Había pasado un año desde que había conocido a Pedro y, al contrario de lo que me prometió, él seguía siendo un niño bueno. Se había convertido en un alumno ejemplar que sacaba las mejores notas en el colegio, no se quejaba ante los castigos que le imponían los mayores y era educado en todas las situaciones.
Pero a pesar de todo, él insistía en que se convertiría en ese chico malo que yo sabía que él nunca podría ser.
Mi amigo era algo molesto. Siempre que nos encontrábamos en casa de mis abuelos insistía en que jugara sólo con él e intentaba acapararme. Me perseguía a todos lados preguntándome cómo se comportaba un niño malo y tenía esa mala costumbre que había cogido últimamente de declarar a los cuatro vientos que, cuando creciéramos, yo sería su novia.
Se suponía que los niños no pensaban en esas cosas hasta que fueran mayores, o por lo menos yo, a la edad de seis años, no lo hacía. Me tenía sin cuidado quién sería mi novio en el futuro. Lo único que sabía a ciencia cierta era que yo, al contrario que mi madre, no quería un príncipe; yo quería un chico malo, uno como los de esas películas de rebeldes que veía con mi abuela, que condujera un vehículo tan impresionante como la moto de mi tío Daniel y que fuera tan valiente como mi tío José, al que no lo asustaban las películas de terror.
Y, por supuesto, que fuera tan imperfecto como mi papá, al que adoraba por encima de todos los hombres, ya que con él nunca me aburría, excepto cuando se ponía a hacer carantoñas con mamá y se olvidaba de mí. Pero, por suerte, eso no duraba mucho, porque papá siempre lo estropeaba y metía la pata haciendo que mi madre acabara arrojándole un zapato.
Cuando esto ocurría, mi padre huía con el zapato y mi madre lo perseguía por toda la casa. Yo ayudaba a mamá a recuperarlo, tras lo que las dos nos lanzábamos encima de él proclamándonos victoriosas para recibir nuestra recompensa, que era un montón de besos de papá, recordándonos así cuánto nos quería a ambas.
Más de una vez había visto cómo Pedro observaba de lejos nuestros juegos, bastante confundido. En muchas ocasiones quise preguntarle por qué se extrañaba al verme jugar con mis padres, pero luego recordaba a su poco cariñosa madre y los gritos que siempre salían de su casa, así que, en vez de hacerle esa pregunta, lo abrazaba con cariño… para luego tirarlo al barro, claro, para que no se creyera que me había rendido a sus encantos y que en un futuro me convertiría en su novia o en algo peor: su mujer. «¡Puaj!», exclamé mentalmente al imaginarme algo así mientras intentaba conciliar el sueño, pero los llantos de mi hermanito me lo impedían.
Cuando por fin pude dormirme soñé con un niño malo que me invitaba a dar una vuelta en su gran moto, me llevaba hasta lugares impresionantes y con el que comía decenas de sabrosos dulces mientras disfrutábamos de cientos de juegos. Por desgracia, el frío que entraba en mi habitación me despertó en mitad de ese bello sueño, un frío que penetraba por la ventana abierta por culpa del chico que había junto a mí: ese insolente niño que, una vez más, se había colado en mi cuarto y pretendía ocupar mi cama.
—¡Por lo menos podrías cerrar la ventana cuando te cuelas en mi habitación! —le recriminé, acurrucándome entre mis mantas, sin dejarle espacio alguno en mi cama, donde siempre acababa encontrándomelo por las mañanas cuando huía de su casa para invadir mi espacio.
—Lo siento —se disculpó Pedro, haciendo gala de los perfectos modales que siempre tenía mientras cerraba la ventana.
—¿Otra vez se están peleando? —pregunté absurdamente, pues a través de la ventana abierta se podían escuchar los gritos de la casa de enfrente.
—Sí —contestó Pedro. Y sin querer hablar más del tema, tomó sitio en la mullida alfombra del suelo, junto a mi cama.
—¿No crees que en algún momento se darán cuenta de que no estás?
—No, Paula. Ellos no se preocupan por mí, sino por lo que represento: para mis padres soy importante sólo porque puedo ser un candidato a la sucesión de mi abuelo.
—¿Quién es tu abuelo? ¿Un mafioso o algo así? —pregunté emocionada, imaginando que Pedro tal vez fuera un chico malo de verdad, que intentaba ocultarse de todos y que por eso había acabado en el aburrido pueblo donde vivíamos, fingiendo ser un vulgar y anodino chico bueno.
—No, sólo un empresario de éxito.
—¡Ah! —repuse, sin importarme demasiado a lo que su familia se dedicara, porque no era tan emocionante como lo que yo me había imaginado.
—¡Déjame sitio, estoy helado! —pidió Pedro de forma impertinente, intentando invadir mi calentito espacio. Pero en esta ocasión yo estaba preparada.
—No puedo, todo el sitio está ocupado —le contesté, mostrándole el enorme oso que abrazaba.
Pedro frunció el ceño en cuanto vio mi peluche, el más grande y horrendo que pude elegir de la tienda de juguetes: tenía un gesto amenazante y un parche en el ojo y enseguida me encapriché de él, por lo que agobié a mis padres con mis rabietas hasta conseguir que me lo compraran.
—¿En serio? Tienes unos gustos de lo más cuestionables para una niña de tu edad —declaró Pedro, sacándome una vez más de mis casillas con su aire de superioridad.
—¡Vale, pero él se queda y tú te vas! —exclamé, señalándole la ventana mientras le sacaba la lengua.
—No quiero volver a esa casa... —repuso Pedro, mirando hacia su hogar con tristeza.
Pero a pesar de lo que dijo, sus pasos comenzaron a alejarse de mí porque, como el niño bueno que era, Pedro siempre hacía lo que debía sin importarle que no le gustara.
—Espera un momento —dije, haciendo que Pedro se detuviera a pocos pasos de la ventana. Luego me metí debajo de las sábanas de mi cama y le hice esperar unos segundos mientras pensaba cómo fastidiarlo un poquito más.
»Creo que deberíamos dejarlo dormir en nuestra habitación, si no se pasará toda la noche llorando bajo la ventana. Además, es un poco torpe y no muy valiente, así que puede ocurrirle cualquier cosa si lo dejamos solo... —le susurré a mi oso de peluche, lo bastante alto como para que mi amigo me oyera. A continuación, me asomé desde mi arropada posición y le dije: »Después de hablarlo con Hernan, hemos llegado a la conclusión de que puedes quedarte —anuncié, señalándole la alfombra junto a mi cama.
—Gracias, Hérnan. Intentaré no molestarte, después de todo, dormir con una niña tan insoportable tiene que ser terrible. Sin duda, ese ojo lo perdiste por una de sus rabietas —replicó Pedro, haciéndole una reverencia a mi osito sin dignarse a agradecerme a mí que le dejara quedarse en mi cuarto.
—¡Yo no tengo rabietas! —grité, levantándome de mi cama muy dispuesta a golpearlo con el oso.
Pero él, como siempre hacía ante mi violento comportamiento, se cruzó de brazos, me miró con aire de superioridad y me dedicó un enojoso gesto con una de sus manos indicándome que bajara el tono de mi voz.
¡Oh! ¡Qué ganas de saltar sobre él y golpearlo! Pero como no podía hacer ningún ruido para que los adultos no nos descubrieran, le tiré mi almohada, algo que esquivó sin problemas. Luego se apoderó de ella, y tras sacar con tranquilidad una de las mantas de mi armario, se acurrucó en una esquina, usando mi almohada, y sin esperar a que yo desahogase mi enfado, comenzó a roncar.
—¡Te odio, Pedro! —susurré indignada, utilizando finalmente mi oso de peluche como almohada.
Y mientras me quedaba dormida maldiciendo a ese niño tan cargante al que había tenido la desgracia de conocer, oí cómo susurraba desde su frío rincón:
—Yo también te quiero, Paula.
No hay comentarios:
Publicar un comentario