Deduje que Paula seguía enfadada conmigo después de que transcurrieran un par de semanas cuando, tras entrar por la ventana de su habitación, me clavé en las suelas de mis nuevas zapatillas deportivas algunas chinchetas que me aguardaban hábilmente escondidas debajo de la entreabierta ventana.
Mi vengativa amiga también puso algunos otros obstáculos en mi camino que me dificultaban el paso; por último, el espacio alrededor de su cama que siempre me reservaba estaba ocupado por decenas de libros de historia que ella nunca leería, mostrándome que ya no había ningún lugar para mí en esa habitación.
Podría haber decidido desistir de acercarme a ella en esos momentos en los que aún seguía furiosa conmigo, pero las continuas presiones de mis padres para que hiciera lo que ellos querían, así como las interminables discusiones que mantenían, y que, pese a todo, no eran suficientes para provocar su separación a causa de su avaricia, hacían que deseara irme de esa casa para no volver jamás.
En vez de hacer eso, cuando ya no podía, más simplemente corría hacia mi escondite y hacia los brazos de la única persona que me demostró alguna vez algún tipo de cariño: Paula.
Encandilado con el amor de mi infancia que, al contrario de lo que muchos creían, no había disminuido en afecto a lo largo de todos esos años, admiré la belleza de la chica que comenzaba a ser mujer y a traerme tantos quebraderos de cabeza con ello.
Sus rizos negros se extendían sobre la almohada como una negra cascada que me encantaría acariciar. Su cuerpo comenzaba a exhibir unas atrayentes curvas que me tentaban a romper la delgada barrera que ella todavía imponía entre nosotros al catalogarnos como meros «amigos de la infancia», algo que me permitía estar más cerca de ella que otros, pero que a la vez me impedía acercarme mucho más por miedo a espantarla definitivamente de mi lado.
Su piel parecía tan suave y tentadora que me incitaba a devorarla para probar su sabor, ya que, aunque delante de ella siempre apareciese bajo mi piel de cordero, en verdad yo era uno más de los lobos hambrientos que la perseguían esperando impaciente el momento adecuado para tenerla.
En sueños, Paula se movió pateando la manta como siempre hacía. Y al destaparse expuso ante mis ojos la sugerente vestimenta que llevaba: una camiseta demasiado apretada que realzaba sus jugosos senos y unos pantalones que se pegaban a su piel, haciendo más evidente la redondez de su trasero.
Frustrado, pasé mis manos por mi pelo una y otra vez, muy tentado a despertarla de una forma que, con toda probabilidad, acabaría para siempre con nuestra amistad. De hecho, me paseé nervioso por la habitación sin decidirme si ser el chico bueno que siempre demostraba ante ella o enseñarle que, en ocasiones, podía a llegar a ser bastante malo.
Embrujado por su belleza y el deseo, una de mis manos se acercó dudosa hacia Paula, hasta que contemplé que temblaba de frío. Entonces mis manos se desviaron hacia las mantas para cubrir a esa chica que siempre tenía preparado para mí un lugar junto a ella, aunque aún no para mi corazón.
Tras cerrar la ventana hice a un lado los libros y me senté en el suelo, al lado de Paula, preparándome para descansar. Cogí una manta, oportunamente abandonada en un rincón, y estreché una de sus manos entre las mías, como siempre hacía. En ese momento la escuché susurrar adormilada:
—Pedro, estás helado… métete en la cama —me ofreció como había hecho mil veces a lo largo de nuestra infancia cuando notaba mis frías manos, aunque a la mañana siguiente siempre lo negara.
—No, Paula. Estoy bien —contesté en esta ocasión, demasiado tentado a causa de su cercanía como para comportarme como un buen chico.
—Como tú quieras, ¡pero luego no me vengas con quejas si enfermas! ¡Y ni sueñes con que voy a cuidarte! —dijo Paula con furia, algo más despierta, tras lo que me dio la espalda mientras alejaba su mano de mí para añadir—: Aún estoy enfadada contigo.
Cuando vi que se apartaba de mi retirando esa muestra de cariño que yo tanto necesitaba quise gritar, pero me aguanté porque la verdad era que no me había comportado demasiado bien con ella. Aunque no pensaba rectificar ni pedir perdón por ninguno de mis actos, ya que la mayor tragedia de todas para mí sería llegar a perderla.
A pesar del rechazo de Paula, permanecí junto a ella porque no sabía adónde ir. Mi corazón se encogió al pensar que tal vez ella, al igual que mis padres, había dejado de quererme, y me dormí con la aterradora idea de que, si eso ocurriera, a partir de ese momento estaría totalmente solo.
A mitad de la noche, inesperadamente, sentí un gran calor envolviendo mi cuerpo, y cuando desperté me encontré envuelto por los brazos de Paula, que me abrazaba bajo la manta que nos cobijaba. Como yo no había ido a su encuentro en esa tentadora cama, ella había bajado junto a mí al frío suelo para darme ese cariño que tanto necesitaba.
No pude evitar observar durante el resto de la noche cómo Paula me abrazaba fuertemente, mostrándome que tal vez sí hubiera un sitio para mí en su corazón.
Cuando comenzó a amanecer, y antes de que mis padres o los de ella nos buscaran, la cogí en brazos y la deposité sobre su cama. Luego besé con cariño su frente, sabiendo que el calor de mis labios sería demasiado para ella.
—Aún sigo enfadada —gruñó justo antes de que yo abriera la ventana—. Pero ya se me pasará… —añadió cuando me disponía a marcharme. Y negándose a mostrarme su rostro avergonzado, se volvió de espaldas para que yo me alejara de ella.
Me marché con una sonrisa, sabiendo que por más peleas que hubiera entre nosotros, su ventana siempre estaría abierta para mí y sus brazos siempre me esperarían para regalarme ese cariño que tanto anhelaba. Lo malo era que yo cada vez necesitaba más de ella, y todavía no sabía si Paula estaba preparada para darme lo que mi corazón comenzaba a exigirle.
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