jueves, 24 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 37

 


—Y después de unos días de ensueño, de vuelta a la dura realidad… —suspiró Pedro mientras dirigía el lujoso coche por el silencioso camino que conducía a la gran mansión de su abuelo.


El suntuoso edificio, que un día lo impresionó por la excelencia arquitectónica procedente de la edad dorada después de la Guerra de Secesión y la posterior reconstrucción, en la que los hombres adinerados intentaron imitar el lujo de los palacios, castillos y villas europeas consiguiendo grandes resultados, ahora sólo lo hastiaba.


La fastuosa propiedad estaba provista de una casa principal, establos, edificios adyacentes para los criados y jardines temáticos rodeando todo el conjunto. Las monumentales puertas de hierro forjado con un baño de oro lo saludaron al llegar a esa casa junto con las frías y exigentes medidas de seguridad antes de poder adentrarse por el largo camino de acceso que contaba con exuberantes paisajes, extravagantes jardines y curiosidades creadas tan sólo para evocar el poder y la riqueza.


Tras pasar varios controles de seguridad, Pedro aparcó su coche en el garaje y entró en la casa en la que, aunque todos supieran que ya había llegado, no creía que nadie lo estuviera esperando. Su sorpresa fue mayúscula cuando encontró ante sí a su afligida madre aguardando su regreso. Tal vez, cuando era niño, Pedro se habría emocionado ante tal recibimiento, pero con el paso de los años había aprendido lo fría y falsa que podía llegar a ser su progenitora, quien demostraba ese teatral cariño únicamente cuando la beneficiaba.


—¡No vuelvas a desaparecer de la forma en que lo has hecho! —gritó Susana mientras abofeteaba la mejilla de su hijo—. ¿Sabes lo preocupada que he estado por ti? ¿Se puede saber dónde estabas y por qué no has tenido tiempo para llamarme?


Conocedor de las tretas de su madre y de lo mucho que le molestaba que alguien se las estropease, Pedro guardó silencio y mostró ante todos un gesto serio e imperturbable que no dejaba entrever ninguno de sus verdaderos sentimientos hacia la persona que lo injuriaba.


Tan sólo cuando los criados desaparecieron de su vista, dejándolos a solas en el ostentoso vestíbulo que mostraba algunas de las caras inversiones en arte de su abuelo, Pedro interrumpió la escena de su madre, de la que ya estaba más que cansado.


—¡Me has tenido en vilo durante toda la semana sin saber si te había ocurrido algo! Y tu abuelo no ha dejado de preguntarse dónde estabas, y…


—Mamá, los criados ya se han marchado, así que ya puedes dejar de fingir. Lo único sincero en tu recibimiento ha sido sin duda la bofetada que me has propinado —manifestó Pedro, alzando su rostro mientras mostraba una irónica sonrisa que molestó a su madre más de lo que podían haberlo hecho sus palabras.


—Menos mal. Cada vez me resulta más difícil fingir, y el viejo tiene cotillas entrometidos por toda la casa… ¿Se puede saber dónde estabas? —exigió Susana, dejando claro que no sentía cariño alguno por su hijo.


—Madre, si tú nunca me informas de tus salidas, ¿por qué debería hacerlo yo con las mías?


—Porque el viejo no ha dejado de molestarme con su enfado desde que abandonaste esa maldita reunión para desaparecer durante toda una semana.


—Pues no sé el motivo de ese enfado, si hice lo que se requería de mí con suma eficiencia. Eso debería haber sido suficiente para satisfacer las exigencias de mi abuelo —suspiró Pedro, molesto, mientras aflojaba su corbata y se desprendía de su chaqueta.


—Al parecer aún no has aprendido lo altos que pueden ser los estándares que exige esta familia, para los que nunca es suficiente. Pero no te preocupes: algún día lo harás. Después de todo, eres uno de ellos. Y dime, hijo, ¿quién ha sido la zorrita que te ha tenido entretenido toda esta semana?


—¡Ella no es ninguna zorra! —gritó Pedro, enfadado con los insultos de su madre hacia la persona que amaba.


—¡Ah, Pedro! ¡Tan inocente como siempre! Tú mismo te delatas con tus sobreprotectoras palabras. Sin duda has corrido nuevamente detrás de las faldas de esa salvaje mocosa y en esta ocasión, por lo que veo, te ha tentado con algo más que unos simples juegos para llamar tu atención.


—Con quien yo haya estado no es de tu incumbencia —declaró Pedro tajantemente, intentando poner fin a esa conversación mientras comenzaba a subir la escalera que lo conducía a su habitación.


—En eso te equivocas —replicó firmemente Susana, haciendo que su hijo se volviera y prestara atención a cada una de sus pérfidas palabras—. Tu abuelo quiere que ejerza mi papel de madre y te guíe por el buen camino, así que, por el bien de mi economía, estoy dispuesta a bailar al son que marque ese viejo. Según él, con tu elevada posición, algún día necesitarás una mujer ejemplar a tu lado. ¿Qué crees que diría tu abuelo si echara un vistazo a esa salvaje que sólo sabe jugar con el barro?


—Nadie sabe mejor que yo lo que necesito, madre, y es a Paula. Poco me importa que no sea digna para mi abuelo o para ti, cuando lo es para mí.


—Tus exigencias son muy bajas si te conformas con esa niñata.


—Al contrario, madre, son muy altas; por eso la elegí a ella.


—Nadie en esta casa te pondrá fácil continuar con esa estúpida relación, así que ¿por qué no dejas de rebelarte y desistes de seguir con algo que no te llevará a ningún lado? Simplemente, haz como siempre y sé un buen niño.


—Por si no te habías dado cuenta, mamá, hace mucho tiempo que dejé de interpretar ese papel —apuntó Pedro, con una ladina sonrisa en sus labios.


—¿Ah, sí? ¿Y se puede saber por qué?


—Sencillamente porque no satisfacía mis propósitos.


—¡Vaya! ¿Y cuáles son esos propósitos tan importantes que te hacen comportarte como un irresponsable?


—Paula —concluyó Pedro ante su cargante madre mientras ignoraba su enfado para encerrarse en su habitación, a ver si en sus sueños podía dejar atrás la pesadilla que le suponía el vivir en esa casa cuando soñara con Paula y con esa ventana que siempre estaría abierta para él.



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