Siguiendo una vez más los consejos de los alocados personajes que formaban esa familia, me dejé guiar esperando poder acercarme a Paula y conseguir que ella me escuchara en esta ocasión.
Sabía que, si me alejaba de ella sin aclarar todos los malentendidos que había entre nosotros, si no gritaba esas palabras que guardaba mi corazón lo suficientemente alto como para que Paula las escuchara, lo nuestro habría terminado. Y ella era algo que no estaba dispuesto a perder.
El vacío que me embargó cuando Paula me abandonó, la frialdad y la soledad que sentía, aun estando rodeado de gente, eran experiencias que no quería volver a sufrir, y ese insensible individuo en el que me convertía cuando no estaba a su lado era tan odioso para ella como para mí. «Y, aun así, me veo obligado a volver a serlo durante un tiempo para ayudar al viejo», pensé mientras admiraba el elegante traje que Victoria Lowell me había conseguido, que descansaba sobre una silla dentro de su funda protectora, y el tinte para el pelo que había sobre la arcaica mesa junto a ésta, algo que, gracias a Dios, Sara Lowell me había comprado después de rogarle que no permitiera que lo adquiriese su hijo Daniel.
Mi abuelo era la única persona de mi familia a la que todavía intentaba contentar, a pesar de las escasas muestras de cariño que había recibido de su parte. Pero le estaba muy agradecido porque sabía que sin él mi vida habría sido mucho más dura. Todo lo que me había enseñado del mundo de los negocios era de un valor incalculable y siempre lo apreciaría, al igual que alguno de sus sabios consejos y su apoyo económico, que sin duda habían sido cruciales para que yo despegara. Pero todo ello no merecería la pena si en el camino hacia el éxito en el que mi abuelo pretendía guiarme perdía a Paula. Mi abuelo era muy ambicioso, queriendo llegar siempre a culminar con una victoria todos los negocios que emprendía, pero yo lo era más, ya que en mi ascenso no quería dejar nada atrás. Y si anhelaba el éxito empresarial tanto como mi insaciable abuelo, aún anhelaba mucho más a Paula.
Mientras bebía una cerveza me derrumbé en el viejo sofá, sin poder evitar preocuparme por ese viejo cabezota que seguramente habría enfermado por exceso de trabajo. No me gustaba esa situación, no me gustaba esperar y menos aún cuando el tiempo se me acababa, pero como Alan Chaves me había asegurado que ésa era la única forma de que su hija me escuchara y era un método que él mismo ya había utilizado para conseguir a su mujer, decidí seguir sus consejos mientras rogaba no arrepentirme de ello.
En esta ocasión, al menos, tenía la tranquilidad de que mi amigo Nicolás me había confirmado que Alan probablemente estaría en lo cierto y que ése sería, casi con toda seguridad, el lugar que Paula escogería para esconderse de todos, ya que la destartalada casa que había adquirido sería el último lugar en el que nadie la buscaría, ni siquiera yo mismo. Algo que la taimada Paula aprovecharía para esconderse mientras los demás nos desesperábamos por encontrarla. Así pues, confié en mi amigo como normalmente hacía.
Miré la hora en el elegante reloj que Victoria me había conseguido para que hiciera juego con el traje, y pensé que Alan y Nicolás se habían equivocado en esa ocasión. Y tras dejar escapar un suspiro de frustración, dejé caer mi cabeza hacia atrás en el sofá, preguntándome qué podría hacer a partir de entonces. Y ése fue el preciso momento en el que oí las maleducadas exclamaciones de una dulce boquita que conocía demasiado bien, de la que salían decenas de maldiciones que sin duda llevaban mi nombre.
—Bueno… veamos si puedo hacer que me escuches ahora —declaré, luciendo una maliciosa sonrisa mientras me dirigía hacia Paula, sabiendo que en esta ocasión no tenía escapatoria.
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