Ese fin de semana, decidida a escaparme de todos los malos recuerdos que me perseguían, hui hacia el único lugar que siempre me reconfortaría: el hogar de mis abuelos. Esa entrañable casa blanca de dos plantas, con un bonito porche y su amplio jardín, era el recóndito lugar adonde yo me escabullía para lamer mis heridas. Cuando niña, todos los fines de semana deseaba ir a esa casa para reunirme con mis primos y para jugar con ese molesto niño que tanto me necesitaba. Pero ahora que Pedro no estaba allí, me preguntaba si no habría sido un error el regresar de nuevo a una habitación que me evocaba tantos momentos que pretendía olvidar.
No recibí ninguna contestación a la carta que había mandado a Pedro, así que supuse que seguramente estaría demasiado ocupado como para dedicarme uno solo de los preciados segundos de su tiempo, que únicamente usaba para los negocios. Sin duda ese muro seguiría allí, esperando que el hombre para el que había sido creado pasara junto a él y lo contemplara, pero eso tal vez era algo que nunca llegaría a ocurrir, porque el Pedro que había abandonado distaba mucho de ser ese alocado niño que sólo tenía ojos para mí.
Paseando por la habitación que mis abuelos habían mantenido prácticamente intacta desde mi niñez, acaricié lentamente con mis dedos los infantiles recuerdos que permanecían en ella: alguna olvidada revista de mi juventud, una maltratada muñeca que odiaba cuando niña y un ajado oso de peluche que me hizo recordar al chico bueno que ya nunca volvería a estar a mi lado.
Su ausencia a lo largo de todo un año era una respuesta bastante contundente y definitiva sobre lo que Pedro sentía por mí. Si de verdad me hubiera seguido amando, no habría dudado en correr detrás de mí del mismo modo que yo había hecho en más de una ocasión por él. Pero el hombre que había dejado atrás sólo era un desconocido que nunca estropearía su caro y elegante traje corriendo detrás de nadie.
Esa noche mis abuelos me habían dejado sola en su casa, tal vez sabiendo lo mucho que necesitaba lamer mis heridas. Me habían dado como excusa que irían a cuidar a mi abuela Penélope, que no había dudado en fingir un resfriado de un modo bastante cómico, concediéndome así la soledad y tranquilidad que necesitaba para reflexionar sobre lo que debía hacer a partir de ahora con mi vida.
Sin duda, ya era hora de olvidar a mi amigo de juegos de la infancia, a mi apasionado amante, al hombre que hacía que mi corazón se acelerara y, sobre todo, al chico del que me había enamorado. Era el momento de olvidar a Pedro.
Decidida, busqué un acto simbólico con el que mi dolorido corazón comprendiera definitivamente que debía dejar de sufrir y, sin apenas percatarme de ello, lo hallé ante mí: yo, sin apenas darme cuenta, todavía dejaba la ventana de esa habitación abierta, como si lo estuviera esperando, así que me dirigí hacia ella, la cerré y con este acto desterré todas las esperanzas de que Pedro volviera a mi lado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario