Después de todo lo que había hecho por alcanzarla no podía creerme que llegase tarde otra vez. «Y puede que esta vez sea demasiado tarde para nosotros», pensé con el corazón en un puño al ver cerrada esa ventana que siempre permanecía abierta para mí.
Hacía tan sólo una semana que me había percatado del gran error que había cometido, momento en que decidí correr tras Paula para recuperarla. Pero entonces me topé con un gran obstáculo en mi camino: algunos miembros de esa sobreprotectora familia que venían dispuestos a darme una lección. Una alocada familia que en algún momento del pasado llegué a envidiarle a Paula, pero que en esos instantes solamente me molestaba, porque mientras que yo quería llegar lo más rápidamente posible a su lado, ellos sólo retrasaban mi viaje mientras me exigían que les demostrara todo lo que estaba dispuesto a hacer por la mujer que amaba. Y por supuesto, ninguno tuvo piedad conmigo, ya que cada uno de ellos lo había dado todo para perseguir el amor y opinaban que yo no debía ser menos, y especialmente si lo que perseguía era el corazón de uno de los suyos.
Yo supe desde el principio que esa estúpida lista con la que me torturaban esos tres individuos era únicamente una excusa para vengarse de mí, pero la mirada que el padre de Paula me dirigía cada vez que señalaba un nuevo punto de ese papel me retaba a comportarme como un hombre, igual que él hizo en su día. Alan Chaves en ocasiones me miraba con enfado, y en otras con camaradería, como si solamente estuviera mostrándome el camino para llegar a Paula que, cuando era niño, en tantas ocasiones le había pedido que me señalara.
Y yo, como ese niño confiado que en el pasado siempre había hecho caso de sus consejos, por más absurdos que éstos fueran, volvía a seguirlos con la esperanza de poder alcanzar lo único que siempre había querido: a Paula.
El resultado de seguir las recomendaciones de los miembros de esa familia fue acabar convertido en un joven impresentable al que ni yo mismo le daría la hora, y que, encima, tiraba de un desastroso vehículo que los Lowell se habían empeñado en que llevara conmigo para, según musitaron ellos entre risitas, «impresionar a Paula».
Por el camino de vuelta a Whiterlande recé para que ese trasto se rompiera del todo o para que me lo robaran, pero ellos, muy previsores, habían hecho que Nicolás alquilara una furgoneta para transportarla hasta el pueblo para luego señalarme que, aunque hubiera sitio de sobra en el coche, mi lugar de viaje seguía siendo el maletero.
Cuando al fin llegamos al pueblo, iluso, creí que me permitirían descansar en alguna cómoda habitación, pero no; los idiotas me arrojaron delante de la puerta de la casa de los Lowell antes de anunciarme, con toda la desfachatez del mundo, que ya habíamos llegado a nuestro destino. Así pues, se deshicieron de mí abandonándome delante de esa casa que yo conocía tan bien.
El hogar de los Lowell.
Esa casa siempre había sido mi pequeño refugio para huir de mi insoportable vida, una vía de escape de todos mis problemas que acababa entre los acogedores brazos de Paula.
Con la intención de descubrir si esos brazos que siempre me habían acogido por más idiota que fuese continuaban esperándome, trepé por ese árbol que me había acostumbrado a escalar en mi niñez y, cuando llegué arriba, mi corazón se encogió: la ventana que siempre había permanecido abierta para mí estaba cerrada a cal y canto.
Intentando calmar a mi irracional mente, que me gritaba que rompiera esa ventana, traté de considerar algunas alternativas lógicas que explicasen por qué estaba cerrada y que no tuvieran que ver con que Paula me hubiera expulsado definitivamente de su vida y de su corazón. Pensé que tal vez Paula no se hallaba en esa casa, a la que sólo acudía a veces. Pero tras observar con mayor atención descubrí la tenue luz de una lámpara junto a la cama y observé cómo ella dormía plácidamente junto a un libro. De este modo supe que la única razón lógica era la más simple y dolorosa: Paula se había olvidado de mí.
Con un gran dolor en el pecho y lágrimas de ira contra mí mismo, porque lo único que había deseado en la vida se me hubiera negado a causa de mi estupidez, golpeé furiosamente ese cristal una y otra vez, sin saber qué decir si Paula despertaba o qué hacer cuando me adentrara en esa habitación.
No actuaba de forma racional, sólo aporreaba con furia ese frío cristal que se interponía como una nueva barrera entre nosotros. Finalmente acabé haciendo pedazos la ventana y me introduje en la habitación. En cuanto alcé mis ojos hacia Paula desde mi precaria posición en el suelo, ella no me decepcionó, ya que me estaba esperando. Aunque no de la amorosa manera que yo pensaba.
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