jueves, 24 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 7

 


Cuando me di cuenta de que Paula había vuelto a quedarse a dormir en casa de sus abuelos me dispuse a subir una vez más por el viejo árbol hasta su habitación, cargado con el último obsequio que pretendía ofrecerle a mi amiga.


Junto a ella podía alejarme de los gritos y recriminaciones que mis padres se hacían entre sí, así como de los injustos castigos con los que últimamente mi madre intentaba aleccionarme mientras me exigía lo imposible.


Yo podía sacar las mejores notas en el colegio, aguantar múltiples tutores fuera de las clases, olvidarme de juegos para los que no tenía tiempo, incluso malgastar mi exiguo período de recreo sumido en mis lecciones…, pero lo que no podía hacer era olvidar la risa de esa niña que me había hecho darme cuenta de lo que me estaba perdiendo, ni alejarme de ella cuando, para mí, estar a su lado era lo único que me hacía feliz, aunque sólo fuera por unos breves momentos.


Era plenamente consciente de que, si en algún momento mis padres llegaban a enterarse de mis escapadas, me castigarían con gran contundencia, ya fuera con sus airados golpes o con encierros. Pero ése era un precio que estaba dispuesto a pagar con tal de estar a su lado.


Aunque Paula me gritara y se enfadara conmigo, yo sabía que me quería.


Para mi desgracia, había aprendido desde muy pequeño a reconocer cuando una persona me odiaba de verdad. De hecho, yo sabía perfectamente que mis padres no me amaban y que me utilizaban para obtener dinero de mi abuelo. Tal vez por ello los gritos entre risas, los gestos obscenos o los «te odio» que en ocasiones me dedicaba Paula no me alejaban de ella, sino que me acercaban más, porque en el momento más inesperado me sorprendía con un abrazo o un gesto cariñoso que, sin que Paula lo supiera, me unían más a ella, pues eso era lo que siempre


había faltado en mi vida y nunca había llegado a tener hasta que la conocí.


Cuando terminé de escalar ese dichoso árbol, abrí la ventana y por poco no me caí del susto al ver de repente un enorme y aterrador oso de peluche que tardé unos instantes en reconocer: se trataba del hermoso y caro regalo con el que yo había sustituido a su espantoso Hérnan, al que no dudé en enterrar en el jardín trasero sólo porque Paula lo abrazaba demasiado. Mi presente no había tardado en adquirir un aspecto tan lamentable como su predecesor en manos de mi vengativa amiga.


Entre las modificaciones que había llevado a cabo, con gran creatividad, eso había que reconocérselo, mi primoroso regalo había sido dotado de un parche negro en el ojo con la irónica forma de un corazón. Además, para darle un aspecto más vulgar, mi amiga había pintado una pequeña cresta verde en su hermoso pelaje marrón y le había colocado una vestimenta bastante singular: una chaqueta de cuero negro que le daba un aspecto intimidante y algunas grapas…, bueno, bastantes grapas en las orejas, como si fueran piercings. Del elegante y caro regalo que le había hecho sólo quedaba intacta la impoluta pajarita negra que siempre me obligaba a llevar mi madre y que yo había utilizado con mi oso para que Paula no pudiera olvidarse de mí. Paula la respetó, aunque no del todo, pues junto a ella había colgado una cuerda que sostenía una impertinente nota en la que me retaba como sólo ella sabía hacer: «Él sí puede ser un chico malo, tú no».


—Qué te apuestas... —susurré para mí mientras descolgaba el oso de la ventana, muy dispuesto a hacerlo desaparecer, mientras lo cambiaba por un nuevo regalo, más apropiado para Paula. Luego, tiré por la ventana al grotesco peluche mientras tomaba mi lugar en la cama, acurrucándome junto a Paula a la vez que cogía la cálida mano que nunca me rechazaba.


A la mañana siguiente supe que a Paula no le había gustado demasiado el último presente, con el que había sustituido a ese horrendo oso, cuando entró en la cocina de sus abuelos al tardío desayuno al que me habían invitado, despotricando indignamente sobre mí.


—¡Has sido tú! ¡Sé que has sido tú! ¡Devuélveme mi oso pero ya! —gritó Paula mientras vapuleaba mi nuevo regalo.


—No sé de qué estás hablando —respondí con dignidad y continué sorbiendo mi chocolate caliente, pues sabía que lo que más sacaba de quicio a Paula era que la ignorase.


—¡Tú…! ¡Tú…! ¡Esto es cosa tuya! —exclamó, poniendo ante mí el objeto de su furia.


—Sí, Paula, yo te lo he regalado —admití pasivamente mientras dejaba a un lado mi taza para prestar atención a su berrinche.


—¡¿Dónde está mi oso?!


—Ahí lo tienes: eso es un oso de peluche —repuse, mientras le señalaba mi regalo más reciente.


—¡Tú sabes a qué oso me refiero!


—¡Ah! Lo siento, pero tuvimos un enfrentamiento y tuve que deshacerme de él —dije, imitando la voz y el gesto amenazante de pasarme un dedo por el cuello que había visto en una de esas películas de mafiosos que tanto le gustaban a Paula.


—¡Tú y yo sabemos que no eres un chico malo! —sentenció contundentemente Paula, acercando mucho su rostro al mío.


—Pero estoy aprendiendo —repliqué, y le ofrecí la más bella de mis sonrisas, con lo que conseguí que Paula se alejara de mí resoplando y maldiciendo mi nombre.


—¿Qué has hecho ahora, chaval? —preguntó el señor Chaves mientras entraba en la cocina.


—Nada, sólo darle un detallito —dije, señalando mi regalo.


Y, tras dar un sorbo a su café, el padre de Paula casi se atragantó al ver mi hermoso obsequio que había sido abandonado sobre la mesa de la cocina. Luego, tan curioso como siempre, se fijó en la nota que lo acompañaba.


—«¡Al igual que tú, la Señorita Pinky Lacitos Arco Iris es toda una princesita!» —leyó en voz alta el señor Chaves mientras fruncía el ceño ante tan desacertado regalo para su hija, como era un oso de peluche ataviado con un vestido muy similar a los que la madre de Paula la obligaba a llevar en ciertas ocasiones—. Pedro, no creo que a mi hija le vayan demasiado las princesas…


—¿De veras? —pregunté haciéndome el tonto, porque por nada del mundo iba a confesar que sólo le había hecho ese regalo para fastidiar a Paula tanto como ella solía hacer conmigo.


—Verás: lo mejor es elegir el momento adecuado para cada regalo, así como un presente que sea de su agrado —declaró el señor Chaves mientras me conducía hacia el salón—. Aunque es verdad que las mujeres pueden llegar a ser algo complicadas... —musitó el señor Chaves mientras me señalaba cómo su mujer intentaba quitarle a Paula unas enormes tijeras con las que pretendía destrozar a la Señorita Pinky Lacitos Arco Iris.


—¡Pero mamá, que sólo lo ha hecho para fastidiarme! —se quejaba Paula.


—¡Paula Chaves, por nada del mundo voy a permitirte utilizar esas tijeras para destrozar tan hermoso regalo! —replicó la madre de Paula, logrando finalmente hacerse con las tijeras mientras le señalaba su cuarto—. Y antes de retirarte a tu habitación espero que le pidas a Pedro las debidas disculpas que se merece.


—¿Pedro? —dijo Helena, dirigiéndose a mí a la vez que me mostraba sus morritos enfurruñados.


—¿Sí, Paula? —pregunté, anticipando cómo sería su disculpa.


—¡Te odio! —gritó, para a continuación subir como una bala a su habitación, dejándome plantado junto a su familia.


Pero yo sabía que esas palabras nunca serían ciertas porque por la noche no me negaría el cobijo de su habitación, algo que Paula creía erróneamente que me reconfortaba, cuando lo único que buscaba en realidad era a ella.


—No te preocupes Pedro, son cosas de familia: a su madre tuvimos que quitarle una escopeta de las manos hace años —apuntó Juan Lowell, el divertido abuelo de Paula, mientras me dedicaba un afectuoso golpecito en la espalda al pasar junto a mí en busca de su desayuno.


—¿Y cuándo fue eso? —preguntó un confuso Alan, el padre de Paula.


—Cuando besaste a mi hija por primera vez —anunció Juan, riéndose a carcajadas de la reacción de su yerno.


—¡Vaya! Nunca me había imaginado lo peligroso que podía ser un beso — manifesté, sumido en mis pensamientos, sin darme cuenta de que lo había dicho en voz alta.


—Lo tienes crudo, chaval —dijo entonces el señor Chaves, compadeciéndose de mí—. Pero no te preocupes, cuando llegue el momento, algo que tardará mucho, mucho, pero que muchísimo en llegar, yo te ayudaré —prometió el padre de Paula, intentando darme ánimos.


Aunque las carcajadas del señor Lowell después de esta afirmación no me tranquilizaron en absoluto.




No hay comentarios:

Publicar un comentario