jueves, 24 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 22

 


El primer plan que se me ocurrió para deshacerme de ese irritante individuo fue hacer un gran hoyo en el jardín de mis padres y enterrarlo, lo cual fue muy bien acogido por Ramiro. Pero, como eso tal vez me acarrearía algún que otro problemilla, tuve que pedirle al impetuoso de Ramiro que dejara de cavar en mi jardín y explicarle que nos vengaríamos de Christian de otra manera, porque si algo tenía claro era que ese idiota iba a pagar por cada una de las lágrimas de Paula.


Aún veía en mi mente las imágenes de una indefensa Paula debajo de ese inmundo sujeto, de su piel desnuda, de sus ojos llorosos, de su tembloroso cuerpo. Y cada vez que lo recordaba deseaba con más ansia la sangre de Christian, y especialmente cuando me preguntaba qué habría pasado si hubiera llegado un minuto más tarde a esa habitación.


Cuando comencé con mi elaborada venganza, me asquearon las quejas y recriminaciones procedentes de esa familia mientras trataban de excusar y ocultar el comportamiento de su hijo, y más aún cuando investigué sus trapos sucios. Tras mis indagaciones decidí que no sólo quería vengarme de él, sino también hacerle mucho daño, tanto como para que no pudiera olvidarse de mi nombre jamás. Así que, por primera vez en mi vida, me interesé por las actividades que llevaba a cabo mi prestigiosa familia.


Para mi asombro, resulté ser igual de despiadado que mi abuelo en los negocios, y sin importarme demasiado a quién arrastraba en mi venganza, arruiné a esa familia. Tras plantearle a mi abuelo una agresiva estrategia comercial para quedarme con la empresa de los Brown, no dudé en pedir que investigaran su contabilidad, descubriendo que habían realizado pequeños desfalcos para su propio beneficio, noticia que no tardé en hacer pública en la prensa arrastrando por el fango el nombre del que tanto presumían.


No me importó nada lo que mi abuelo o los socios de su junta directiva pensaran de mí o de mis actos, pero al contrario de lo que yo podía imaginar, los ejecutivos me felicitaron y mi abuelo comenzó a fijarse en mí, catalogándome como su posible sucesor.


Por eso no me sorprendí demasiado cuando, tras finalizar con éxito mis negocios, un mensajero trajo una lujosa motocicleta a mi casa con órdenes explícitas de mi abuelo de que nadie que no fuese yo tocase ese vehículo. Una vez que tuve en mi poder las llaves de ese caro presente, sonreí burlonamente a mi madre, recordándole que eso era algo que estaba fuera de su alcance. Aunque mi atrevida sonrisa desapareció de golpe cuando ella decretó que, sin una licencia de conducir a mi nombre, ese vehículo no saldría de nuestro jardín.


Yo, como el joven responsable que era, estaba muy dispuesto a obedecerla en esa cuestión. O al menos lo estuve hasta que Paula se presentó en mi jardín con gran curiosidad y comenzó a acariciar, soñadora, esa motocicleta, como yo deseaba que me acariciara a mí.


Sus uñas recorrieron el cuero del asiento clavándose levemente en él. Luego, su curiosa mano siguió un camino ascendente por el metal, asombrada por su firmeza y belleza. Y finalmente, sin poder resistirse, se montó en la moto recostándose sobre ella mientras cogía el firme manillar entre sus manos.


Pedro, quiero montar en esta moto —pidió, mirándome esperanzada.


—Y lo harás. En cuanto tenga la licencia de conducir serás la primera en montar en ella.


—¿Y eso cuánto tardará? —preguntó, mientras seguía abrazada a mi moto.


—Tal vez unos meses si me apresuro y…


—¡Pero Pedro, yo quiero montar ahora! —exigió, tan caprichosamente como siempre.


—No, Paula: podríamos tener un accidente.


—¡Vamos, Pedro! Tan sólo será una vuelta a la manzana; quiero sentir el viento en mi cara mientras me agarro con fuerza a tu cintura.


—Paula… —dije, con tono reprobador, haciéndole saber que por nada del mundo me haría cambiar de opinión.


—Si me dejas ir en la parte de atrás de esa moto contigo, te revelaré al oído los sueños indecentes que he tenido desde que me diste aquel beso... —susurró a mi oído, la muy pilla, mientras me abrazaba tentadoramente haciendo que mis hormonas silenciaran mis protestas y sepultaran mi sentido común al fondo de mi mente.»¡Entonces trato hecho! Quedamos a medianoche en tu jardín. Seguramente a esa hora la bruja ya estará dormida —dijo, para luego añadir antes de irse—: Y si no acudes a nuestra cita, ya iré yo sola.


Me pregunté a qué venía esa advertencia hasta que vi su mano jugueteando con las llaves de mi moto, llaves que la muy pícara me había sustraído del bolsillo de la chaqueta mientras yo estaba embobado con ella.


Mientras la veía alejarse, me pregunté hasta cuándo me dejaría arrastrar por las locuras de mi amiga. Luego la oí reír con la alegría con la que siempre solía hacerlo y una vez más me dejé llevar por ese sonido embaucador que me mostraba lo que siempre había faltado en mi vida hasta que la conocí.





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