Dirigiéndome con decisión a casa de los Lowell, cogí el teléfono y marqué un número para afrontar una conversación que sellaría mi separación de mi familia y el comienzo de un mundo desconocido para mí. No sabía si mis planes saldrían bien, si podría realmente independizarme e igualar la fortuna de mi abuelo para enfrentarme a él como siempre había querido, demostrándole así que no lo necesitaba para alcanzar el éxito o si, por el contrario, caería hacia el fracaso perdiéndolo todo. Lo único de lo que estaba totalmente seguro era de que tenía que arriesgarme para no perder lo más importante de mi vida y que, por necio, casi había perdido en una ocasión.
Las duras palabras de Juan Lowell me hicieron abrir los ojos ante una verdad que siempre había tenido delante pero que me había negado a ver con claridad hasta ahora: mis familiares nunca me querrían, y por más que cumpliera sus expectativas, éstas serían cada vez más altas hasta que fueran imposibles de alcanzar. Y entonces yo mismo les proporcionaría una muy conveniente excusa para justificar su actitud hacia mí a lo largo de todos esos años, cuando la verdad era más sencilla: ellos nunca me habían amado. En cambio, una rebelde niña de revueltos rizos negros e intensos ojos azules que hoy ya era toda una mujer, jamás me había puesto excusas para entregarme su cariño y siempre me había demostrado cuánto me amaba.
Eso, definitivamente, era algo que yo no podía volver a perder. Porque mientras que ese niño falto de amor se había dado cuenta de que Paula era todo lo que necesitaba, el adulto en el que se había convertido se olvidó de ello con el paso del tiempo y dejó de lado ese amor, causándole en el proceso mucho daño a una persona que nunca se lo mereció.
Ahora, arrepentido por mis errores y decidido a luchar como nunca había hecho, esperé a que mi socio contestara al teléfono, y cuando lo hizo le di una simple orden con la que di comienzo de forma oficial a mi rebelión contra ese apellido que nunca había encajado conmigo.
—Salimos al mercado —dije a mi socio, haciéndolo el hombre más feliz del mundo.
—Pedro, ¿estás seguro? —preguntó, para asegurarse de que no me volvería a echar atrás en el último momento.
—Sí, ya hemos esperado demasiado —contesté. Y mientras lo hacía, mi mirada se centró en la alegre imagen de Paula que veía a través de la ventana.
Sin ser capaz de decidir si mis palabras iban dirigidas a mi interlocutor o hacia ella, seguí adelante con mi plan, decidido a hacer lo que Alan Chaves me aconsejó antes: acabar de una vez por todas con todos los obstáculos que se interponían en mi camino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario