1. Que sea el mejor motorista del mundo y que tenga la mejor moto.
A pesar de haber escuchado cuando niño la historia de cómo acabaron juntos los padres de Paula en la que aparecía como protagonista fundamental una lista similar, pensé que yo no lo tendría tan difícil. Después de todo, según mi familia, yo me había convertido en el hombre perfecto.
Pero cuando comencé a leer las notas que Paula había realizado en su infancia, un discutible listado de cualidades que ni siquiera llegó a terminar, comencé a preocuparme. Sobre todo cuando recordé que lo que Paula veía como «su hombre perfecto» distaba mucho de lo que el resto del mundo consideraba como tal.
Aun así, estaba decidido a cumplir con todos los malditos requisitos que Paula me exigía por dos motivos: el primero, para demostrarme a mí mismo que podía convertirme en el hombre que Paula necesitaba, una meta que con el tiempo había comenzado a olvidar; y, en segundo lugar, porque si no intentaba con todas mis fuerzas cumplir con todos esos requerimientos plasmados en ese endemoniado papel, sus sobreprotectores familiares no me dejarían acercarme a Paula ni en un millón de años.
Tras leer el primer punto me dije que no lo tenía tan difícil como lo tuvo en su día el señor Chaves, así que sonriendo con satisfacción a mis forzosos acompañantes en ese viaje de vuelta a Whiterlande, anuncié:
—Esta misma tarde me acercaré al concesionario para adquirir la mejor moto que tengan, quizá una BMW, o una Triumph, o una Suzuki… o tal vez una Harley Davidson. ¿Cuál creéis que será la mejor? —pregunté con presunción.
Pero mi convicción de que ese primer punto sería tan fácil de cumplir con apenas sacar a pasear mi tarjeta de crédito pronto se vino abajo cuando recibí como respuesta la maliciosa sonrisa de esos tres tipos que me advertían de que yo no iba a ser la excepción a la regla y que tampoco lo tendría fácil en el amor.
Cuando comencé a abrir la boca para preguntarles qué inconveniente veían a mi plan, mi inestimable guardaespaldas se apresuró a mostrarme lo que yo aún no había apreciado en mis prisas por cumplir esa dichosa lista.
—Si haces ese tipo de compras con tu tarjeta de crédito, tu familia se preguntará la razón de semejantes gastos, con lo que no dudarán ni un instante en buscarte allá donde estés. Y como nosotros no queremos eso...
Sin esperar a mi respuesta, Nicolás se dirigió hacia la mesa donde se hallaba la cartera que había perdido durante mi forcejeo con esos secuestradores chapuceros. Y cogiendo las tarjetas de crédito que tenía en su interior, las dobló una por una hasta partirlas, imposibilitándome el poder utilizarlas.
—Y ahora que no puedes usar el dinero de tu familia, ¿qué? Dime… ¿cómo piensas adquirir ese vehículo? —preguntó el señor Chaves mientras acariciaba su barbilla, complacido al detectar en mi rostro un gesto de desasosiego ante lo que me esperaba al tratar de hacer realidad cada uno de los sueños de Paula en su búsqueda de un hombre que nunca podría existir.
—No te preocupes, chaval, yo tengo la solución —anunció alegremente Daniel Lowell, convirtiéndose en mi salvador.
—Muchas gracias —contesté aliviado, pero en el momento en el que la socarrona sonrisa de Alan Chaves se amplió, comencé a sospechar que tal vez la ayuda de ese alocado Lowell no era la mejor solución para resolver mis problemas, sino justo lo contrario.
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