Las apuestas en la pizarra de Zoe comenzaron a caldearse cuando Paula se fijó por despecho en un muchacho que había llegado al pueblo a inicios del curso.
Christian Brown, de tan sólo diecisiete años, fue arrastrado por sus padres hacia Whiterlande para alejarse de algún rumor inconveniente que lo perseguía y que sus familiares, con su dinero, habían conseguido ocultar muy bien.
Sus escandalosas ropas llenas de cadenas y su llamativo aspecto en el que destacaban decenas de piercings y algún que otro tatuaje, delataban que no era trigo limpio. No obstante, los amistosos habitantes de Whiterlande no se dejaron influenciar por su aspecto, así que lo que finalmente lo llevó a ser señalado como persona non grata en el pueblo fue su comportamiento bravucón, sus ganas de pelea y sus egoístas acciones que lo anunciaban como un chico bastante malvado.
Y que encima hubiera osado acercarse a Paula alejándola de Pedro, ese niño bueno querido por todos, no hizo sino subir los ánimos de los clientes del bar de Zoe, donde esperaban ver cómo acabaría finalmente la historia de esa adorable pareja, con unas cuantas jugosas apuestas de por medio, ya de paso.
Ninguno de los asiduos del local toleraba que nadie se interpusiera en medio de esa joven pareja, pero tampoco hacían nada para remediarlo: tan sólo miraban desde lejos los acontecimientos mientras hacían sus apuestas, muy dispuestos a dar un empujoncito para que Pedro siguiera la dirección adecuada cuando fuera el momento oportuno, eso sí.
—¿Es que esa niña no ve en lo que se ha metido aceptando salir con ese idiota? —se quejó ofuscado Teo Philips, dispuesto a meter a ese joven en una de sus celdas a la menor oportunidad.
—¿Y su padre? ¿Por qué narices no se lo ha impedido? —añadió indignada Diana, la vieja directora del colegio, sin llegar a entender por qué razón el Salvaje, que tantos quebraderos de cabeza le había dado en el instituto, no le hacía una de las suyas a ese chaval.
—¿De verdad crees que alguien podría prohibirle algo a Paula? —preguntó Zoe con escepticismo, conociendo el carácter de la niña.
—Sólo hay una persona en este pueblo capaz de disuadirla de sus locuras…, claro está, cuando no la acompaña en una de ellas —comentó Teo.
—Sí, sólo un chico es lo suficientemente digno de confianza como para que el Salvaje Chaves y los protectores Lowell no se entrometan —apuntó Diana.
—Pedro —declararon todos al unísono mientras se preguntaban dónde se habría metido ese chaval.
—Creo que tuvo que ir a la ciudad para asistir a unos exámenes este fin de semana —recordó Jorge a sus acompañantes.
—Pues cuando vuelva y vea lo que ha pasado no le va a gustar nada lo que ha ocurrido en su ausencia —intervino Daniel, el mecánico del pueblo, mientras recordaba lo poco que le agradaba Christian, y menos aún después de que lo pillara intentando robar alguna de las piezas de su taller.
—Yo creo que Paula sólo sale con ese chico porque está furiosa por la partida de Pedro. Después de todo, él se negó a llevarla consigo —opinó Zoe.
—¡Pedro tiene que volver ya! —exclamó en ese momento uno de los exaltados clientes de Zoe mientras entraba escandalosamente al bar para informar a todos de las últimas novedades—: ¡Paula ha invitado a Christian a estudiar a casa de sus abuelos, y me acabo de enterar de que los Lowell no estarán en su hogar!
—¡Será posible! ¿Se puede saber dónde narices están esos hombres cuando se los necesita? —reclamó Zoe, molesta. Y como si alguien respondiera a sus palabras, los tres molestos individuos por los que clamaba acabaron apareciendo por la puerta de su establecimiento.
—Esa idea de regalarles a tus padres un fin de semana romántico por su aniversario fue un bonito detalle, Jose —decía Alan mientras se acercaba a la barra seguido muy de cerca por sus cuñados.
—No sé yo… Papá puso una cara de espanto muy divertida cuando oyó lo de las entradas para el ballet y cuando mamá comenzó a enumerar las tiendas que quería visitar. Te fulminó con una de sus miradas, Jose. Creo que te va a desheredar —se rio Daniel mientras se hacía con un lugar junto a la barra.
—Bueno, ¡pues ahora a descansar! ¡Ponnos unas cervezas, Zoe, por favor! — pidió Jose—. Y cuando termines, ¿por qué no sacas la pizarra esa que tienes escondida?
—Sí, que hemos venido a apostar… —reveló Daniel, poniendo su dinero sobre la barra.
—Y para darle más emoción al asunto... —dijo Alan mientras marcaba un número conocido, a espera de la respuesta—. ¡Hola, chaval! Soy Alan Chaves. Te llamo simplemente para comentarte que mi hija está sola en casa de sus abuelos estudiando con un chico bastante malo. ¿Cómo? ¿Que qué estoy haciendo yo? Pues disfrutando de una cerveza, claro —dijo Alan mientras alzaba su bebida para brindar con sus amigos, gesto que ellos acompañaron tan despreocupadamente como él.
—¿Pedro? ¿Pedro? ¿Estás ahí? Pues no… Comunica. Al parecer ya está de camino —anunció Alan a todos los presentes.
—¿Cómo estás tan tranquilo sabiendo que tu hija está a solas con ese delincuente juvenil? —acusó Zoe a Alan, mientras reprendía tanto a él como a sus acompañantes con una severa mirada.
—¡Muy fácil, Zoe! Los tres hemos enseñado muy bien a Pedro desde hace años. Además, tengo un infiltrado en casa de mis suegros —respondió Alan, apresurándose a marcar el número de su secuaz, para luego darle la pertinente orden—: Ramiro, ¡a incordiar!
—¿En serio? ¡Si ese chico ha aprendido algo de vosotros esto va a ser digno de contemplar! —se rindió finalmente Zoe, más tranquila y sonriente. Y sacando su vieja pizarra, anunció a todos los presentes—: ¡Se aceptan apuestas!
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