Pedro era el hijo único de una familia acomodada, pero, a pesar de lo que algunas personas podían llegar a pensar, considerando que eso podría convertirlo en un niño mimado, la realidad era bien distinta, ya que la pareja en cuestión no se amaba, y el tener un hijo no se había debido al fruto de su amor, sino a una desafortunada casualidad que había sido posteriormente aprovechada como una herramienta para satisfacer su ambición.
Federico, el padre de Pedro, era un hombre de unos treinta años con unos pícaros ojos negros y unos hermosos cabellos castaños, que no dudaba en utilizar sus encantos con todas las mujeres que se le pusieran por delante. Se trataba del tercer hijo de una acaudalada familia, pero debido a sus malos hábitos de derrochar dinero, tanto en el juego como con las mujeres, había sido desheredado y dejado de lado por su progenitor, sobre todo cuando se casó alocadamente con una chica inadecuada que sólo perseguía su riqueza.
Susana, una arpía rubia de calculadores ojos azules, de veintidós años, no había dudado en embrujar al necio vividor con sus encantos debido a su rico apellido. La joven no tardó en mostrar al estúpido enamorado su verdadero carácter cuando vio cómo se alejaba de ellos el dinero, pero en el instante en el que intentó abandonar a su marido descubrió que estaba embarazada. En ese momento decidió deshacerse de ese pequeño estorbo por medio de un aborto, algo que no llegó a suceder porque Hector Alfonso, su adinerado suegro, no dudó en intervenir y proteger a su nieto al enterarse de su existencia.
Desde el mismo instante en el que Pedro nació y derritió el estricto corazón de su abuelo, Susana supo que ese niño resolvería todos sus problemas y se propuso hacer de Pedro el mejor en todo para que un día se convirtiera en el digno sucesor que su abuelo tanto buscaba.
Por desgracia, aunque Pedro sabía comportarse a la perfección, Federico no.
Y cada vez que uno de sus escándalos llegaba a oídos de su padre, el dinero disminuía. Por ese motivo Susana, tan precavida y ambiciosa como siempre, decidió trasladar a su familia a un lugar bastante alejado donde los chismes no llegaran a oídos de los Alfonso y donde las oportunidades que tendría Federico de cometer sus estupideces fueran bastante escasas.
El lugar elegido fue un aburrido e insulso pueblo que apenas aparecía señalado en el mapa, lleno de multitud de casitas de estilo colonial, todas ellas de un monótono color blanco: Whiterlande.
En ese lugar se respiraba un ambiente feliz y amistoso que Susana detestaba.
Los anticuados negocios, que pasaban de padres a hijos, permanecían casi inalterables y absolutamente todos se conocían en ese insufrible pueblo lleno de cotillas. Por suerte, la ciudad estaba demasiado lejos como para que las habladurías o los escándalos llegaran hasta ella, aunque Federico siempre encontraba la manera de molestarla con sus aventuras. Pedro, su impecable niño bueno que nunca levantaba la voz ni se comportaba como su padre, parecía haberse topado en ese recóndito sitio con una compañía tan poco adecuada como las que solían rodear a su padre.
Susana observaba desde lejos los salvajes juegos a los que Pedro se dedicaba últimamente, incitados por una violenta y grosera niña, que cada vez que la veía le sacaba la lengua.
Paula Chaves era todo lo que una señorita nunca debía ser: hablaba a gritos, siempre corría de un lado a otro y sus ropas, a pesar de ser primorosos vestidos con los que su madre intentaba disimular su salvajismo, siempre acababan terriblemente sucios, pues sus entretenimientos favoritos consistían en juegos violentos y poco adecuados, como las luchas en el barro.
Pedro, que siempre había sido un niño recto y muy bien educado, que jamás dudaba en obedecerla, había sido encandilado por el bonito rostro de esa pequeña y su jovial sonrisa. Y mientras otras madres se alegrarían al escuchar las carcajadas de sus hijos en esos juegos infantiles, Susana sólo se preguntaba si esa cría entrometida no supondría un problema para sus planes cuando ambos crecieran.
Había intentado por todos los medios alejar a Pedro de la presencia de esa indecorosa niña, imponiéndole castigos cada vez más severos, pero nada parecía funcionar para que dejara de corretear detrás de ella: a la menor oportunidad o ante el menor despiste de sus tutores, Pedro se escapaba de casa. Y como sucedía en esos momentos, cada vez que esto ocurría, Susana encontraba a su hijo intentando ser igual de salvaje que la niña que tanto lo intrigaba.
Podría haber tratado de hablar con seriedad con esa familia acerca de su bárbara criatura para exigirles que se mantuviera lo más lejos posible de su hijo, pero como el primer encuentro con los parientes de esa mocosa no había sido muy alentador, Susana desistió de ello. Y más aún después de oír los rumores que corrían por el pueblo sobre Alan Chaves, el padre de la niña, quien era conocido como «el Salvaje», y también tras enterarse de los terribles comportamientos de los Lowell, la otra parte de esa alocada familia.
Por suerte, la casa de los vecinos pertenecía a los abuelos de esa irritable niña, por lo que no siempre se encontraba allí esa mala influencia para su hijo. Pero para su desgracia, los Lowell celebraban una escandalosa reunión familiar todos los fines de semana, a la que, por supuesto, ella asistía.
—¡Pedro Alfonso! ¿Qué haces aquí cuando tu tutor te está buscando para tus lecciones? —gritó Susana, irritada, mientras veía cómo su hijo se sumergía nuevamente en el barro para atrapar a esa niña.
—¡Oh, no! ¡La malvada bruja ha llegado! ¡Y tú con esas pintas! —declaró Paula, burlándose una vez más de su amigo y las ñoñas ropas que su madre le obligaba a llevar.
—Y eso me lo dice una niña que siempre viste como la princesita Miss Moños —replicó Pedro, tan impertinentemente como Paula le había enseñado.
—¡Retira eso, niño bueno! —gritó Paula, furiosa, mientras ponía sus brazos en jarra y fulminaba a Pedro con la mirada.
—Lo que usted diga, princesa —se burló Pedro mientras ejecutaba una perfecta reverencia ante Paula.
—¡Como no retires ese estúpido apodo te juro que voy a hacerte comer barro! —amenazó Paula con furia mientras se arremangaba las primorosas mangas de su vestido y se hacía un nudo en las faldas para prepararse para la batalla.
—¡Princesita, princesita, princesita! —repitió Pedro jovialmente mientras corría por el patio, perseguido por una Paula con ganas de venganza.
Con sus infantiles juegos de nuevo en pie y una revancha en mente, los niños apenas prestaron atención al chillón y molesto adulto que se entrometía entre ellos una vez más, hasta que fue demasiado tarde.
Susana, con sus altos tacones de aguja, su elegante traje de marca de color crema y su elaborado peinado que recogía sus rubios cabellos en una cascada de rizos, no estaba dispuesta a ser ignorada, y menos aún por un par de mocosos.
Así que, sin pararse a pensar, se interpuso entre ellos para arrastrar a Pedro nuevamente a su hogar.
Para su desgracia, fue a elegir el mismo instante en el que Paula había cogido carrerilla para empujar a Pedro hacia un gran charco de barro que había en el jardín. Pedro, conociendo las tretas de Paula, no dudó en apartarse en el instante oportuno de la trayectoria de su amiga, así que finalmente fue Susana la que acabó con su trasero en el barro, maldiciendo una vez más a esa odiosa niña de la que su hijo no se alejaba.
—¡¿Te das cuenta de lo que has hecho, mocosa?! ¡Una vez más has arruinado uno de mis caros trajes de marca!
Las airadas recriminaciones de Susana tal vez hubieran conseguido amilanar a cualquier otra persona, pero Paula no permitía que nadie interrumpiera sus juegos, así que, como siempre hacía con esa mujer que tan mal le caía, no dudó en imitar a uno de sus mayores para contestar con tanta impertinencia como la que esa señora había mostrado hacia ella.
—Señora, ¿cuántas veces le tengo que repetir que ésta es una propiedad privada? —inquirió Paula altivamente mientras se cruzaba de brazos y le señalaba la salida a ese adulto tan maleducado.
—¡Tú! ¡Mocosa! ¿Cómo te atreves a hablarme así?
—Muy fácil: usted es una adulta que me desagrada bastante, y como mis padres no están delante, no tengo que disimular que me cae bien.
—¡Tú…! ¡Tú…! —repetía Susana, colérica, mientras se levantaba del barro y se acercaba a esa maleducada, muy dispuesta a darle una lección.
Cuando Susana estuvo frente a la impertinente Paula, alzó el brazo para acallar su lengua con una sonora bofetada, como tantas otras veces había hecho con su hijo. Pero cuando su mano bajó, observó con incredulidad cómo el decidido rostro de Pedro se interpuso en su camino, recibiendo el castigo en su lugar. Y al contrario que en otras ocasiones, no lo aceptó con sumisión.
—Vámonos, madre —indicó Pedro en un tono que no aceptaba discusión mientras sus fríos ojos le mostraban que no estaba dispuesto a aceptar que maltratase a esa niña.
Mientras Susana se alejaba de la casa, asombrada por la reacción de su hijo, no dudó en volverse hacia Paula para obtener una pequeña victoria.
—¿Sabes qué, mocosa? Un día lo alejaré de ti, haré que se marche hasta un lugar en el que tú no podrás alcanzarlo —anunció Susana amenazante, luciendo una maliciosa sonrisa mientras era arrastrada por su hijo hacia su casa.
Y una vez más, se vio sorprendida por la desvergonzada respuesta de una mocosa que nunca dudaba en hacerle frente.
—Inténtelo si puede... —retó Paula, decidida a luchar por su amigo aunque fuera contra su maliciosa familia que sólo sabía aprovecharse de él—. ¿Ves? Te dije que eras demasiado bueno... —recriminó Paula a su amigo mientras éste se alejaba llevándose junto a él a su malvada madre.
—No te preocupes, cambiaré —contestó Pedro con una astuta sonrisa.
Cuando Pedro llegó a su casa, su madre lo castigó encerrándole en una habitación oscura, sin distracción alguna y sin cenar, pero lo que más le molestó de ese tortuoso castigo fue no poder estar con Paula, ya que sus padres lo liberarían de su encierro cuando ella regresara a su casa y él ya no tuviera la oportunidad de jugar con su amiga.
Sin embargo, el verse obligado a mantenerse alejado de Paula le concedió tiempo para reflexionar sobre cómo podría convertirse en el chico malo que ella necesitaba. Así, tras pensar durante varias horas, Pedro tuvo una idea para defender a la niña que le gustaba por encima de todo: por primera vez en años cogió el teléfono y, encerrándose en su habitación, exigió hablar con su abuelo.
Tal vez para cualquier otro niño de siete años hubiera supuesto una dificultad insalvable el poder hablar con el presidente de una gran empresa como la que dirigían los Alfonso, pero con la decisión y el firme tono que Pedro empleó nadie dudó de que éste fuera su nieto. Una vez que su abuelo se puso al teléfono, Pedro le reveló en unos pocos minutos todos los devaneos de su padre y los oscuros secretos de su madre, que no se molestaban en ocultar a sus jóvenes oídos.
Su abuelo, tras recibir esa información, prometió a Pedro que castigaría a sus padres para darles una lección reduciendo el dinero que les otorgaba. Tras colgar el teléfono, Pedro se entristeció un poco al ver que a su abuelo tampoco le importaba demasiado, ya que su respuesta se limitaba a dar o quitar dinero cuando lo que él necesitaba eran unas palabras de ánimo o un simple abrazo, algo que sólo recibía de los dulces brazos de la niña con la que jugaba.
¡Cómo iba a permitir que nadie lo alejara de Paula, si ella era lo que más necesitaba!
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