jueves, 24 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 87

 


Cuando Pedro me habló de su moto creí que sería un vehículo caro y exclusivo digno de él, uno de esos típicos juguetes para ricos. Pero para mi sorpresa, me encontré con un montón de chatarra que parecía recién salida de algún desguace. Sin embargo, no me importó, porque lo que me atraía de la situación era poder abrazar, aunque sólo fuera por poco tiempo, al hombre que amaba. Cuando vi el trasto que Pedro identificó como «su moto» no supe si reírme de él o apiadarme y darle algo de dinero para el autobús, pero después de leer la nota que alguno de mis descarriados alumnos le había dejado, la opción a elegir fue fácil: me reí abiertamente de él mientras Pedro intentaba alabar un vehículo que no tenía virtud alguna por más que tratara de convencerme de lo contrario.


No obstante, quería volver a abrazar a Pedro, y mientras él insistiera en mantener su estúpido disfraz, subirme en ese viejo trasto era la excusa perfecta.


Tras dejarlo asombrado al aceptar montar en esa cosa, cogí su casco y antes de que el perfecto Pedro saliera a relucir, recordándome que lo primero siempre era la seguridad, me subí detrás de él y lo abracé con fuerza para que no pudiera pensar en otra cosa salvo en mí, y que así siguiera adelante con ese descabellado plan suyo para llevarme a casa porque, la verdad, no sabía cuánto podríamos tardar en llegar.


Primero, la moto tardó una eternidad en arrancar; lo hizo al quinto intento, y sólo después de expulsar una espesa e inquietante humareda negra. Luego, aunque Pedro intentaba ir al máximo de su velocidad, el trasto no pasaba de treinta kilómetros por hora, y si lo hacía, comenzaba a vibrar alarmantemente, por lo que Pedro siguió circulando con lentitud por la carretera, concentrado en conducir mientras los vehículos que pasaban por nuestro lado nos maldecían y nos dedicaban algún que otro gesto bastante obsceno.


Yo trataba de ocultar mi sonrisa ante esa situación escondiendo mi rostro en su espalda, pero cuando Pedro se detuvo en un semáforo y la anciana señora Wisman desafió a Pedro desde la acera con su carrito eléctrico, un vehículo para personas minusválidas o levemente impedidas con mucho más encanto que la penosa tartana sobre la que íbamos sentados, no pude aguantarme más y comencé a reír a carcajadas.


Pedro, ignorándome, miró serio a la anciana y se ajustó sus gafas de sol, esperando impacientemente a que cambiara el semáforo. La vieja chismosa, a pesar de tener el camino abierto para proseguir su camino, siguió provocándole, y cuando el semáforo cambió, comenzaron su carrera.


El vehículo de la anciana, que normalmente no debería ir a más de quince kilómetros por hora, tenía el motor manipulado como yo sospechaba y no tardó en alcanzar los treinta. Y, por el contrario, el destartalado cacho de metal que dirigía Pedro comenzó a ralentizarse y a petardear mientras expulsaba otra espesa humareda negra hasta que finalmente se paró en seco haciendo que la vieja nos dejara atrás y nos vacilara con su claxon.


En ese momento arreciaron mis carcajadas hasta que se me saltaron las lágrimas, mientras un Pedro muy molesto intentaba poner en marcha el inservible trasto. Al ver que era imposible, él, en vez de molestarse, me miró y comenzó a reírse junto a mí por lo ridículo de la situación.


Finalmente fui yo la que terminó acompañando a Pedro a su casa para ayudarle a empujar su moto. Y mientras recorríamos el camino, no pude evitar mirarlo con añoranza y darme cuenta de que ese chico que me acompañaba era de nuevo el amigo de juegos que siempre me había perseguido, tratando de ser el único para mí. Ese chico al que, aunque nada le saliera bien, siempre insistía en ello, porque como me aseguraba en otro tiempo, él sólo quería ser mi chico malo para estar a mi lado.





No hay comentarios:

Publicar un comentario