jueves, 24 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 68

 


«Debí seguir las indicaciones que me solía ofrecer Nicolas acerca de aceptar consejos o ayudas de parte de su familia», pensaba mientras me reprochaba a mí mismo mi estupidez al tiempo que mi culo acababa una vez más en el suelo.


Pero es que, inocente de mí, me agarré a la alocada propuesta que Daniel Lowell me propuso tan vehementemente como a un clavo ardiendo, sin recordar que ése era el más irreflexivo de los tres protectores de Paula.


En un principio no me pareció mal la idea de canjear alguno de mis caros bienes, que únicamente tenían un valor monetario para mí, pero ninguno sentimental. Excepto el anillo de Paula, que, gracias a Dios, mantenía a buen recaudo en el hotel. Por lo tanto, deshacerme de cualquiera de mis otras pertenencias no me suponía ningún problema si con ello lograba superar el primer punto de esa dichosa lista. Así pues, tras hacer acopio de valor, penetré en ese grasiento tugurio de sucios suelos, estruendosa música y tenues luces que iluminaban un lúgubre y maloliente ambiente. El bar de moteros poseía una deslucida barra que hacía juego con unos inestables taburetes, y varias pequeñas mesas redondas de roble con sus desvencijadas sillas se repartían por el lugar. La sala estaba llena de juegos de azar, de tipos peligrosos de mirada torva y de chicas provocativas, y lo atendían unas llamativas camareras bajo las órdenes de un sujeto de unos cuarenta años, de aspecto siniestro. El tipo llevaba una larga melena negra que comenzaba a mostrar algún que otro mechón gris, una barba que ocultaba gran parte de su rostro, unas gafas de sol que no disminuían la intensidad de la intimidación de su mirada, e iba vestido con unos viejos y raídos vaqueros y un chaleco de cuero sobre una camiseta que rezaba «Muerte a los intrusos». No me inspiró mucha confianza la idea de hablar con ese hombre, aunque por su amenazante mensaje supuse que sería el propietario del local, la persona a la que tenía que dirigirme para conseguir algo. Pronto comencé a sospechar que, tal vez, ésa no era la mejor forma de adquirir un vehículo y empecé a dudar si sería capaz de conseguir la moto que necesitaba.


Empujado por las instigadoras palabras de un hombre que aún no me perdonaba que hubiera dañado a su hija, me dejé guiar hacia la peor idea del mundo, y cuando entregué el mensaje con el que Daniel me había asegurado que «recibiría un trato especial», el peligroso tipo que había detrás de la barra me mostró como de especial era mi trato con un par de puñetazos.


Después de susurrar una docena de maldiciones contra la tal Mary, el tipo cayó sobre mí con furiosos golpes que yo apenas recordaba cómo evitar. Por unos instantes, fui otra vez aquel atemorizado niño que apenas sabía defenderse e, inocentemente, me quedé quieto, esperando que alguien viniera en mi auxilio, en especial ese amigo que pretendía ser mi guardaespaldas, o incluso los individuos que hasta entonces siempre me habían brindado su ayuda. Hasta que comprendí que esa familia me estaba dando una lección.


Entre golpe y golpe, recordé las lecciones aprendidas en el pasado, lecciones que tomé en su día únicamente para proteger a Paula de los abusones. Por fin, con la misma decisión de cuando era apenas un niño, comencé a devolver cada uno de los puñetazos de ese tozudo energúmeno que se empeñaba en pagar conmigo el enfado que sin duda tenía con otra persona.


Ya comenzaba a apañármelas en esa pelea cuando unos cuantos amigos del dueño del local decidieron tomar parte, todos contra mí. Comencé a temerme lo peor hasta que, por el rabillo del ojo, pude ver que la ayuda que había esperado de parte de mis torturadores al fin llegaría, pues se estaban levantando de la mesa para dirigirse hacia mí. Aunque, a mitad del camino se detuvieron… ¿para jugar a «piedra, papel o tijeras»?


—Pero ¿qué cojones están haciendo? —murmuré furioso, incapaz de comprender a esa alocada familia y cada una de sus acciones.


Más irritado que nunca con cada uno de ellos, descargué toda la furia que me invadía en esos instantes con los impresentables que tenía ante mí. Golpeando sin cesar con mis puños, y propinando alguna efectiva patada, aprendida de mis clases de defensa personal, acabé derribando a varios de esos tipos. Luego volvieron a levantarse, pero volví a derribarlos con algunos potentes y certeros puñetazos.


Finalmente, la ayuda acudió junto a mí. Aunque yo ya no la necesitaba. Sin saber cómo era capaz de seguir en pie después de esa trifulca, miré asombrado a mi alrededor: todos los tipos que me rodeaban momentos antes con intención de darme una paliza estaban inconscientes en el suelo. El único que quedaba en pie era el furioso tabernero que aún maldecía el nombre de Mary.


Jose Lowell deslizó una silla por el suelo hacia mí y Alan Chaves me obligó a sentarme. Entonces fue cuando recibí la ayuda de esos sujetos: Daniel se dirigió hacia el tipo que todavía intentaba abalanzarse sobre mí, pese a la oposición de José. Aunque la ayuda que Daniel iba a proporcionarme fue bastante inesperada:

—¡Buenas! Parece que ha habido algún malentendido, caballero. Mary nos ha enviado con la intención de pagarte ese dinero que tú crees que le estafó a tu padre, aunque también me ha pedido que te asegure que nunca hizo trampas en aquella partida de póker —dijo Daniel, aclarando el motivo del enfado del tabernero, aunque no revelaba quién era la maldita Mary—. Este chaval es quien te pagará toda su deuda y, además, quiere comprarte una moto.


El árido humor de ese hombre cambió rápidamente ante la perspectiva del dinero, transformando su fruncido ceño en una sonrisa torcida que me llevó a preguntarme cuán elevada sería esa deuda.


Salí de dudas al final de la noche, una vez vi «mi adquisición». Delante de mí tenía una moto terriblemente vieja y sucia, que no me atrevía a tocar por miedo a que se cayese desmontada, una moto en la que ninguna chica querría montarse, ya que estaba muy lejos de ser un vehículo aceptable y, por supuesto, que de ningún modo podía catalogarse como «la mejor moto del mundo». Para colmo de males, me habían desplumado de todas mis pertenencias para saldar la deuda, incluyendo mi caro traje de Armani.


—Bueno, por lo menos ya tienes la moto —me dijo Alan con una burlona sonrisa en la cara, riéndose una vez más de mi presunción de cumplir con facilidad los malditos puntos de esa dichosa lista.


—¿Usted cree? —gruñí un tanto molesto al observar el desastroso vehículo que tenía delante de mí.


—Bueno, chaval: creo que debemos regresar al hotel —señaló el señor Chaves, riéndose de mí al observar el lamentable aspecto que presentaba en esos momentos, vestido tan sólo con mis calzoncillos tipo bóxer y mis caros zapatos.


—Sí, creo que será lo mejor… ¿Podría llevarme la moto a la dirección que le proporcione? —comencé a pedir amablemente al antiguo dueño de la moto, que me contestó riéndose en mi cara a la vez que me mostraba su negativa con un gesto tan claro como maleducado con uno de sus dedos—. Bueno, entonces tal vez lo mejor será que volvamos al hotel y que mañana pasemos a recogerla — dije, rogando en silencio porque a la mañana siguiente me hubieran robado ese trasto inútil que solamente me serviría para dar una imagen aún más penosa de la que Paula ya tendría de mí.


—Tú mismo... —dijo José mientras abría el maletero del coche en el que habíamos circulado, recordándome cuál era mi lugar asignado en ese viaje desde el principio.


Decidido a no volver a verme encerrado en ese agobiante lugar, me subí a mi nuevo montón de chatarra con ruedas y la arranqué, causando un ruido ensordecedor acompañado de una espesa nube de humo negro que me llevó a pensar que, si salía vivo después de conducir ese trasto, sin duda cumpliría con el primero de los puntos de esa maldita lista, ya que indudablemente me convertiría en el mejor motorista del mundo...



No hay comentarios:

Publicar un comentario