jueves, 24 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 39

 


Desde que Paula había vuelto a casa armando un gran alboroto, todo era paz y tranquilidad en el hogar de los Chaves: ningún nuevo chivatazo de Ramiro ante las trastadas de su hermana, ninguna protesta de Paula por, según ella, «su injusto castigo», ninguna amenaza de mudarse a otro Estado si no dejaban de imponerle sus normas en esa casa, ya que ahora era mayor de edad, nada de ásperas contestaciones hacia su madre cuando Eliana perseguía a Paula con decenas de papeles referentes a su futuro... En definitiva, demasiado silencio en una casa que siempre estaba llena de escandalosos Lowell o salvajes Chaves.


—Aquí pasa algo —concluyó Alan mientras se dirigía al porche con una de sus cervezas para esperar la habitual visita que sus fastidiosos cuñados siempre le hacían los fines de semana. Una visita que no se hizo de rogar.


—¡Que comience este día de chicos! —gritó Daniel, saliendo del coche de su hermano mientras llevaba una caja de cervezas y unos aperitivos poco saludables que su mujer siempre le escondía.


—Lo he traído con la ventanilla bajada para que de vez en cuando sacara la cabeza, pero ni con ésas he conseguido que se calmara —dijo maliciosamente Jose mientras acompañaba a su hermano al porche y se preguntaba por qué narices permanecía Alan sentado mirando al infinito en lugar de salir a recibirlos.


—Conozco esa cara: o está estreñido o está pensando sobre algo —bromeó Daniel mientras pasaba una mano frente a Alan para sacarlo de su ensimismamiento.


—¡Quita! —contestó Alan, dándole un manotazo a su amigo para apartar esa impertinente mano que lo molestaba.


—¿Qué ocurre, Alan? —preguntó Jose, sabiendo que, si su cuñado estaba reflexionando sobre algo, debía de ser importante.


—Ayer Paula y Ramiro me pidieron permiso para ir a casa de sus abuelos a pasar la noche, y yo se lo concedí.


—Sí, eso es algo que suelen hacer los niños que adoran a sus abuelos — comentó despreocupadamente Daniel, tomando un trago de su cerveza.


—¡Vaya! Nicolas me dijo que quería quedarse en casa de sus abuelos — anunció Jose, sumándose a las sospechas de su cuñado.


—Los dejé ir porque ambos se habían comportado bien durante toda la semana.


—¡Un justo premio por su buen comportamiento es lo mejor para adiestrarlos, sí señor! —dijo Daniel, sin caer en las sospechas que ya embargaban a Jose y a Alan.


—Ni un grito, ni una queja, ni una pelea… en toda una semana entera… — añadió Alan.


—Humm… Demasiado buenos para tratarse de ellos. Sin duda están tramando algo. Y Nicolas está implicado —opinó Jose, llegando a la misma conclusión que Alan.


—¡Venga ya! ¡Si sólo son unos niños! ¿Qué pueden hacer? —apuntó Daniel, calmándolos un poco al quitarle importancia a las trastadas de sus sobrinos—. Además, recordad cómo éramos nosotros a su edad... —añadió, haciendo que toda la intranquilidad volviera a ellos.


—¡Yo conduzco! —ofreció Jose mientras mostraba las llaves de su coche a un preocupado Alan que ya se precipitaba hacia él.


Después de llegar a casa de los Lowell en un tiempo récord, Jose y Alan bajaron apresuradamente del vehículo, y sin molestarse en saludar a sus mujeres, a los niños que revoloteaban por la casa o a Juan y a Sara, buscaron con la mirada a Paula y a Nicolas. Después de no hallarlos en la cocina ni en el jardín, subieron con decisión la escalera hasta los dormitorios que siempre ocupaban en ese hogar.


Jose se adentró en la que había sido su antigua habitación y no se dejó engañar ni por un segundo por las sábanas que ocultaban los bultos de la cama.


Cuando se deshizo de ellas con brusquedad vio ante él algo que lo hizo enfurecer, ya que Jose siempre había sido el pillo que engañaba y nunca el engañado… hasta ese momento.


—¿Qué coño es eso? — exclamó Daniel cuando vio un extraño muñeco que sólo tenía la cabeza y el torso, acompañado por algunos almohadones que simulaban las partes que faltaban: brazos y piernas.


—Te presento a Mir-03, el maniquí que tenemos en el hospital para las prácticas de maniobras de reanimación cardiopulmonar de los novatos que desapareció la semana pasada —anunció Jose, bastante furioso con la trastada de su hijo.


—Bueno, no es para tanto, hermano. Después de todo, es tu hijo y al igual que tú es bastante imaginativo a la hora de escaparse. No creo que nadie haya salido perjudicado por la desaparición de un simple muñeco de prácticas.


—Díselo a mis traumatizados futuros médicos cuando tuvieron que practicar durante horas la reanimación cardiopulmonar a la muñeca hinchable que había sido colocada en su lugar. Y ni te digo la pelea que tuve con Monica cuando vio que ésta era pelirroja y pensó que había sido idea mía.


Mientras Daniel se esforzaba en contener sus carcajadas, Jose lo apartó de su camino y se dirigió a la habitación donde se encontraba Alan intentando no asaltar la intimidad de su hija.


Desde la puerta, Alan observaba cómo alguien se removía inquieto en la cama de Paula. Dado que por encima de las sábanas asomaban unos rizos negros, aún no se había decidido a adentrarse en la habitación y susurraba el nombre de su hija con la esperanza de que se volviera hacia él.


—Puede que Paula no se haya marchado —dijo Alan, no muy seguro de sus palabras al ver que no recibía contestación.


—Nicolás lo ha hecho, así que no tengas ninguna duda de que Paula también se ha ido.


—Entonces, ¿quién narices está en esa cama? —preguntó Alan, confuso.


Y esa pregunta fue respondida cuando un estruendoso ronquido resonó en la silenciosa habitación.


—Yo sé a quién pertenece ese ronquido, estoy harto de oírlo todas las mañanas junto a mi oído —anunció Daniel, acercándose a la cama—. ¡Henry Lancelot Wilford III, sal ahora mismo de la cama si no quieres que te ponga a dieta! —ordenó tajantemente. Y tras apartar las sábanas, Jose y Alan se sintieron como idiotas al verse engañados por la picardía de sus hijos que, aunque intentaran negarlo, se parecían demasiado a ellos.


Henry, un basset hound que pertenecía a Daniel, los miraba cariñoso desde la cama poniéndoles ojitos mientras lucía presumidamente una peluca de rizos negros que alguien había colocado en su cabeza.


Daniel se sentía molesto porque sus sobrinos hubieran utilizado una vez más a uno de sus animales para poner en práctica sus trastadas, e intentaba quitarle la peluca al perro, pero Henry III respondió con un gruñido, ya que, al parecer, no le agradaba que alguien tratara de quitarle su preciada melena, aunque ésta fuera artificial.


—¿Qué diría tu padre? —reprendió un enfadado Daniel al chucho mientras recordaba el distinguido y altivo cánido de su mujer y lo comparaba con el revoltoso animal que se bajaba de la cama, moviendo con gracia su melena, preparándose para escapar de su dueño.


Mientras Daniel perseguía al molesto perro por toda la casa y Alan maldecía a su imaginativa hija a la vez que se preocupaba por lo que podía estar haciendo, Jose no perdió el tiempo y marcó el teléfono de su hijo para dejarle un mensaje en el buzón de voz.


—Nicolas, estás castigado. Y ni te imaginas las decenas de imaginativas formas de torturarte que pasarán por mi cabeza hasta que vuelvas, así que, yo que tú, me daría prisa en regresar.




No hay comentarios:

Publicar un comentario