Ese día Pedro dejó atrás ese disfraz con el que apenas había engañado a nadie pero con el que, por unos momentos, había conseguido ser un hombre tan alocado como aquellos que lo habían guiado en esa aventura, esos hombres a los que en su niñez pidió consejo y que, a lo largo de su vida, lo habían ayudado a su manera: en ocasiones mostrándole cuánto se había equivocado y aleccionándolo por ello, pero siempre señalándole el camino para volver a su hogar. Un lugar que siempre encontraría allá donde estuviera Paula.
—¡Y al fin vuelvo encontrar a mi Pedro! —declaró jocosamente Paula mientras ajustaba la corbata del caro traje que llevaba, para luego atraerlo hacia ella y darle un apasionado beso con el que lo reclamaba como suyo.
Cuando lo soltó, Paula contempló orgullosa a su amado, ese altivo hombre de cabellos castaños, ahora sin ningún llamativo adorno en su oreja, de porte elegante, y cuya exclusiva vestimenta ocultaba sus salvajes tatuajes. Pedro exhibía un aspecto irreprochable que solamente perdía con ella, cuando le sonrió más enamorado que nunca. Y sin poder evitarlo, como siempre hacía desde que era niño, le dijo:
—Paula, te quiero.
—Y a pesar de ello tienes que irte, ¿verdad? —preguntó Paula, haciendo que Pedro se removiera con inquietud y nerviosismo al no haberse atrevido a decirle que tenía que volver junto a su abuelo.
—Paula, yo… —intentó explicarse Pedro, esquivando sus ojos por miedo a perderla una vez más si se alejaba de nuevo de su lado.
—Te quiero, Pedro, aunque creo que eso es algo que siempre has sabido — dijo Paula finalmente, haciendo que Pedro no pudiera apartar los ojos de ella después de que pronunciara esas palabras que durante tanto tiempo había querido escuchar—. Aunque tenga miedo, debes saber que esa ventana siempre estará abierta para ti —continuó Paula, e intentando esconder las lágrimas que comenzaban a asomarse a su rostro, quiso alejarse de él. Pero en esta ocasión Pedro agarró su brazo y la sorprendió con sus palabras, dejándole claro que ahora era él quien no estaba dispuesto a esperar más tiempo para estar a su lado.
—Si tardo en regresar, ven a por mí, Paula. Cuando vuelva con mi familia puedo acabar tan perdido y solo como siempre, y únicamente tú sabes llevarme de vuelta a casa —le pidió Pedro, estrechándola entre sus brazos.
—¿Y dónde está tu casa, Pedro? —preguntó Paula, confundida ante sus palabras, ya que Pedro en todos los años que habían pasado juntos nunca había considerado ningún lugar como su verdadero hogar.
—Allí donde tú estés —contestó él antes de besar los labios de la confundida mujer que lo miraba, comprendiendo al fin que, para él, Paula no era un simple amor de la infancia que había madurado con el tiempo, sino que todo su mundo giraba en torno a lo único que su corazón deseaba: ella.
Su apasionado beso fue súbitamente interrumpido por el sonido de una vieja camioneta, algo que intentaron ignorar hasta que un insistente martilleo procedente del porche los hizo salir para ver qué estaban haciéndole a su destartalada vivienda esos molestos individuos que eran los familiares de Paula.
Cuando la pareja salió al exterior vieron cómo el padre de Paula, sin importarle nada su presencia, arreglaba las tablas del exterior a la vez que daba órdenes a sus cuñados acerca de dónde debían colocar los materiales que habían traído para realizar una completa remodelación.
Ante el asombro de Pedro, Alan, antes de seguir cambiando las tablas del suelo, se limitó a comentarle con despreocupación:
—Cuando vuelvas, tal vez esté terminada tu nueva casa. —Luego alzó una de sus cejas con ironía mientras lo retaba a cumplir la promesa que Pedro había hecho—. Porque volverás, ¿verdad?
—Sí, volveré a mi hogar —confirmó Pedro con decisión mientras miraba a Paula y pensaba en cuánto había cambiado su vida desde que la conoció.
—Creo que ha llegado el momento de marcharte —señaló Alan cuando vio aparecer un elegante Mercedes negro por el abrupto camino, de cuyo interior salió un refinado chófer y un estirado hombre de negocios que, sin duda, reclamaba su presencia junto a los suyos.
Suspirando con resignación, Pedro volvió a convertirse en el eficiente hombre de negocios que era el único capaz de sobrevivir en medio de los negocios de su familia, pero antes de marcharse recibió entre sus brazos una vez más el cálido cuerpo de Paula, que lo despidió con un beso.
—No te olvides de mí —susurró Paula antes de depositar algo en el bolsillo de su chaqueta.
—Nunca lo hago —contestó Pedro mientras se alejaba de ella. Y sólo cuando estuvo a solas en el asiento del coche que lo llevaba de vuelta a su solitario destino se permitió mirar la nota que Paula había deslizado en su bolsillo.
Se trataba de la estúpida lista que había intentado cumplir de forma inútil, fallando prácticamente en todo, que parecía perseguirlo. Pero cuando la abrió y la observó con detenimiento no pudo evitar sonreír mientras murmuraba el nombre de la mujer que lo era todo para él.
—Paula... —dijo, mientras sonreía y negaba con la cabeza sin poder creerse que ella hubiera tachado todos los puntos de la lista, como si él hubiera conseguido cumplir cada uno de esos requisitos.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un violento golpe en la luneta trasera de su vehículo, causado por el impacto de un zapato, cuando comenzaba a alejarse.
—¡Y quiero una boda! —gritó una impetuosa voz que no tardo en reconocer, tomándolo por sorpresa.
Cuando Pedro se asomó por la ventana vio a Paula corriendo sin aliento tras su coche por el abrupto camino, sin importarle mostrar en su rostro las lágrimas que no le había dejado ver antes y que, una vez más, él tenía que ignorar para seguir su camino.
—La tendrás… —susurró Pedro mientras guardaba el viejo papel en su bolsillo, dándose cuenta de que esa exigencia era la última en haber sido añadida a esa impertinente lista con la que ella reclamaba su amor.
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