—Eres realmente nefasto con el bricolaje… y eso que sólo te pedí que colocaras unos malditos tornillos —dijo Alan a Pedro mientras revisaba el trabajo que había hecho en la ventana.
—Las reparaciones no son lo mío, yo sólo me limito a pagar a las personas adecuadas para que realicen las reconstrucciones necesarias —respondió Pedro, haciendo que Alan alzara con ironía una de sus cejas mientras se decidía a bajarle los humos a ese niño mimado que en ocasiones volvía a dar señales de vida.
—Claro, pero como olvidaste que no tenías ni un duro antes de romper la ventana de mi suegro y ahora no tienes bastante para pagar esta reparación, limítate a hacer lo que te digo.
—La verdad es que parece muy sencillo, pero es bastante difícil y.... — comenzó a quejarse Pedro, intentando excusar su torpeza.
—¡Paula! —gritó Alan, haciendo que su hija dejara por unos instantes de ayudar a su madre a preparar la gran mesa que estaban colocando en el jardín para correr a su lado.
Las protestas de Pedro dejaron de salir de su boca en cuanto vio a la mujer de sus sueños correr a su lado, para pasar a mostrar una sonrisa bobalicona que solamente un hombre enamorado podía desplegar.
—¿Sí, papá? —preguntó Paula cuando llegó al lado de Alan.
—Ya sabes lo que toca —dijo Alan, tras lo que le tendió el destornillador.
Y en unos pocos minutos Paula deshizo y rehízo con total precisión el trabajo que le había llevado a Pedro casi media hora.
—¡Eso es trampa, ella ha aprendido desde pequeña! —repuso Pedro, tan infantil como siempre, mientras señalaba molesto la satisfecha sonrisa con la que Paula lo miraba, vanagloriándose en su victoria.
—Siempre has sido un mal perdedor, Pedro —respondió Paula, y tras devolverle el destornillador a su padre, se marchó a colaborar con su familia para terminar con los preparativos de esa escandalosa reunión con la que le daban la bienvenida a Pedro, no sin antes olvidarse de volver su rostro y sacarle la lengua al hombre al que siempre le gustaba fastidiar.
—Tú también eres una mala perdedora, Paula —murmuró Pedro, intentando ponerse de pie para seguirla en su juego. Pero un fuerte carraspeo y una profunda voz le recordó que aún no podía jugar con ella como él ansiaba, algo que tal vez haría mucho más tarde en la intimidad.
—Esa ventana no se va a arreglar sola —recordó Alan, señalando la reparación que todavía tenían que realizar.
Tras un suspiro, Pedro se resignó a posponer sus mayores deseos para más tarde y volvió a obedecer las órdenes de una persona a la que siempre había admirado, tal vez porque tenía lo que Pedro tanto ambicionaba, pensó, mientras observaba con anhelo las risas y los cuchicheos de las mujeres o el compañerismo y las bromas de los hombres con los más jóvenes, que mostraban la felicidad de esa familia.
—Todo lo que aprendemos a lo largo de la vida nos sirve para perseguir y alcanzar esas metas que a veces nos pueden llegar a parecer tan lejanas — aleccionó Alan a Pedro, recordando al niño que siempre miraba con extrañeza el comportamiento de su irreflexiva familia, tal vez porque no comprendía ese cariño incondicional que todos ellos se profesaban, o quizá porque, muy en el fondo, querría formar parte de esas locuras.
—Mis metas, a pesar de los años transcurridos, aún parecen muy lejanas para mí —confesó Pedro con seriedad, mientras recordaba las palabras que Paula y él no se habían dicho todavía o los obstáculos que le esperaban cuando volviera, algo que sólo había evitado por un tiempo.
—Algo que aprendí en el campo de juego era que, cuando quieres algo, sólo tienes que correr hacia ello hasta obtenerlo...
—¿Y qué hay de los obstáculos que aparecen en el camino? —preguntó Pedro, confuso porque Alan comparara la vida con un simple partido de fútbol americano.
—Simplemente esquívalos o derríbalos.
—No es fácil —negó Pedro con la cabeza, rememorando todos los problemas que había dejado atrás sin resolver por perseguir a Paula.
—Nunca dije que lo fuera, pero si el premio merece la pena, tienes que arriesgarte —dijo Alan, señalando la maravillosa sonrisa que lucía su hija junto a los suyos, una que Pedro se había perdido durante mucho tiempo—. Ahora, si me lo permites, chaval, voy a reclamar una vez más el premio que me he ganado. Me pregunto cuándo tendrás tú el valor suficiente para ganarte el poder reclamar el tuyo —manifestó Alan, con una expresión risueña en el rostro mientras se dirigía hacia su desprevenida esposa para, sin explicación alguna, volverla hacia él para darle un beso arrollador tras el que simplemente se limitó a cargarla sobre uno de sus hombros a pesar de sus protestas.
—Luego le dolerá la espalda —señaló el anciano Juan Lowell, observando complacido la felicidad de su familia, para luego volver a adoptar un gesto serio mientras reprendía una vez más a ese hombre que para él siempre sería un niño bastante perdido—. ¿Qué estás haciendo, chico?
—Trato de arreglar la ventana que le rompí, aunque la verdad es que no se me da demasiado bien... —comenzó a explicarse Pedro antes de ser abruptamente interrumpido por un enojado Lowell.
—¡Me importa una mierda esa ventana, muchacho, aunque me la tendrás que arreglar! Te pregunto por qué razón, ahora que has crecido y eres un adulto con capacidad de decisión, pretendes todavía complacer a todos los que te rodean, si lo único que tienes que hacer es lo que tú más desees. La vida es demasiado corta para desperdiciarla intentando satisfacer las expectativas que otros tienen para ti, Pedro. Dedícate tan sólo a cumplir las que tú tienes para ti mismo y olvida a los demás.
—Creo que inconscientemente todavía espero de ellos esa muestra de afecto que quizá nunca llegarán a darme… —confesó Pedro, dejando salir la dolorosa verdad que guardaba en su corazón.
—Y mientras intentas conseguir el cariño de alguien que no se lo merece, desperdicias el que otros te ofrecen —dijo Juan, señalando a su nieta, recordándole todo el daño que le había hecho a lo largo de su difícil relación.
—Lo he decepcionado, ¿verdad, señor Lowell? —preguntó Pedro, abatido por cada uno de sus errores.
—No, hijo, te has decepcionado a ti mismo, por eso quieres cambiar — contestó Juan, señalándole su ridículo aspecto—. Pero donde tienes que cambiar es por dentro, no por fuera, chaval. No cometas de nuevo los mismos errores o tal vez no tengas una nueva oportunidad —declaró con contundencia Juan mientras se alejaba, recordándole que, aunque su familia nunca le demostrara su cariño o se sintiera orgullosa de él, existiría una persona que siempre lo amaría sin que le importara nada. Y a pesar de que él no hubiera hecho nada para merecerse ese cariño, Paula lo seguiría amando y esperándolo junto a esa ventana que, de una u otra manera, siempre permanecería abierta para él.
—Es hora de que arreglemos esta ventana para que no vuelva a cerrarse nunca más —susurró Pedro para sí, decidido a hacer todo lo posible por cumplir todas las promesas que le había hecho a Paula y que tan fácilmente había olvidado con la distancia.
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