Cuando Pedro despertó en mitad de la noche a causa del frío que entraba por una de esas viejas ventanas, se sintió complacido al notar sobre él el tibio cuerpo de Paula, que se removía algo inquieta. La cercanía de la persona que más había necesitado lo llevó a abrazarla fuertemente y a depositar un tierno beso en su cabeza, un bonito momento que se estropeó cuando Paula, algo soñolienta, abrió los ojos y lo apartó de sí espantada, gritándole junto al oído.
—¡Joder, Pedro! Es que no me acostumbro a tu nueva apariencia. Éste no eres tú… —se excusó Paula antes de volver a los brazos que tanto la reconfortaban.
—Para mantenerte a mi lado estoy dispuesto a ser quien tú quieras que sea, incluso un hombre de dudosa reputación —repuso Pedro, haciendo más patente que esa imagen nunca iría con él.
Paula no pudo evitar sonreír junto a su pecho al oír esas palabras, pero su sonrisa se borró de sus labios en cuanto oyó las preocupaciones de un hombre que aún dudaba sobre si podría retenerla junto a él.
—Tan sólo dime quién quieres que sea y yo lo haré realidad, soy capaz de cualquier cosa con tal de no volver a perderte.
Tal vez para muchas mujeres, como su madre, por ejemplo, esas palabras representaran todo un sueño, e incluso para aquella Paula que había dejado atrás en el pasado ya hacía mucho tiempo hubiera sido una oportunidad que no hubiera dudado en aprovechar para fastidiar a su amigo, pero a la Paula enamorada actual sólo le recordaron que el hombre al que amaba, por más disfraces que se pusiera, siempre sería aquel que se encontraba ahora frente a ella.
—Solamente sé tú mismo, Pedro —respondió Paula mientras besaba por encima de su camiseta el lugar donde se hallaba la tatuada brújula que había en su pecho, que demostraba que finalmente había conseguido regresar a su hogar, un lugar que, por más que se perdiera, siempre hallaría estando a su lado.
Sorprendido por esas palabras procedentes de la primera persona que no le exigía que fuese otro más que él mismo, Pedro se quedó confundido por unos instantes y sin saber qué hacer, hasta que los labios de Paula lo guiaron en un cálido beso que le recordó que su lugar siempre estaría allá donde estuviera ella y que, para contentarla, lo único que tendría que hacer era amarla.
Apretándola con fuerza junto a él, Pedro exigió más de ese beso. Su lengua buscó con desesperación la de Paula para hacerla rendirse a sus deseos, y ella, como siempre, lo igualó en sus juegos. Mientras esas suaves manos acariciaban su robusto cuerpo, con dulzura cuando rozaban levemente la piel de su torso, y con algo de malicia cuando sus uñas se marcaban en él, Pedro la acercó más a su cuerpo para que notara la evidencia de su deseo.
Paula, tan tentadora como siempre, se rozó contra su dura erección haciéndole perder la poca resistencia que tenía. Sus manos no tardaron en apretar con fuerza ese trasero juguetón que tanto lo tentaba.
Ante las caricias que se dedicaban mutuamente por encima de la ropa que cubría sus ardientes cuerpos, ambos gimieron, ansiosos de más, y llegaron a la conclusión de que esas molestas prendas eran una barrera de la que tenían que deshacerse.
Paula fue la primera en desprenderse de su camiseta y del fastidioso sujetador con el que tanto se había deleitado Pedro mientras ella permanecía atrapada en la ventana. Sin poder resistirse a la tentación que representaban esos tentadores senos o la deliciosa piel que se exponía ante él, Pedro acercó sus labios a ellos y los degustó sin clemencia mientras se deleitaba con cada uno de los gemidos que Paula dejaba salir de sus labios.
Pedro besó los pechos de Paula con delicadeza, los lamió pecaminosamente, los succionó con lujuria y acabó mordisqueando juguetonamente sus turgentes cumbres con malicia hasta hacerla gritar su nombre. Paula, colocada encima de Pedro, movía su exigente cuerpo reclamando más de esa pasión a la vez que sus manos impacientes no se contentaban con clavarse en los fuertes brazos que la retenían, sino que exigieron la misma desnudez que mostraba su piel.
Pedro la ayudó a desprenderlo de su camiseta, arrojándola despreocupadamente a un lado antes de proseguir con sus caricias. Los exigentes besos de Pedro fueron descendiendo por el cuello de Paula y no detuvieron a las inquietas manos de ésta, que comenzaban a desabrochar sus pantalones intentando sacar su erguido miembro de su encierro. Pretendiendo calmar la impaciencia de la mujer que se movía insinuantemente sobre él, y un poco de su propia excitación, Pedro sujetó con firmeza a Paula mientras cambiaba sus posiciones en ese viejo sofá.
—Si no nos calmamos un poco…, terminaremos antes de empezar — murmuró entrecortadamente Pedro, cogiendo una de las atrevidas manos que pretendían continuar con sus sugerentes caricias.
—¿Y eso qué importa? Yo sólo quiero amarte, Pedro —confesó Paula, haciendo volar por los aires la resistencia de Pedro, que no tardó ni un segundo en deshacerse de las zapatillas y los pantalones de Paula para dedicarse a deleitarse con el dulce sabor de su piel, como tanto había deseado.
Sus labios veneraron el suave cuerpo que se ofrecía ante él. Primero besaron con cariño el hermoso rostro de Paula, haciéndola sonreír al recordar esos infantiles besos llenos de inocencia que en algún momento se habían dado, para luego bajar lentamente por su cuello y pasar a esas caricias más adultas con las que habían comenzado a madurar.
Un cálido camino de besos descendió por su cuello, acompañado de las caricias de una ardiente lengua que le hacía gemir el nombre del hombre que la torturaba. Sus inquietos dedos intentaron desnudarlo, pero fueron apresados por una de las manos de Pedro, que le dedicó una maliciosa sonrisa antes de volver a hacerla gritar con sus atrevidos avances, que descendieron un poco más.
Sus labios rozaron levemente los turgentes senos, cuyos sensibles pezones se agitaron excitados buscando más de esas estimulantes caricias. Pero Pedro sólo los agasajó un poco con su lengua antes de seguir su camino.
Paula se removía inquieta, deseando más. La fuerte mano que la sostenía soltó su agarre, pero únicamente para retener su impaciente cuerpo mientras Pedro se deleitaba en el placer de saborearla. Su ardiente lengua bajó despacio por el plano vientre de Paula, se entretuvo jugueteando con su ombligo y luego descendió hacia sus muslos. Pedro los mordisqueó sutilmente cuando comenzaron a cerrarse con timidez, castigando a Paula y provocando que un apasionado grito que sólo podía llevar su nombre escapara de sus labios.
En cuanto Pedro tuvo ante él la húmeda prueba de la excitación de Paula, no pudo resistirse a hundirse entre sus piernas y probar la dulce miel que lo esperaba. Cuando la lengua de Pedro se hundió en su interior, acariciando la parte más sensible del cuerpo de Paula, ella alzó sus caderas buscando más de ese placer que Pedro le regalaba. Las fuertes manos que la retenían la dejaron libre para abrirla más ante su deseo y poder indagar con sus instigadores dedos para comprobar hasta dónde podía hacerla gritar.
En el instante en el que uno de ellos se adentró lentamente en su interior, Paula no pudo resistirse más al placer que la embargaba, y agarrando los cabellos de Pedro entre sus manos, le exigió que la dejara llegar a la cúspide del placer. Él no obedeció las exigencias de la mujer que se derretía bajo sus caricias y simplemente quiso deleitarse más con esos gemidos de placer que lo reclamaban.
Pasando más despacio su lengua por su clítoris, Pedro hizo que Paula se alzara con impaciencia, rogando por más hasta que otro dedo se hundió en su interior con firmeza, estableciendo un ritmo que la hizo removerse inquietamente en ese estrecho sofá.
—¡Pedro! —gritó Paula, reclamándolo, ante lo que él sólo tuvo que rozar su sensible piel con su lengua para que ella se derritiera entre sus brazos, llegando al éxtasis hacia el que la guiaba el impetuoso ritmo que marcaban esos dedos que se adentraban sin piedad en ella, exigiendo su rendición.
Cuando Paula gritó su nombre en medio de un arrollador orgasmo, Pedro liberó su duro miembro de su encierro y, sin resistirse a acompañarla, cesó en las expertas caricias de sus dedos para introducirse en ella de una profunda embestida que la hizo gritar de placer mientras su cuerpo seguía convulsionándose en busca de un nuevo y excitante clímax.
Pedro sujetó con fuerza sus caderas mientras aumentaba la velocidad de sus acometidas, guiado por los gemidos de goce de Paula, marcando un ritmo inclemente entre sus cuerpos. Y sólo cuando ella clavó sus uñas en su espalda, él la siguió, gritando el nombre de la mujer que siempre llevaría grabado en su corazón, por más distancia que el tiempo interpusiera entre ellos.
Derrumbados y exhaustos sobre el pequeño sofá, permanecieron abrazados como amigos, como amantes, como la pareja que la distancia pocas veces les había permitido ser.
—Al fin he vuelto a casa —susurró Pedro, sintiendo cómo los dulces brazos de Paula lo envolvían junto a su desnudo cuerpo. Y apreciando la calidez y la tranquilidad que nunca tenía cuando estaba lejos de ella, cedió a los plácidos sueños que solamente junto a Paula podía tener.
—Sí, pero… ¿por cuánto tiempo te quedarás? —susurró Paula, apenada, a un dormido Pedro mientras una lágrima de dolor rodaba silenciosamente por su mejilla al observar la realidad que la rodeaba, ya que el rígido traje que Pedro había dejado olvidado sobre una silla y el tinte para el pelo sólo podían significar que el tiempo para sus juegos había terminado y que, una vez más, Pedro tenía que volver a marcharse, y ella, dejarlo marchar.