En esa semana en la que había huido de mi familia pensaba cometer todas las locuras que no había hecho en esos tres años en los que había esperado a Pedro.
En el primer día en la ciudad me recorrí todos los bares y me bebí todo lo que mis amigas pusieron entre mis manos mientras intentaba olvidar que el hombre al que tanto había esperado me había dejado plantada sin ni siquiera ofrecerme una explicación. Ni un mensaje, ni una llamada, ni siquiera una puñetera respuesta al mensaje que había dejado en su contestador… «Si él no tenía nada que decirme, yo tampoco», pensaba mientras aguardaba con impaciencia la sorpresa que mis amigas se habían atrevido a regalarme.
Después de tres años sin salir con nadie, sin besar a nadie, sin experimentar las escandalosas sensaciones que estaban sintiendo las demás chicas en plena adolescencia, y todo por una promesa hecha a un chico que me había ignorado completamente, mis amigas decidieron que estaban más que dispuestas a enseñarme todo lo que me había perdido para compensarlo. Así que cuando acepté asistir a ese local, al que me había negado a entrar desde un principio, quisieron prepararme una sorpresa ante la que yo no quise negarme.
En una sala escasamente iluminada, con la fuerte música atronando, una centelleante pista de baile se extendía ante mí en medio de unas llamativas y deslumbrantes luces de discoteca. Las paredes mantenían colgados algunos provocativos reclamos de eventos anteriores, con atractivos modelos que animaban a volver mientras los oscuros rincones, que escondían unas pequeñas mesas con sus respectivas sillas y sillones, mostraban que allí sin duda se podía conseguir algo más que un simple baile.
Yo ocupé el lugar de honor tomando asiento en uno de los sillones que rodeaban una gran mesa redonda. En ese lugar me encontraba esperando a un atractivo hombre cuya ropa comenzaría a reducirse a medida que avanzaba su actuación para mostrarme todo lo que Pedro se había negado a enseñarme mientras lo esperaba.
Cuando el stripper entró en la estancia, ataviado con un uniforme negro de policía, y anunciando ser «un chico bueno», yo fruncí el ceño con recelo, ya que no me agradaba mucho su disfraz. Pero tras verlo un poco más de cerca, todas mis dudas sobre él comenzaron a acallarse: se trataba de un hombre alto, de un metro ochenta y cinco aproximadamente, con un porte fuerte y musculoso, lo que quedaba patente al observar la apretada camisa negra que llevaba, en la que lucía una falsa insignia policial. Sus pantalones eran lo suficientemente apretados como para insinuar lo bien dotado que estaba. Sus manos quedaban ocultas debajo de unos guantes blancos que no disimulaban su fuerza, y su aspecto se revelaba un poco más peligroso al percatarme de los objetos que colgaban de su cinturón: una gran porra y unas esposas.
El color de sus cabellos parecía ser castaño, aunque sólo lo podía entrever un poco debido a su gorra. Sus grandes y oscuras gafas tapaban el color de sus ojos y le conferían un tono peligroso a la mirada que no dejaba de perseguirme, como si me reprendiera.
Sin dirigirme la palabra, el falso policía cogió una silla y la puso en mitad de la sala. Luego, sacando su porra, me señaló el lugar que yo debía tomar para que él comenzara su show.
—¿Así, sin más? ¿Sin invitarme antes a una copa o por lo menos decirme tu nombre? —bromeé, un poco achispada por el alcohol.
Algo a lo que él contestó llevándose la porra junto a sus labios, pidiéndome silencio. Luego volvió a señalarme la silla.
—Está bien, está bien, si me lo pides así no puedo negarte nada... —repuse mientras me dirigía con valentía hacia el lugar que él me había indicado. Aunque comencé a perder mi valor cuando, después de sentarme, el stripper cogió mis muñecas detrás de mi espalda y las esposó.
—¡Eh, oye! ¡Esto no me gusta! —le hice saber, pero él sólo respondió acariciando lentamente mis brazos hacia arriba mientras se incorporaba.
—¿De veras? ¿Y qué es lo que te gusta, Paula? —me susurró al oído, haciendo que me estremeciera cuando reconocí esa voz.
—¿Pedro? ¿Eres tú? —pregunté, conociendo de antemano la respuesta, ya que yo nunca podría olvidar esa voz junto a la que me había dormido en mi infancia y con la que había mantenido interminables charlas telefónicas mientras soñaba con volverlo a ver.
Pedro dio la vuelta a la silla, despacio, y respondió a mi pregunta agachándose delante de mí y desprendiéndose de esas oscuras gafas que ocultaban sus bonitos y bondadosos ojos, que en esos instantes parecían observarme con enfado.
—Y dime, Paula, ¿qué es lo que has venido a buscar exactamente a este lugar? —me interrogó como todo un policía mientras se burlaba de mí.
—A ti no, eso seguro —repliqué, tremendamente furiosa con él mientras intentaba alcanzarlo con una de mis patadas. Pero Pedro tan sólo se alejó un poco y se rio de mi estúpido intento por golpearlo.
—Entonces has acompañado a tus amigas hasta aquí para… —continuó con su interrogatorio interpretando ese papel de niño bueno que siempre había sabido representar. Pero yo no quería eso de él, sino que deseaba sacar a ese chico malo que yo sabía que él tenía dentro, esperando el momento idóneo para revelarse ante mis provocaciones.
—No lo sé, pero es algo que estoy dispuesta a averiguar —insinué, mientras mostraba una ladina sonrisa.
Sin saber por qué, mis palabras parecieron molestarlo ya que, de repente, abrió violentamente mi blusa con sus fuertes manos, haciendo que algunos de los botones saltaran y mi sujetador quedara expuesto ante sus ojos.
—¡¿Se puede saber qué estás haciendo, Pedro?! —exclamé sorprendida, preguntándome si no habría llevado mis provocaciones y juegos demasiado lejos.
—Ayudarte a averiguarlo... —susurró junto a mi oído mientras se deshacía de sus guantes y sus manos comenzaban a acariciar lentamente mi piel.
El leve roce de las yemas de sus dedos bajó con lentitud por mi cuello. Luego siguió descendiendo, rozando levemente mis senos por encima del sujetador de encaje negro, un tanto sugerente, que mis amigas habían hecho que me pusiera para esa noche. Quizá allí se entretuvo un poco más de lo aconsejable, acariciando una y otra vez las cumbres de mis senos hasta lograr que un leve gemido escapara de mis labios. Tras ello, sus manos bajaron por mi estómago, mi ombligo y justo en la cintura de mi falda, volvieron a ascender retomando el excitante camino que habían seguido en su descenso.
—Se supone que tú no puedes desnudarme —le señalé, recordándole su papel de stripper—. Además, los chicos buenos no hacen cosas como éstas —añadí, forcejeando con las esposas que me retenían.
—Por eso yo soy tu chico malo... —bromeó Pedro, recordándome la promesa que siempre me hacía a lo largo de nuestra infancia.
Arrojando su gorra a un lado, se arrodilló junto a mi silla y, subiendo repentinamente mi sujetador, dejó mis senos expuestos a su hambrienta mirada.
Luego decidió demostrarme lo malo que podía llegar a ser cuando su lengua y sus labios devoraron cada centímetro de mi piel, haciéndome gemir de placer.
Su lengua jugó con mis enhiestos pezones, succionándolos, acariciándolos y devorándolos mientras que mi cuerpo se deshacía entre sus manos. Me hizo temblar una y otra vez con el mero roce de su lengua, a la vez que yo me retorcía en esa silla sin poder tocarlo. Pedro se deleitaba con los jugosos senos que sus manos exponían a su sedienta boca llena de deseo, mientras sus dedos avivaban mi placer cuando pellizcaban sutilmente mis sensibles pezones.
Una de sus atrevidas manos acarició mis piernas y fue subiendo lentamente hasta introducirse por debajo de mi falda, donde comenzó a tirar suavemente de mi ropa interior haciendo que me humedeciera cada vez más. Y cuando notó mi deseo entre sus dedos, no dudó en apartar a un lado mis braguitas antes de introducirse en mí con uno de sus dedos, acariciando un lugar que me provocó un estremecimiento de placer mientras buscaba más de esas pecaminosas caricias sin importarme adonde me llevarían, ya que yo sólo lo deseaba a él.
Con una ladina sonrisa, su boca dejó de jugar con mis senos y fue besando cada parte de mi cuerpo mientras bajaba un poco más cada vez. Al llegar a la cintura de mi falda, Pedro no cesó en sus atrevidos avances: me cogió por sorpresa cuando me arrebató las braguitas en un rápido movimiento. A continuación, sus besos continuaron descendiendo mientras veía cómo era alzada mi falda hasta la cintura.
—¿Qué haces? —pregunté avergonzada y confusa mientras juntaba un poco más mis piernas.
—Ser muy malo —respondió Pedro a la vez que empujó suavemente mis muslos para que abriera las piernas a sus pecaminosos deseos, ante los que yo me rendí.
En el instante en el que su cabeza se hundió entre mis piernas, yo cerré los ojos y me arqueé sobre la silla, subyugada por el placer que me prodigaba su lengua. Con ella acarició lentamente mi clítoris, rozándolo una y otra vez mientras sus manos comenzaban a agasajar otra vez mis senos, excitándolos con sus caricias, torturándolos con suaves pellizcos con los que mezclaba un leve dolor y mucho placer, jugando conmigo.
Mientras yo me convulsionaba sobre su lengua, él introdujo un atrevido dedo en mi interior haciéndome gritar su nombre. Y cuando introdujo otro más y comenzó a establecer un ritmo lento y enloquecedor, no pude aguantar más ese agónico placer y estallé, dejándome llevar hacia un sobrecogedor orgasmo.
Una vez que mis espasmos de placer se calmaron, Pedro se apartó de mi sensible cuerpo. Y mientras se incorporaba sonrió satisfecho al ver cómo me derrumbaba sobre la silla.
Creía que Pedro me liberaría de mis esposas cuando soltó una de mis muñecas, pero para mi sorpresa, me esposó las manos por delante y me cogió en brazos para conducirme hasta uno de los mullidos sillones. Allí se sentó y me colocó encima de él, a horcajadas. A continuación, pasó mis manos por detrás de su cuello y continuó torturando mi cuerpo con cada una de sus caricias.
Su boca volvió a ocuparse de mis sensibles senos, pero esta vez yo no estaba tan indefensa como antes en la silla y me atreví a moverme audazmente sobre la dura evidencia de su deseo.
Pedro se rio, y entonces yo le tiré del pelo, molesta por su burla, a lo que él respondió con un mordisquito castigador sobre uno de mis pechos, haciéndome gritar. Su duro miembro se alzó ante mis gemidos de placer, cada vez más cercanos al éxtasis, y no pude evitar rogarle a Pedro por algo más que unas simples caricias. Lo necesitaba a él, necesitaba tenerlo dentro de mí y unirme de una manera en la que nunca había estado unida a ningún hombre, una que me permitiera recordarlo siempre, aunque nos separáramos el día de mañana.
—Pedro… —supliqué. Y sin que tuviera que explicarle nada más a ese chico que tan bien me conocía, él se apresuró a cumplir todos y cada uno de mis deseos.
Tras elevarme un poco de su regazo, sacó su erecto miembro de su encierro.
Y después de ponerse apresuradamente un preservativo, entró en mí de una rápida embestida que fue demasiado para mi inocencia, ya que me hizo gritar de dolor.
—¡Pedro, esto duele! —me quejé, mientras una lágrima asomaba a mi rostro.
—Lo siento Paula, es difícil ir despacio después de esto, pero por ti lo intentaré… —dijo Pedro, mostrando preocupación en su rostro, con su cuerpo en tensión mientras retenía el deseo de moverse en mi interior.
Cuando besó tiernamente las lágrimas que caían por mi cara, yo comencé a moverme despacio y me dejé guiar por el placer que, de nuevo, despertaban sus caricias en mí. Muy pronto volví a gemir su nombre y a moverme de manera impulsiva encima de él.
—¿Te duele? —preguntó Pedro, apretando los dientes mientras contenía sus más profundos instintos.
—No… y quiero más... —susurré a su oído, deseando ver cómo se dejaba ir.
Y después de mis atrevidas palabras, Pedro me dio todo lo que yo le reclamaba agarrándome fuertemente de las caderas y arremetiendo contra mi cuerpo, alzándome una y otra vez sobre él. Muy pronto ambos nos abandonamos al placer, llegando a la cumbre del éxtasis.
Cuando me derrumbé exhausta sobre él recordé que yo estaba enfadada con Pedro. Por eso, cuando intentó besar mis labios, rechacé sus avances. Pedro sonrió ante mi infantil desplante, ya que yo le había dado esa noche mucho más que un beso, pero un beso entre nosotros era algo especial, algo que no estaba dispuesta a entregar con tanta facilidad.
Sonriéndome ladinamente, introdujo la pequeña llave de las esposas en su boca, señalándome que la única forma de conseguir mi libertad era jugar según sus normas. Pero, al parecer, Pedro había estado demasiado tiempo alejado de mí y no recordaba que yo siempre jugaba con mis propias reglas, así que, con toda la despreocupación del mundo, usé un hábil juego de muñecas y liberé con toda facilidad una de mis manos de la prisión de esas esposas. Luego le mostré a mi asombrado amigo, ahora también amante, que podía haberme librado desde un principio de ellas.
Seguidamente, abofeteé su asombrado rostro por pretender obligarme a hacer algo que yo no deseaba. Y también porque seguía muy enfadada por su retraso.
Tras levantarme de su regazo, arreglé mis ropas, terminé de deshacerme de las esposas y se las devolví mientras le lanzaba una seria advertencia a su sonriente y satisfecho rostro lleno de felicidad.
—Aún sigo enfadada contigo.
Pedro, sin decirme nada, me enseñó las braguitas que había encontrado y que balanceaba desvergonzadamente en uno de sus dedos para llamar mi atención.
—¿Por qué no vienes a por ellas? —preguntó, luciendo una maliciosa sonrisa que me advertía de que, si me acercaba de nuevo a él, caería entre sus brazos.
—Quédatelas como recuerdo; después de todo, llegaste tarde a nuestra cita y tal vez eso sea lo único que te quede de mí a partir de ahora —respondí, enfadada.
Ante lo que él suspiró, molesto.
—Paula, ¿qué voy a hacer contigo? —dijo, mientras movía negativamente la cabeza ante mis actos y se guardaba mis bragas en el bolsillo de su pantalón.
—Por lo pronto, ni sueñes con repetir lo que hemos hecho en ese sofá. Ni con lo de la silla tampoco —repliqué, furiosa y avergonzada a partes iguales.
—No te preocupes; aún hay muchos sitios donde podemos hacerlo — contestó, aumentando mi enfado.
—¡Me voy! —exclamé, dándole la espalda, decidida a perderlo de vista.
—Nos volveremos a ver.
—No —negué contundentemente.
—Paula, era una afirmación, no una pregunta —indicó Pedro, sacándome de mis casillas, logrando que respondiera ante él con un gesto grosero.
—Ay, ¡si supieras las cosas que podemos llegar a hacer con ese dedito! — murmuró lascivo Pedro, haciendo que me sonrojara y me apresurara a esconder mis manos rápidamente de su vista—. No te preocupes, lo dejaremos para más adelante —anunció entre carcajadas al observar mi incomodidad.
—Pedro, has cambiado mucho en estos tres años —dije, tras contemplar lo atrevido que era ahora mi amigo.
—¿Sí? ¿A que ahora soy más malo? —preguntó a mi oído mientras mordía tentadoramente mi oreja.
—No, todavía sigues siendo demasiado bueno —repliqué, devolviéndole el picarón mordisco que me había dado para distraerlo.
A continuación, mientras me alejaba, le enseñé quién tenía ahora mis braguitas, jugando con ellas entre mis manos a la vez que movía insinuante mis caderas para recordarle lo que se había perdido por tardar demasiado.
Aunque después de oír sus carcajadas no tuve dudas de que esa historia entre nosotros aún no había terminado y que él buscaría ganarse mi perdón como hacía cada vez que nos enfadábamos. Porque él siempre sería ese peligroso chico bueno al que yo nunca podría resistirme.
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