Mi primer beso, al contrario de lo que muchas de mis amigas decían, fue muy dulce y para nada torpe.
Pedro rozó levemente mis labios con los suyos, acallando mis palabras. Luego se dedicó a limpiar con las yemas de sus dedos cada una de las lágrimas que manchaban mi rostro mientras sujetaba mi cara entre sus manos y besaba con ternura mis párpados para acabar con mi llanto.
Tras abrazarme fuertemente entre sus brazos, como si quisiera protegerme de todo, me miró decidido y fue entonces cuando me mostró ese tipo de beso del que hablaban mis amigas. Su penetrante mirada me advirtió de lo que me esperaba, y sus ojos negros me observaron, bastante molestos, por atreverme a intentar experimentar con otro que no fuera él.
Sus labios, como antes, acariciaron tentadoramente los míos. Pero en esta ocasión me exigieron más cuando mordisqueó levemente mi labio inferior y me reclamó que abriera la boca frente a sus avances. Su lengua no tardó en invadirme para jugar conmigo mientras me pedía una respuesta que yo no sabía darle.
Los brazos que me acogían descendieron despacio por mi espalda, acariciándome, haciendo que me estremeciera de placer ante su roce y que quisiera más de las caricias de Pedro. Cuando mi titubeante lengua comenzó a responder a la suya, volviéndome tan atrevida como él, Pedro gimió, acortando aún más la distancia entre nuestros cuerpos, con lo que pude notar la evidencia de su deseo y advertir lo mucho que se había contenido hasta ese momento para no romper nuestra amistad.
Mi desnuda piel no se enfrió en absoluto entre sus tentadores brazos, y el roce de sus manos subiendo con lentitud mi falda hicieron que mi cuerpo comenzara a arder ante la expectativa de lo mucho que Pedro podía mostrarme.
Nuestro apasionado beso fue bruscamente interrumpido cuando escuchamos el viejo coche de mis abuelos, que se acercaba a casa en medio de un estruendoso ruido.
Aunque yo quise retener a Pedro durante más tiempo junto a mí, él acabó con nuestro beso tan súbitamente como había comenzado. Y recomponiendo sus ropas, se dispuso a solucionar el lío en el que me había metido mi imprudencia, como había hecho en el pasado en más de una ocasión.
—Paula, cámbiate la ropa antes de alarmar a tus abuelos —dijo, algo avergonzado, señalándome mi desnudez. Una sugerencia que me apresuré a cumplir para, a continuación, seguirlo hacia el piso de abajo para colaborar con el eficiente Pedro ordenando y recogiendo todo el desorden hasta dejarlo todo en su lugar.
—Y tú, Ramiro… ¡Ramiro! ¡¿Se puede saber qué demonios estás haciendo?! —gritó Pedro cuando vio cómo mi hermano pequeño había conseguido enrollar al inconsciente Christian en una gran alfombra vieja que en esos momentos pisaba pasa asegurar con una gruesa cuerda.
—Me estoy deshaciendo de él —contestó Ramiro sin inmutarse, como si sus beligerantes acciones fueran de lo más normales en esas circunstancias.
—En serio, es muy cuestionable el tipo de películas que tus mayores dejan ver a los niños —me indicó Pedro, reprendiéndome con su mirada—¡Mierda!—exclamó al oír los pasos de mis abuelos acercándose. En ese momento apartó rápidamente a Ramiro para apretar más las cuerdas, y subiendo el lastre que era Christian sobre sus hombros, declaró ante nuestros preocupados rostros: »No os preocupéis: yo me encargaré de este pequeño problema.
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