—Mamá, ¿de verdad que nadie ha venido a verme al hospital desde que estoy aquí? ¿Ni siquiera el primer día? —pregunté, recordando vagamente el leve contacto de unos sensuales labios y unos susurros que, aunque no llegué a distinguir con claridad, me reconfortaron. Algo que sin duda nunca haría mi madre con su chillona voz.
—¿Cuántas veces te tengo que decir que esa niña huyó llena de miedo, dejándote inconsciente en la carretera? Si no llega a ser por los vecinos del lugar, todavía seguirías debatiéndote entre la vida y la muerte debajo de esa maldita motocicleta del diablo que… —contestó mi madre, continuando con su sermón, unas palabras que estaba seguro de que eran mentira porque las conocía demasiado bien a ambas: a mi madre y a Paula.
Sospeché que algo ocurría cuando desperté de la inconsciencia y mi mano estaba fría sin el abrigo que horas antes alguien me había dado. Como sabía que esas muestras de cariño nunca serían propias de mi madre, supe que Paula había estado allí. Sin embargo, lo que aún no podía concebir era por qué no había vuelto a visitarme en todo ese tiempo. Y de nuevo, me resigné a escuchar los gritos de mi madre con tal de saber más sobre Paula.
—¿Sabes si Paula está bien, mamá?
—¿Después de todo lo que te ha pasado por su culpa, aún te atreves a preocuparte por ella? ¡Pues claro que está bien! ¡Esa mocosa huyó a la primera oportunidad con sólo unos cuantos rasguños! Y ni siquiera se ha dignado a venir a verte...
Sonreí tras escuchar lo que sabía que eran nuevas mentiras de mi madre, porque la huida no era algo propio de Paula. Pero sus siguientes palabras me llevaron a pensar que tal vez podría haber algo de verdad en ellas.
—Esa niña se siente culpable por tus heridas, y más todavía cuando le recriminé sus acciones, así que no creo que la veas en mucho tiempo.
—No fue culpa de Paula… —susurré sin dejar de atormentarme por el dolor que estaría sintiendo ella al culparse de todo lo que nos había ocurrido.
—¿Y entonces de quién? —preguntó mi manipuladora madre.
—Mía, por no comportarme en esa ocasión como debía.
—Entonces admites que eres culpable de este accidente… —musitó mi madre con una sonrisa satisfecha en su rostro que me indicaba que me había llevado a donde ella deseaba con esa conversación.
—Sí —dije, cayendo de lleno en su trampa.
—¡Perfecto! Pues en ese caso no quiero ni una queja cuando nos mudemos — anunció triunfante. Sin embargo, aún tuve esperanzas de que eso no ocurriría, ya que cuando consiguiera salir del hospital podría hablar con mi abuelo. Unas esperanzas que se esfumaron en cuanto mi madre continuó explicándome su elaborado plan que, en esta ocasión, gracias a mi estupidez, le había salido a la perfección.
—Nos mudaremos a la mansión de tu abuelo, donde te enseñará todo lo que debes saber sobre los negocios de la empresa familiar y te mantendrá vigilado para impedir que cometas alguna otra locura como ésta. Sin duda, en ese ambiente no te rodearás de personas tan inadecuadas como las que sueles frecuentar en este pueblucho.
—¿Se supone que debo darte las gracias? —pregunté irónico, observando impotente uno más de sus despiadados planes.
—De nada —respondió ella con el mismo sarcasmo.
Mientras salía de la habitación, una enfermera entró portando más flores y globos de compañeros de clase que tampoco habían venido a visitarme. No les presté demasiada atención hasta que oí a mi madre exclamando, indignada:
—Por Dios, ¡qué oso más horrendo! ¿Cómo puede alguien regalar esto?
El oso que mi madre apartaba de entre mis regalos para tirar a la basura iba adornado tan horriblemente como sólo Paula sabía hacer cuando se empeñaba en poner en práctica su vena artística. Además de las grapas, la cresta de colores chillones y el llamativo parche, este osito tenía una escayola en la pierna, como yo, y la sosa pajarita que yo llevé en mi infancia. Cuando contemplé las pequeñas esposas que llevaba en sus manos, terminé de captar el mensaje que me mandaba Paula.
Después de que mi madre se fuera a almorzar, prácticamente el único momento en el que se alejaba de mí durante unas horas, me levanté con dificultad de la cama para acercarme despacio a la puerta. Tras entreabrirla levemente para no delatarme, pude ver al guardia que alguien había puesto ante ella. Paula tenía razón: yo estaba prisionero en ese hospital.
Tras haber descubierto el motivo por el que nadie me visitaba, recogí el horrendo peluche que Paula me había regalado. Al tenerlo entre mis manos noté que pesaba más de lo que sería normal en un simple peluche, y al palpar su barriga descubrí una abertura oculta.
—¡Qué coño…! —exclamé, asombrado, cuando vi aparecer entre los pliegues de la barriga del oso un bote de somníferos acompañado de una nota.
«Medidas desesperadas para momentos desesperados», anunciaba el mensaje con llamativas letras rojas. Luego continuaba: «Te espero todas las noches donde siempre tendremos felices sueños».
Evidentemente supe a qué lugar se refería Paula, porque sólo cuando me permitía estar junto a ella, mis sueños eran realmente felices.
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