—¡¿Qué es esto?! —gritó Susana, muy indignada, a la mañana siguiente al ver la escasa cuantía del cheque que solían recibir y la carta que lo acompañaba.
—Ayer hablé con mi abuelo —declaró Pedro mientras tomaba su desayuno, sin inmutarse en absoluto por los airados gritos de su madre a los que ya estaba más que acostumbrado.
—¡Como te has atrevido! —chilló Susana con indignación, alzando su mano en el aire.
—Mi abuelo me ha ordenado que lo llame dentro de unos días para ver cómo estoy —dejó caer Pedro, deteniendo la mano que se dirigía hacia él.
—¡Le dirás como siempre: que estás perfectamente y que te cuidamos muy bien!
—Pero madre, los niños buenos no mienten... —recitó Pedro con descaro, dejando a su madre boquiabierta—. Pero no te preocupes, estás de suerte, ya que estoy aprendiendo a ser un chico malo.
—¿Qué es lo que quieres, mocoso? —se resignó Susana, percatándose de que estaba siendo chantajeada por su propio hijo.
—Que nunca más te atrevas a levantar la mano contra ella y que me dejes ser yo mismo cuando esté a su lado.
—¡Lo sabía! ¡Sabía que esa mocosa te había embrujado! ¡Eres como tu padre, que corre detrás de la primera falda que se cruza en su camino! Y como él, no tardarás en cansarte... ¡Veamos cuánto te dura este estúpido enamoramiento infantil! —se rio Susana mientras jugaba con el sobre del cheque que permanecía en su mano—. Por lo pronto, estás castigado.
—¿Hasta cuándo? —preguntó Pedro, sabiendo de antemano cuál sería la interesada contestación que le daría su madre.
—Hasta que la cifra de este cheque aumente. De ti depende que sea antes o después de que esa mocosa vuelva a casa de sus abuelos —contestó Susana mientras se alejaba hacia la salida acompañada de lo único que podía llegar a contentarla en la vida: el dinero.
Pedro se sintió derrumbado al ver que tenía que ceder ante su madre, y mientras observaba sin ganas el insípido tazón de cereales, escuchó la voz de su padre, que se dirigía hacia él con un cariño que nunca antes le había demostrado.
—Es ésa, ¿verdad? —preguntó Federico a su hijo, luciendo una sonrisa que Pedro veía muy pocas veces.
Extrañado, Pedro giró la cabeza hacia donde su padre le señalaba para acabar viendo a una niña asilvestrada que tiraba piedrecitas contra la acristalada puerta de la cocina.
Como nadie le hacía caso, la pequeña buscó dentro de su primoroso bolso piedras cada vez más grandes para llamar la atención. En el instante en el que sacó una del tamaño de un puño, Pedro decidió que lo mejor sería intervenir antes de que rompiera la puerta de diseño de su madre y que ésta odiara un poco más a Paula.
—Paula, ¿qué… —fue lo único que le dio tiempo a decir antes de que la piedra pasara por su lado, rozándole la cabeza causándole un arañazo, pero sin romper nada que pudiera hacer gritar a su madre—… haces aquí? —terminó finalmente Pedro, mientras suspiraba ante las alocadas acciones de su amiga y se limpiaba, con indiferencia, la sangre de su sien.
—¡Es culpa tuya por abrir tan repentinamente la puerta! —contestó Paula. Y sin darle explicación alguna sobre el porqué de su presencia en su casa, se dirigió hacia él y lo obligó a sentarse en una de las sillas de la cocina. Tras ello, sacó de su bolsito una gasa que remojó en agua—. Espero que no te quejes como una nena por un simple rasguño —siguió, mientras curaba su herida—. ¡Hala! ¡Ahora una tirita y un besito para que se cure! —dijo cariñosamente Paula, haciendo que Pedro sonriera como un idiota al recibir ese beso en la frente—. ¿Me puedes decir por qué no has venido a casa de mis abuelos en todo este tiempo, si sabes que me marcho hoy? —le recriminó Paula mientras le daba golpecitos en el pecho con un dedo, sacándolo de su dulce ensoñación.
—Estoy castigado.
—¿Sí? ¿Y por qué? ¿Qué cosa tan terrible has hecho? —quiso saber Paula, emocionada, preguntándose qué maldades era capaz de realizar su amigo.
—Jugar contigo.
—¡Bah! ¡Eso no es nada! Pero no te preocupes: la próxima vez que venga, la escandalizaremos. Así te castigará con razón —replicó decididamente Paula, designando a la madre de Pedro como su acérrimo enemigo.
—¿Vendrás la semana que viene? —preguntó Pedro, esperanzado.
—Por supuesto; no voy a dejar de jugar contigo nunca. ¡Y no llores hasta mi vuelta! Los chicos malos no lloran —le recordó Paula antes de despedirse de su amigo y alejarse despreocupadamente de él.
En el instante en el que Paula se marchó, la alegría desapareció de esa habitación, y su padre, que había permanecido en silencio hasta ese momento, le habló:
—Tu madre nunca comprenderá lo que las chicas como ella pueden darnos, hijo, lo que necesitamos para ser felices —dijo, mientras pasaba junto al niño y se dirigía hacia la salida, sin concederle la menor muestra de cariño ni preocuparse por su herida.
Cuando Pedro se quedó solo una vez más en esa enorme y vacía casa, susurró a la silenciosa y solitaria cocina una verdad que había aprendido con el tiempo:
—Ni tú tampoco, papá.
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