jueves, 24 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 1

 

Cuando vives en un hogar roto, destruido por las incesantes peleas de tus padres, no puedes evitar escuchar continuamente palabras llenas de ira de las personas que deberían amarte. Si eres pequeño, intentas distraerte con tus juegos, con tus amigos, con los caros juguetes que te han comprado para tratar de compensar la falta de cariño. Pero si eres un niño de apenas siete años que acaba de llegar a un pequeño pueblo donde todos se conocen desde siempre, hacer amigos no resulta fácil, por lo que al final acabas escondiéndote entre los libros de texto, fingiendo estudiar, cuando lo que en verdad deseas es huir a un lugar adonde no lleguen los gritos.


Cualquier persona podría decir que es estúpido creer en el amor a primera vista, y mucho más si se trata de un niño que apenas comprende ese loco sentimiento, pero yo lo hice, y nunca podría negar que lo que sentí en ese primer momento, en cuanto la vi, se convertiría a lo largo de los años en un amor que jamás llegaría a olvidar.


Ocurrió en un día cualquiera en el que yo, harto de las peleas de los adultos que prácticamente ni notaban mi presencia, me escabullí por la puerta trasera hacia la calle buscando un lugar en el que no se oyesen los insultos, las maldiciones y las recriminaciones que mis padres se dirigían. Mientras indagaba por los alrededores para hallar un escondite adecuado que me permitiera evadirme de todo, oí una risa infantil que consiguió acallar los gritos que siempre me perseguían.


Hechizado por esa voz, no pude resistir la tentación de seguir ese jubiloso sonido, hasta hallar a una niña de unos cinco años, con unos rebeldes rizos negros, que intentaba representar el papel de villano intimidando con una pistola de agua a un viejo y gordo gato que se hallaba demasiado cansado como para prestarle atención a sus acciones. Tras fijarme detenidamente en el vestido blanco lleno de volantes que llevaba puesto y apreciar su cara angelical, llegué a la conclusión de que el único papel que esa pequeña podría realizar a la perfección era el de princesa.


—¡Botitas II, ríndete! ¡Sabes que no tienes escapatoria! ¡Nadie vendrá a salvarte, así que es hora de que me digas dónde has escondido el tesoro! —exclamó la niña, imitando la voz de un bellaco pirata y acompañándola, cómo no, de unas malévolas carcajadas.


—No creo que te conteste —intervine dignamente, decidido a defender a ese pobre animal de la salvaje niña, que ahora que la observaba de cerca podía constatar que no era tan angelical como yo había pensado.


Su vestido blanco saturado de volantes estaba manchado de barro y bastante maltratado, en su cabeza llevaba un sombrero pirata que apenas se sostenía sobre sus alborotados rizos negros y un parche tapaba uno de sus hermosos ojos azules, un singular adorno que se levantó para enfrentarse a mí.


—¿Y tú quién eres? —me preguntó, poniendo sus brazos en jarra mientras decidía si apuntarme o no con su pistola de agua.


—Soy tu nuevo vecino —respondí, señalando mi ruidosa casa, donde aún podían oírse las discusiones de mis padres.


—¿Y qué haces aquí? ¿Has venido a jugar? —preguntó inocentemente la angelical niña. Ante esas palabras me emocioné, porque era la primera persona que me invitaba a formar parte de una diversión a la que yo no estaba acostumbrado. Craso error, ya que me dejé embaucar por esa engañosa apariencia de niña buena.


—¡Pues éste es mi territorio, así que vete a otro sitio! —gritó bastante enfadada, mostrando su descontento antes de remojarme con su pequeña pistola de agua.


—¡Eh! ¿Por qué has hecho eso? —le recriminé, molesto, mientras limpiaba mi rostro del agua que había recibido tras su ataque.


—¡Porque no me gustan los niños buenos! —replicó desafiante mientras me miraba de arriba abajo con sus escrutadores ojos, declarándome persona no apta para sus juegos infantiles, algo que no dudé que me ocurriría con más niños de ese pueblo al reflexionar sobre la vestimenta tan repipi con la que me ataviaba mi madre: pantalones de pana, camisa de cuadros y, para terminar, una odiosa pajarita negra.


—¡No soy un niño bueno! —declaré, enojado con todos los que se empeñaban en que sí lo fuera.


—¿De veras? —preguntó insolentemente, alzando una de sus cejas ante mi afirmación—. Demuéstralo —me retó a continuación.


—¿Cómo? —pregunté, sin saber cómo salir del papel que todos me habían adjudicado desde que nací.


—Así… —contestó. Y sin darme tiempo a reaccionar, me tiró a un charco de barro para luego arrojarse sobre mí y gritar—: ¡Pelea de barro!


Por primera vez en mi vida estaba haciendo todo lo que me habían prohibido mis padres: ensuciarme, gritar, relajar mi rígida postura y olvidar mis estrictos y estirados modales. Y al contrario de lo que siempre había pensado, me estaba divirtiendo como nunca.




No hay comentarios:

Publicar un comentario