la moto derrapara y cayera al suelo. Por supuesto, Pedro, tan protector como siempre, había recibido todo el impacto de la caída protegiendo con su cuerpo a Paula.
El conductor se dio a la fuga y sólo los gritos desesperados de Paula junto a su amigo inconsciente alertaron a los vecinos del lugar, que se apresuraron a llamar a una ambulancia.
Nadie pudo impedir que Paula acompañara a Pedro en esa ambulancia, aunque en el hospital fueron duramente separados debido a la gravedad de las heridas de Pedro.
Paula se paseaba intranquila frente a la puerta de cirugía mientras sus leves rasguños eran atendidos por su sobreprotector tío Jose, que no paraba de seguirla y que, a pesar de tener razones para reprenderla, ni siquiera abrió la boca al darse cuenta de lo preocupada, asustada y culpable que se sentía su sobrina.
—¿Es que no vas a gritarme, a culparme, a regañarme o a castigarme? — preguntó Paula, furiosa consigo misma por las consecuencias de sus inconscientes acciones.
—¿Para qué, Paula? Eso ya lo estás haciendo muy bien tú sola —contestó Jose, sin dejar de ver las lágrimas que recorrían el rostro de la chica cada vez que miraba las puertas tras las que se encontraba su amigo.
—¡Dime que se salvará, tío Jose, dime que no le pasará nada! ¡Es Pedro! Pedro siempre está ahí para mí, siempre me ayuda, siempre me protege y nada le impide nunca volver a mi lado.
—Paula, cariño, Pedro sólo es humano —declaró Jose, sin querer dar falsas esperanzas a su sobrina mientras la consolaba con su abrazo.
—Es mi culpa, ¿verdad? Todo esto es culpa mía, yo…
—¡Pues claro que es culpa tuya, niñata! —gritó la histérica voz de Susana Alfonso, haciendo su aparición en ese momento, aumentando con sus palabras el sentimiento de culpabilidad de Paula—. ¡Si ese niño queda herido de alguna manera y no puede asumir el cargo que merece, será tu culpa! ¡Y ni que decir si se atreve a morirse, arrebatándome todo lo que me he esforzado en conseguir!
—¡¿Está escuchando sus propias palabras?! ¡Ni siquiera le importa si su hijo vive o muere, tan sólo le importa el dinero! ¡Es usted despreciable! —exclamó Paula, totalmente indignada, con la cabeza bien alta, negándose por completo a dejarse llevar por la culpa o el dolor cuando se enfrentaba a esa arpía.
—Sí, pero yo por lo menos no lo pongo en peligro, algo que, al parecer, tú haces con frecuencia —señaló despectivamente Susana.
—Éste no es lugar para peleas —intervino Jose, silenciando a la mujer con su autoridad como director del hospital con su fría e inquisitiva mirada.
Tras sus palabras, Susana guardó silencio y no tardó en marcharse airada de esa sala de espera, dispuesta a aguardar las noticias de la recuperación de su hijo en el bar más cercano.
Después de larguísimas horas de espera, Pedro fue enviado a una habitación de cuidados intensivos, donde se recuperaría lentamente de sus heridas.
La hemorragia interna había sido detenida a tiempo y la contusión en la cabeza quedó en una conmoción cerebral leve, ya que, afortunadamente, el casco había absorbido lo peor del impacto. Tenía un hombro dislocado, una de sus piernas había sufrido múltiples fracturas y sus costillas rotas habían estado a punto de perforar sus pulmones.
Aún inconsciente por la anestesia, fue trasladado a una estancia privada del hospital. Paula permaneció a su lado durante horas a la espera de que Pedro despertara, y mientras lo hacía, cogía una de sus manos entre las suyas como hacían desde niños y le susurraba todo lo que había pensado confesarle esa noche si ese coche no se hubiera cruzado en su camino.
—Te quiero, Pedro, a pesar de que nunca puedas llegar a ser un chico malo, no he podido evitar enamorarme del chico bueno que siempre está ahí para mí — tras esta confesión, Paula besó dulcemente los labios de Pedro. Un instante después oyó a su espalda una jocosa burla que hizo que su cuerpo se tensara al reconocer a quién pertenecía esa estridente y desagradable voz.
—Oooh, ¡qué bonito! —se burló Susana mientras aplaudía cínicamente—. Primero casi lo matas y luego te confiesas en su lecho de muerte… ¡Maravilloso! Ni sacado de una telenovela.
—¡Pedro no va a morirse! —replicó Paula, furiosa, enfrentándose a esa frívola mujer.
—Sí, gracias a Dios. Los médicos me han comunicado que dentro de poco estará bien siempre que guarde reposo. Algo que nunca hace cuando tú estás a su lado, lo que me lleva a pensar que voy a tener que deshacerme de ti.
—¡Inténtelo! —desafió Paula a Susana, decidida a no separarse nunca de Pedro.
—Tengo que admitir que siempre ha sido difícil apartarte del camino de mi hijo, hasta ahora, cuando tú misma me has concedido la oportunidad —anunció Susana con una maliciosa sonrisa. Y, tras mandar un mensaje con su teléfono móvil, un inmenso guardaespaldas apareció en la habitación de Pedro—. No tienes ni idea de lo que unos falsos lloros y súplicas a un hombre poderoso pueden lograr, sobre todo cuando éste teme perder al que puede convertirse en su sucesor. André, querido, muéstrale la salida a esta… niña, por favor —pidió Susana, sintiéndose superior mientras ocupaba el lugar que hasta entonces había mantenido Paula junto a su amigo.
Y, ante la furiosa mirada que Paula le dirigió, advirtiéndole que ése no sería el final de la historia, Susana se regodeó en su victoria recordándole las palabras que un día pronunció:
—Ya te dije que un día me lo llevaría a un lugar en donde no podrías alcanzarlo —se jactó Susana, aunque sus presuntuosas palabras cesaron cuando una maliciosa y rebelde sonrisa apareció en el rostro de Paula, quien antes de ser expulsada de la habitación, le declaró la guerra.
—¡Inténtelo si puede, bruja!
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