jueves, 24 de diciembre de 2020

CAPÍTULO FINAL

 


—¡No, no y no! —gritó Nicolás, irritado, mirando a esa pareja que, una vez más, lo metía en medio de uno de sus líos y en esta ocasión, en el más irritante de todos: su boda—. ¿Es que no podíais esperar a llegar a casa para casaros como Dios manda? ¿Sabéis la que me va a caer encima cuando anuncie a las mujeres de la familia que os habéis casado por un impulso en Las Vegas en vez de en una aburrida y larga ceremonia preparada por ellas? ¡Piensa en tu madre, Paula! ¡En tu abuela, en tus tías…! Y si no es suficiente, ¡joder!, piensa por una vez en mí y no me llames para esto. O mejor aún: ¿por qué no perdéis ambos mi número de teléfono para lo que os queda de vida?


—Por favooor... —pidió el miembro más delicado y dulce de la pareja, poniéndole ojitos a Nicolás. Y finalmente, con tal de no ver ese estúpido comportamiento en su amigo, Nicolás cedió ante las demandas de Pedro, como siempre hacía.


—¡Venga ya, Nicolas! No te quejes tanto. ¡Si hasta has traído a una bonita chica contigo para que te haga de acompañante! —dijo Paula, quitándole importancia a cada una de sus quejas, aunque sabía que tenía razón.


—Paula, ella solamente es una de mis alumnas a la que estaba dando clases suplementarias en la universidad y a la que me he visto obligado a llevar conmigo cuando un par de majaras me han gritado por el móvil que se trataba de una emergencia.


—¡Hala, pues ya tienes un motivo para ser mi testigo de boda! —dijo Paula mientras les hacía una fotografía con su teléfono móvil—. Yo que tú me acompañaría hasta ese altar si no quieres que esta foto acabe publicada en los foros de estudiantes de la página web de la universidad…


—¡Paula! ¡Eres, eres…!


—Una preciosa novia —interrumpió Pedro antes de que su amigo soltara alguna que otra maldición que irritara a Paula y los condujera a una discusión sin fin.


—¿De verdad lo crees? —preguntó tímidamente la novia, que lucía un espléndido vestido blanco que a los ojos de Pedro la hacía parecer una princesa.


—Tan hermosa como el primer día que te conocí, cariño. Ése fue el momento en el que decidí que tenías que casarte conmigo.


Pedro, que sólo tenía cinco años... —se quejó Paula ante su confesión.


—Eso sólo demuestra cuánto tiempo he tenido que esperar para este momento, princesita mía.


—¡No me llames así! Ya sabes lo mucho que odio esos motes, niño bueno… —añadió maliciosamente Paula mientras ponía las manos en jarra, declarándole la guerra al novio como en su niñez.


—Tan sólo dime cómo de malo quieres que sea... —repuso Pedro mientras deshacía la molesta pajarita negra de su traje. Y atrapándola antes de que comenzara a correr por la hermosa alfombra que les mostraba el camino hacia el hombre disfrazado de Elvis Presley que los esperaba, la alzó sobre sus hombros y la cargó hasta el altar.


—¡¿Para qué narices me habéis llamado entonces?! —preguntó Nicolás, exasperado al comprobar que su ayuda carecía de importancia para acompañar a la novia o para intervenir en esa rápida ceremonia.


Duda que fue contestada cuando Paula, tan maliciosa como siempre, arrojó el ramo de novia hacia su primo, haciendo que cayera en sus sorprendidas manos.


—¡No, no! ¡Ni de coña! —dijo Nicolás, aterrado, soltando el ramo con espanto al ver que la molesta alumna que siempre lo perseguía comenzaba a hacerle ojitos.


Y mientras Nicolás le dejaba claro a la mujer que lo acompañaba por qué motivo no pensaba enamorarse nunca, poniendo como ejemplo algunas de las locuras que Paula y Pedro habían llegado a hacer por amor, éstos entrelazaron sus manos frente al altar mientras renovaban una promesa que nunca habían podido dejar de cumplir.


—¿Dejarás tu ventana abierta esta noche? —preguntó Pedro, recordando la pregunta que le había hecho cuando niño la primera vez que se coló en su habitación, buscando algo a lo que nunca supo darle nombre hasta que la conoció.


—Siempre que la necesites, estará abierta para ti —contestó Paula, esta vez sin burlarse del niño que había robado su corazón.


Y añadiendo un «te quiero» a su confesión, le entregó a Pedro el amor que otros no le habían dado y que ella, a pesar del tiempo y de las dificultades, jamás había podido negarle, porque siempre amaría a ese hombre que nunca dejaría de intentar ser su chico malo.





 

CAPÍTULO 108

 


—¿Quién apuesta porque Paula la ha liado en esa fiesta? —preguntó Ramiro junto a esa vieja pizarra en el bar de Zoe, animando a los parroquianos a alzar sus manos mientras mostraba el anuncio de la lujosa fiesta en la que Paula, sin ninguna duda, habría terminado colándose para recuperar a Pedro—. ¿Y quién cree que traerá de vuelta a Pedro? —concluyó, haciendo que cada uno de los asiduos al bar bromeara sobre la forma en la que Paula traería a ese muchacho de vuelta a casa.


Desde detrás de la barra, Zoe miraba con añoranza la vieja pizarra que guardaba tantas historias y que ese día se había decidido a tirar hasta que el imprudente Ramiro se la había arrebatado salvándola de la basura para llevarla de nuevo a su bar, decidido a seguir con esas apuestas clandestinas. 


Unas apuestas que, aunque Ramiro solamente viera como una forma más de ganar dinero, eran toda una tradición en ese pueblo desde que Zoe se hiciera cargo del negocio, unas cuantas décadas atrás.


Como los viejos dedos de Zoe ya no podían seguir con esos locos juegos y su anciano cuerpo necesitaba un descanso del ajetreo del bar, ésa sería la última reunión que llevaría a cabo en su local, que después de tantos años cerraría sus puertas dejando atrás la pizarra, las historias de los habitantes de Whiterlande y mil recuerdos más. O eso era lo que Zoe pensaba hasta que Ramiro Chaves, ese joven revoltoso de diecisiete años, negros cabellos y ojos azules se fijó en ella y en el bar, prestándole atención, tal vez demasiada para su bien.


—¡Vale! ¡Tres a cinco a que Pedro vuelve en el maletero de mi despiadada hermana adornado con un lacito!


—¡Ramiro, que es tu hermana! —gritó uno de los clientes entre risas.


—Por eso lo pongo en la pizarra, porque sé cómo es mi hermana —replicó Ramiro, arrancando más de una carcajada de su alrededor.


—Ten cuidado con lo que haces, chaval, o un día podrías acabar tú mismo en esa pizarra.


—¡Vade retro, Satanás! —se burló Ramiro mientras hacía el símbolo de la cruz con los dedos, dirigiéndolos hacia todos ellos.


—¿Pero es que no sabes que todos los Lowell acaban en esa pizarra? —se alzó la voz de una mujer que recordaba todas las locas acciones de esos hombres en el pueblo.


—Bah, yo soy un Chaves... —dijo Ramiro orgullosamente, creyéndose libre de esa condena.


—¡Entonces tienes aún más probabilidades de acabar en ella! —repuso otro cliente, recordando las innumerables apuestas que habían surgido a propósito de Alan Chaves y Eliana Lowell desde su niñez.


—Lo siento por vosotros, queridos clientes, pero aún soy demasiado joven para enamorarme. Aunque… —se detuvo Ramiro pensativamente. Y tras una pausa, retó a la multitud—: ¿Qué os apostáis a que el próximo en esta pizarra será mi primo Nicolás?


—¡Se aceptan apuestas! —gritó Zoe una última vez, sonriendo esperanzada al intuir quién podría ser la persona más adecuada para reemplazarla detrás de la barra de su querido bar y, por supuesto, junto a su entrañable pizarra.




CAPÍTULO 107

 


Mientras mi abuelo me conducía hacía un nuevo evento al que había insistido en ir a pesar de no estar del todo recuperado, no podía dejar de alabar una nueva empresa que había surgido y con la que deseaba hacer tratos. Que ésta fuera mía me llenaba de orgullo y me llevaba a mostrar una satisfecha sonrisa por lo que había logrado sin que mi abuelo lo supiera.


—Esa nueva empresa de seguridad, The Trojan Eliminators, es asombrosa… Si tan sólo dejaran de resistirse a nuestras propuestas y firmaran con nosotros, yo la convertiría en sublime. Pero los dueños se niegan a reunirse conmigo, no sé por qué. Se resisten a trabajar con nosotros. No lo entiendo, ¡si con un pequeño empujón de nuestra compañía podríamos llevarlos hacia la cima! —declaró algo molesto, sin saber que tenía a uno de ellos delante de él.


—¿Estás seguro de que quieres reunirte con los propietarios de una empresa tan pequeña, abuelo? —pregunté, esperando conocer la opinión sincera de mi abuelo acerca de lo que yo había creado con mi propio esfuerzo, hallando mi propio lugar sin que otros me lo señalaran.


—¿Bromeas, muchacho? ¡Claro que quiero hacerme con un trozo de esa empresa! Mientras correteabas por ahí detrás de aquella chica como un adolescente sin control de sus hormonas, salieron al mercado. Y después de unos pocos días de actividad ya han conseguido cuantiosos contratos y resultados asombrosos. Son unos visionarios, y su programa de encriptación de datos es excepcional, según me comentan mis asesores más expertos… Si consiguiera que se asociaran con nosotros podríamos lograr cosas fantásticas.


Por una vez noté que mi abuelo se sentía orgulloso de mí, aunque no fuera realmente consciente de que sus halagadoras palabras iban dirigidas hacia mi negocio.


Sonreí complacido, perdonando un poco las exageraciones sobre su enfermedad hasta que llegamos a una de esas sobrecargadas fiestas, una de la que no tuve dudas de que el invitado de honor era yo tras recibir alguna que otra felicitación. Sin duda, mi abuelo había decidido que era el momento de que me convirtiera en su sucesor. Entonces pensé que al fin había llegado el momento de aclarar delante de todos quién era yo.


—¿Qué es esto, abuelo? —pregunté bastante molesto al hombre que durante más de una semana había estado ingresado en el hospital haciendo que me preocupara por su salud y que, milagrosamente, se había recuperado ese día para asistir a una fiesta.


—Es un elegante evento que los Alfonso celebramos todos los años, Pedrodonde ofreceré a los asistentes dos buenas noticias: en primer lugar, hoy anunciaremos que tú ocuparás mi cargo. Quería esperar un poco más, pero creo que es el momento más adecuado para ello, aunque supongo que tendré que dirigir todavía algunos de tus pasos antes de dejarte solo; y por supuesto, en segundo lugar, también daremos a conocer tu compromiso con Liliana Allister, que será una maravillosa esposa para ti y un buen empujón para nuestra compañía al aliarnos con su grupo empresarial familiar…


—No —me negué, provocando el asombro de mi abuelo con mi rotunda y firme negativa, y cuando nuestros ojos se encontraron, supe que había comprendido que en esta ocasión nada ni nadie podría hacerme cambiar de opinión o manipularme. A pesar de ello, lo intentó.


Ignorando mis palabras, se dirigió al atril que estaba preparado para su anuncio. En un principio pensé dejarle decir lo que quisiera para luego desmentir ante todos cada una de sus palabras y tal vez dejarlo en el ridículo que se merecía por intentar manejarme a su antojo.


Pero luego recordé todas las veces que me había ayudado calmando el genio de mis padres, aunque sólo fuera con su dinero; los regalos que me había enviado en ciertas ocasiones, sacando de mi rostro una sonrisa aunque nunca los recibiera personalmente de él; así como los conocimientos y experiencias que me había transmitido desde que comencé a acompañarlo en esa empresa, guiándome con paciencia, queriendo mostrarme todos los aspectos de ese frío mundo de los negocios y cómo podía desempeñarme en él.


—No mereces quedar en vergüenza, viejo... —susurré mientras observaba el avaro rostro de mi madre, que me miraba seguramente pensando en lo que valdría cuando ocupara ese puesto, y la despreocupada persona de mi padre, que nunca estaría allí para mí, aunque sí detrás de alguna que otra joven falda.


Decidido a hacerme oír, me coloqué junto a mi abuelo. Y tapando el micro con mi mano, acabé con toda posibilidad de que pudiera anunciar lo que quería, apagándolo y dejándole muy clara mi postura.


—No, abuelo, no voy a ser tu sucesor y, definitivamente, no me voy a casar con esa mujer.


—Pero ¿qué dices, chico? ¿Es que de verdad estás renunciando a mi puesto? ¿Sabes lo que vas a perder si sigues adelante con esa locura de decisión? —me recriminó en voz baja, tan decidido como yo a salirse con la suya.


Los susurros comenzaron a rodearnos, pero se terminaron cuando un escándalo aún mayor atravesó la multitud congregada en la fiesta para dirigirse hacia mí.


—No, abuelo, sé lo que estoy ganando —declaré, sonriendo a la decidida mujer que venía a mi encuentro.


—Creía que eras tan ambicioso como yo, pero ya veo que, como tu padre, te conformas con poco... —dijo mi abuelo con maldad, intentando encasillarme en un lugar en el que nunca encajaría porque yo no era como mi abuelo ni como mi padre: simplemente era yo mismo.


—Al contrario, abuelo: soy aún más ambicioso que tú. Por eso no sólo quiero triunfar en los negocios, sino también en el amor. No pienso renunciar a nada. Toma, quizá algún día pueda incluso llegar a ser una dura competencia para ti — le dije mientras le tendía a mi asombrado abuelo la tarjeta de mi empresa, mostrándole todo lo que había conseguido por mí mismo.


El atónito rostro de mi abuelo terminó mostrando una expresión de absoluta incomprensión cuando Paula llegó hasta mí y, sin molestarse en presentarse, me agarró de mi rígida corbata para tirar de ella reclamando un beso que dejara bien claro ante todos quién era ella en mi vida.


Cuando terminó de besarme dejando en mi rostro una sonrisa un poco idiota, Paula dirigió su firme mirada hacia mi abuelo y, sin soltar mi corbata, declaró:

—Lo siento, señor Alfonso, pero Pedro no puede ser su sucesor porque, definitivamente, es un chico muy malo. Y es sólo mío...


A continuación, cogió mi mano con seguridad, y como siempre había hecho, me rescató de ese frío lugar donde mi familia me encerraba. Y esta vez, sin mirar atrás, salí de esa jaula de oro que llevaba grabado mi nombre para no volver nunca más.


Mientras me alejaba, escuché las carcajadas de mi abuelo que me demostraban que no estaba tan enfadado como yo pensaba, concediéndome esperanzas para volver a tratar con él algún día. Aunque en esa ocasión sería bajo mis propios términos.


De fondo, la chillona voz de mi madre exigía una explicación. Y cuando mi abuelo contestó a sus exaltadas palabras me enseñó que me comprendía mejor de lo que yo había imaginado.


—¡Hector, haz algo! —reclamaba mi madre mientras señalaba nuestra marcha.


—No puedo hacer nada, Susana, ya que Pedro ha decidido volver a su hogar.


—¡¿Y se puede saber dónde está ese maldito lugar?! ¡¿En la mansión, en su apartamento, en las oficinas...?! —preguntó mi madre, histérica.


—Allá donde esté ella... —respondió mi abuelo, con un tono algo nostálgico en su voz.


Y fue entonces cuando comprendí que finalmente, tal y como siempre había deseado, había logrado superar a mi abuelo, ya que yo había conseguido en mi vida todo lo que en un momento él ambicionó en su pasado. Pero al contrario que él, yo me negué a dejar algo importante en mi camino y había vuelto una y otra vez a por ello, aunque en ocasiones pudiera llegar a perderme.


—Te amo —dije a Paula en cuanto salimos de ese lugar, recordando lo que sería siempre lo más importante en mi vida.


—Te quiero, Pedro —contestó Paula. Y una vez más, tirando de mi rígida corbata para acercarme hacia ella, me mostró el camino hacia sus labios y me besó con todo su amor, guiándome hacia un corazón que siempre me había esperado tan sólo para confesarme su amor.




CAPÍTULO 106

 


—Vengo en representación de los Wilford —dije mientras entregaba con firmeza mi invitación, intentando que no se notara demasiado mi nerviosismo y esperando que, de un momento a otro, me sacaran por la puerta de esa refinada sala donde el lujo y la ostentación se exponían sin medida alguna. Pero, para mi sorpresa, eso no sucedió: al parecer, mi elegante vestido de noche negro, que era tan caro como mi coche, o mi moderno peinado, por el que mi tía Victoria pagó a un exclusivo salón de belleza un poco menos de lo que yo ganaba al mes, los engañó por completo.


Paseándome con el aire despreocupado que mi tía me había aconsejado que mostrara para no desentonar, cogí una copa de champán de la que bebí a pequeños sorbos mientras no dejaba de mirar por todas partes para localizar al hombre al que había ido a buscar para arrebatárselo a su familia delante de sus narices, dejándoles bien claro que en esta ocasión no pensaba devolvérselo.


Llevaba varios días en la ciudad preparándome para ello. Había llegado acompañada de mi tía Victoria y no dudé ni un momento en seguir todas y cada una de sus indicaciones, muy dispuesta a convertirme en la mujer adecuada para estar junto a Pedro sin que nadie me cuestionara. Pero mi tía me enseñó que lo que Pedro necesitaba no era que otros me aprobaran, sino que él lo hiciera, y eso era algo que sólo podía conseguir siendo yo misma.


Mi equivocado pensamiento de que yo debía cambiar para adaptarme a lo que exigía la familia de Pedro tanto como Pedro lo había hecho al venir a por mí se esfumó en cuanto mi tía me mostró cuánto me quería al aconsejarme que fuera yo misma y mantuviera la cabeza bien alta mientras evitaba sentirme intimidada por unas vacías miradas de reproche que no significaban nada, porque, en verdad, lo que unos desconocidos pensaran de mí nunca debería afectarme ni importarme en lo más mínimo, ya que lo único que me importaba era Pedro.


Acompañada por una Wilford, las lujosas boutiques me abrieron sus puertas mientras los exclusivos salones de belleza me recibieron con los brazos abiertos.


Cuando pasé por ese hotel cuyo restaurante me había negado la entrada en una ocasión, me sentí cohibida. Pero la firme mano de mi tía me invitó a adentrarme en ese ambiente.


Después de llevar varios días rodeada de estiradas y frías personas que apenas cruzaban sus miradas para dirigirse palabras vacías e hipócritas, creí estar acostumbrada a ello hasta que un impertinente grupo de arpías de chillonas voces se cruzó en mi camino y una rubia molesta con la que ya me había cruzado antes se fijó en mí:

—¿Quién eres y qué haces aquí? —preguntó altivamente la rubia de bonita figura, pretendiendo intimidarme mientras se dirigía hacia mí.


Resistiendo las ganas de mandarla a la mierda, contesté tan altivamente como hacía mi tía con los molestos parásitos que la incordiaban.


—No creo que deba importarte quién soy. Y sobre qué hago aquí, es evidente: he sido invitada a asistir a esta celebración.


Me pareció que me había lucido con mi respuesta hasta que esa molesta mujer volvió a abrir su boca dispuesta a molestarme.


—Te lo he preguntado para evitarte la vergüenza, ya que no encajas aquí en absoluto —dijo, señalando mi moderno peinado consistente en un elegante y complicado recogido que se veía un poco extravagante por las llamativas mechas de color morado de los dos mechones que quedaban sueltos enmarcando mi rostro.


—No te preocupes por mí, solamente he venido a por alguien.


—Espero que no sea a por Pedro Alfonso, ya que es mi prometido y tú, definitivamente, no estás a su altura —replicó la rubia, mirándome con desprecio de arriba abajo mientras sus amiguitas acompañaban sus insultos con unas molestas risitas.


—Entonces, ¿él te ha entregado un anillo como éste? —pregunté con descaro mientras me regodeaba con su asombro y el silencio de las molestas risitas, que se acallaron para murmurar a su espalda.


—Su familia me comprará uno el doble de caro y…


—¡Ah, vaya! Creí que querías casarte con Pedro, no con su familia…, pero no te preocupes: su familia es toda tuya, yo me quedo con él —respondí con una sonrisa satisfecha, decidida a alejarme de esa arpía muy orgullosa de mí misma porque, a pesar de todo, había mantenido mi genio a raya y no había perdido la compostura. O eso creí hasta que la malnacida simuló un falso tropiezo y derramó su fría copa de champán sobre mi hermoso vestido, acabando de lleno con toda mi paciencia.


—¡Uy, lo siento! Qué torpe soy… He tropezado —dijo falsamente la víbora, viendo su acción recompensada por el coro de maliciosas risitas de las cabezas huecas que la acompañaban.


Hasta ahí llegaron mis buenos modales y las distinguidas formas que tanto me había costado mantener. En el momento en el que bajé mi cabeza, haciendo pensar a todas que estaba llorando cuando en verdad me estaba aguantando las ganas de pegarles una paliza, un camarero pasó a mi lado y no dudé en retenerlo para, a continuación, coger, no una copa, sino la botella abierta que llevaba y derramarla con la mayor parsimonia posible por encima de la cabeza de la molesta mujer que había osado arruinar mi caro vestido mientras le decía delante de los atónitos invitados:

—¡Uy, querida, perdona! Es que yo también soy muy torpe…


Luego le di un golpecito al culo de la botella para asegurarme de que estaba bien vacía y, sin más, la dejé en las manos de esa boquiabierta arpía mientras me alejaba en busca de lo que había ido a buscar antes de que me echaran.




CAPÍTULO 105

 


—¡Será hija de p…! —maldijo Paula cuando, una semana después de la marcha de Pedro, la víbora de su madre le envió un anuncio de la elegante fiesta anual que los Alfonso celebrarían, donde se haría público el nuevo cargo de Pedro y su compromiso, un compromiso que sin duda no sería con ella a pesar de que Pedro le hubiera hecho una promesa y le hubiera regalado un anillo.


Paula intentó contactar con Pedro para pedirle una explicación, pero por más que insistió, no logró dar con él. Furiosa ante una nueva estratagema de la bruja y de la molesta familia de Pedro, Paula no dejó de maldecir entre dientes mientras se paseaba nerviosamente por la cocina sin saber qué hacer para salvar Pedro de los descabellados planes que su familia tenía para él.


—¡Bruja despiadada! Otra vez quieres tocarme las narices —exclamaba Paula, colérica, mientras caminaba de un lado a otro de la cocina donde su madre, una vez más, intentaba enseñar a cocinar a su tía Monica algún delicioso postre sin conseguirlo en absoluto—. ¡Pero ésta es la última vez que lo alejas de mí! —concluyó Paula furiosamente mientras apretaba con fuerza ese odioso anuncio entre sus manos—. Ahora lo que me falta es planear cómo secuestrar a Pedro, y…


—¿Qué está maquinando ahora? —preguntó Monica a Eliana, sin atreverse a interrumpir las furiosas maldiciones de Paula.


—Creo que la madre de Pedro ha vuelto a inmiscuirse en su relación. ¿Cuándo aprenderá que lo mejor es no meterse entre ellos dos? —contestó Eliana mientras negaba con la cabeza ante el necio comportamiento de esa mujer.


—¡Ah! Y eso lo dice una mujer que envió a su marido a que trajera de vuelta a ese chaval, maniatado si hacía falta —recordó Victoria con ironía mientras se obligaba a degustar una de esas galletas, algo que dejó por imposible tras el primer bocado que, sin duda, dañó su fino paladar para siempre.


—¡Eso era muy distinto!


—¿Por qué? —preguntó tímidamente Monica.


Y mientras Victoria y Monica esperaban una respuesta racional por parte de Eliana, ésta las sorprendió una vez más cuando dejó de lado sus perfectos modales para anunciar:

—¡Porque ese muchacho me estaba tocando las narices! Además, yo no lo maniaté: lo hizo Alan. Que tal vez yo le diera la idea, no significa nada, la verdad es que no hacía falta que se tomara mis palabras al pie de la letra…


Y a la vez que Eliana intentaba excusar su comportamiento, Paula mostraba que era digna hija de su madre mientras planeaba en voz alta otro más de sus descabellados planes.


—… lo ato, lo amordazo y lo meto en el carrito de la lavandería que tiene el servicio de catering, y luego…


—Sabéis que el secuestro es ilegal, ¿verdad? —preguntó Victoria mientras alzaba impertinentemente una de sus cejas, preguntándose si no se vería obligada finalmente a tener que defender a madre o hija ante un tribunal.


—¡Pero es que era la única opción! —protestó Eliana a la vez que su hija exclamaba victoriosamente para sí:

—¡Sin duda el secuestro es la mejor opción! ¿Eh? ¿Qué ocurre? —preguntó Paula con extrañeza cuando se dio cuenta de las reprobadoras miradas que estaban fijas en ella.


Y cuando Eliana comenzó a reprender a su hija a propósito de sus locuras, Monica y Victoria se miraron entre ellas, atónitas porque Eliana reprochara a su hija las mismas acciones que ella había cometido con anterioridad, intentando darle una lección.


—¡Pero mamá, es que no hay otra forma de salvar a Pedro! Ahora sólo tengo que averiguar cómo adentrarme en esa fiesta y… —continuó tramando Paula mientras ignoraba las protestas de su madre ante su descabellado plan.


Y mientras madre e hija se gritaban mutuamente sin escucharse la una a la otra, Victoria recogió el anuncio a la fiesta que se le había caído a Paula, y tras ojearla con detenimiento dijo:

—Paula, ¿y por qué en lugar de planear tanto no decides entrar por la puerta principal a esa fiesta y simplemente reclamas lo que es tuyo delante de todos? ¿O es que tienes miedo de enfrentarte a la familia de Pedro?


—Los Alfonso nunca dejarían entrar a Paula Chaves a una de sus deslumbrantes celebraciones —dijo Paula con tristeza mientras recordaba el frío ambiente que siempre rodeaba a Pedro en esos eventos, un ambiente del que ella se había alejado cuando estaba junto a él en la ciudad y al que él nunca le había permitido entrar.


—No, a Paula Chaves tal vez no, pero a una representante de los Wilford nunca le cerrarían las puertas —anunció Victoria mientras sacaba una invitación al evento de su caro bolso de marca.


—¡Gracias, tía Victoria! —gritó Paula, eufórica, mientras le daba un gran abrazo.


—Y haznos un favor a todos: nada de secuestros.


—¡Vale, pero no te prometo nada más! —acordó Paula mientras subía hacia su habitación para hacer su maleta luciendo una maliciosa sonrisa que mostraba que estaba tramando alguna de las suyas. Algo que, mientras fuera por amor, en esa familia estaba permitido.


—Creo que esa fiesta va a ser algo digno de admirar este año. No me cabe la menor duda de que nadie va a aburrirse en ese evento. ¡Qué pena que yo haya perdido mi invitación! —anunció Victoria mientras veía cómo su sobrina corría al encuentro de su amor tan alocadamente como hacían todos los Lowell en alguna que otra ocasión.




CAPÍTULO 104

 


Ese día Pedro dejó atrás ese disfraz con el que apenas había engañado a nadie pero con el que, por unos momentos, había conseguido ser un hombre tan alocado como aquellos que lo habían guiado en esa aventura, esos hombres a los que en su niñez pidió consejo y que, a lo largo de su vida, lo habían ayudado a su manera: en ocasiones mostrándole cuánto se había equivocado y aleccionándolo por ello, pero siempre señalándole el camino para volver a su hogar. Un lugar que siempre encontraría allá donde estuviera Paula.


—¡Y al fin vuelvo encontrar a mi Pedro! —declaró jocosamente Paula mientras ajustaba la corbata del caro traje que llevaba, para luego atraerlo hacia ella y darle un apasionado beso con el que lo reclamaba como suyo.


Cuando lo soltó, Paula contempló orgullosa a su amado, ese altivo hombre de cabellos castaños, ahora sin ningún llamativo adorno en su oreja, de porte elegante, y cuya exclusiva vestimenta ocultaba sus salvajes tatuajes. Pedro exhibía un aspecto irreprochable que solamente perdía con ella, cuando le sonrió más enamorado que nunca. Y sin poder evitarlo, como siempre hacía desde que era niño, le dijo:

—Paula, te quiero.


—Y a pesar de ello tienes que irte, ¿verdad? —preguntó Paula, haciendo que Pedro se removiera con inquietud y nerviosismo al no haberse atrevido a decirle que tenía que volver junto a su abuelo.


—Paula, yo… —intentó explicarse Pedro, esquivando sus ojos por miedo a perderla una vez más si se alejaba de nuevo de su lado.


—Te quiero, Pedro, aunque creo que eso es algo que siempre has sabido — dijo Paula finalmente, haciendo que Pedro no pudiera apartar los ojos de ella después de que pronunciara esas palabras que durante tanto tiempo había querido escuchar—. Aunque tenga miedo, debes saber que esa ventana siempre estará abierta para ti —continuó Paula, e intentando esconder las lágrimas que comenzaban a asomarse a su rostro, quiso alejarse de él. Pero en esta ocasión Pedro agarró su brazo y la sorprendió con sus palabras, dejándole claro que ahora era él quien no estaba dispuesto a esperar más tiempo para estar a su lado.


—Si tardo en regresar, ven a por mí, Paula. Cuando vuelva con mi familia puedo acabar tan perdido y solo como siempre, y únicamente tú sabes llevarme de vuelta a casa —le pidió Pedro, estrechándola entre sus brazos.


—¿Y dónde está tu casa, Pedro? —preguntó Paula, confundida ante sus palabras, ya que Pedro en todos los años que habían pasado juntos nunca había considerado ningún lugar como su verdadero hogar.


—Allí donde tú estés —contestó él antes de besar los labios de la confundida mujer que lo miraba, comprendiendo al fin que, para él, Paula no era un simple amor de la infancia que había madurado con el tiempo, sino que todo su mundo giraba en torno a lo único que su corazón deseaba: ella.


Su apasionado beso fue súbitamente interrumpido por el sonido de una vieja camioneta, algo que intentaron ignorar hasta que un insistente martilleo procedente del porche los hizo salir para ver qué estaban haciéndole a su destartalada vivienda esos molestos individuos que eran los familiares de Paula.


Cuando la pareja salió al exterior vieron cómo el padre de Paula, sin importarle nada su presencia, arreglaba las tablas del exterior a la vez que daba órdenes a sus cuñados acerca de dónde debían colocar los materiales que habían traído para realizar una completa remodelación.


Ante el asombro de Pedro, Alan, antes de seguir cambiando las tablas del suelo, se limitó a comentarle con despreocupación:

—Cuando vuelvas, tal vez esté terminada tu nueva casa. —Luego alzó una de sus cejas con ironía mientras lo retaba a cumplir la promesa que Pedro había hecho—. Porque volverás, ¿verdad?


—Sí, volveré a mi hogar —confirmó Pedro con decisión mientras miraba a Paula y pensaba en cuánto había cambiado su vida desde que la conoció.


—Creo que ha llegado el momento de marcharte —señaló Alan cuando vio aparecer un elegante Mercedes negro por el abrupto camino, de cuyo interior salió un refinado chófer y un estirado hombre de negocios que, sin duda, reclamaba su presencia junto a los suyos.


Suspirando con resignación, Pedro volvió a convertirse en el eficiente hombre de negocios que era el único capaz de sobrevivir en medio de los negocios de su familia, pero antes de marcharse recibió entre sus brazos una vez más el cálido cuerpo de Paula, que lo despidió con un beso.


—No te olvides de mí —susurró Paula antes de depositar algo en el bolsillo de su chaqueta.


—Nunca lo hago —contestó Pedro mientras se alejaba de ella. Y sólo cuando estuvo a solas en el asiento del coche que lo llevaba de vuelta a su solitario destino se permitió mirar la nota que Paula había deslizado en su bolsillo.


Se trataba de la estúpida lista que había intentado cumplir de forma inútil, fallando prácticamente en todo, que parecía perseguirlo. Pero cuando la abrió y la observó con detenimiento no pudo evitar sonreír mientras murmuraba el nombre de la mujer que lo era todo para él.


—Paula... —dijo, mientras sonreía y negaba con la cabeza sin poder creerse que ella hubiera tachado todos los puntos de la lista, como si él hubiera conseguido cumplir cada uno de esos requisitos.


Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un violento golpe en la luneta trasera de su vehículo, causado por el impacto de un zapato, cuando comenzaba a alejarse.


—¡Y quiero una boda! —gritó una impetuosa voz que no tardo en reconocer, tomándolo por sorpresa.


Cuando Pedro se asomó por la ventana vio a Paula corriendo sin aliento tras su coche por el abrupto camino, sin importarle mostrar en su rostro las lágrimas que no le había dejado ver antes y que, una vez más, él tenía que ignorar para seguir su camino.


—La tendrás… —susurró Pedro mientras guardaba el viejo papel en su bolsillo, dándose cuenta de que esa exigencia era la última en haber sido añadida a esa impertinente lista con la que ella reclamaba su amor.




CAPÍTULO 103

 


Cuando cargué con Paula hacia el interior de esa destartalada vivienda, creí que seguiríamos con nuestros juegos en la cama que aún no habíamos estrenado, aunque tal vez ese viejo mueble no aguantara demasiado. Me importó muy poco dejar a alguien esperando al teléfono, ya que mis negocios cuando llegó ella ya habían finalizado y lo más importante para mí siempre sería Paula. Por eso, y por el miedo que tenía a volver a perderla, aún no le había comunicado que debía irme por un tiempo, algo que sabía que tenía que contarle, aunque nunca viera el momento adecuado para ello.


Cuando la arrojé, juguetón, sobre el sofá, se levantó con rapidez y antes de que me diera cuenta me dirigió hacia una vieja silla para que me sentara.


Extrañado por su comportamiento, esperé a ver qué me tendría reservado.


Cuando sentí una toalla alrededor de mis hombros desnudos me preocupé, más aún cuando la vi señalar el tinte que ella había preparado para utilizarlo conmigo.


Como tenía experiencia de primera mano sobre lo desastrosa que podía llegar a ser esa situación, comencé a levantarme de mi asiento negándome a que mis cabellos volvieran a adoptar algún color extraño, pero cuando Paula me rodeo por detrás con sus brazos y me susurró al oído su confesión, no pude abandonar esa silla a la que me confinaron sus palabras.


—Por un tiempo me gustó tener a ese chico malo a mi lado, pero no sé por qué, siempre he sentido debilidad por un chico demasiado bueno para su bien.


Tras escuchar esas palabras volví mis ojos hacia Paula con la esperanza de escuchar ese «te quiero» que ella siempre se había negado a pronunciar en voz alta, aunque siempre lo manifestara con cada uno de los cariñosos gestos que tenía hacia mí.


—Tengo algo que decirte, Pedro —me dijo, mostrándome el anillo que llevaba en su dedo—, pero sólo lo haré cuando vuelvas a ser tú.


—A pesar de la apariencia que tenga, yo solamente soy yo mismo cuando tú te hallas a mi lado —dije, confesándole una vez más mis sentimientos mientras besaba la mano que llevaba mi muestra de amor.


Y finalmente, como siempre, dejé que ella hiciera lo que quisiera conmigo con tal de escuchar esas palabras que tanto necesitaba oír mi corazón.




CAPÍTULO 102

 


A la mañana siguiente me desperté en ese viejo sofá arropada por una manta que Pedro habría colocado sobre mí antes de irse. Sin molestarme en buscar mis ropas, me puse la camiseta que él había llevado la noche anterior y fui en su busca, porque, aunque habíamos aclarado todas las dudas y malentendidos que nos rodeaban, aún quedaban muchas cosas que hablar entre nosotros. Lo encontré en el exterior de la casa, ataviado solamente con sus pantalones, un espectáculo digno de contemplar, así que recorrí mi mirada por su firme torso y sus torneados bíceps mientras él paseaba nerviosamente de un lado al otro dando órdenes por teléfono.


Cuando me vio me dirigió una sonrisa antes de proseguir con su conversación. En ese instante, el Pedro frío y severo al que había abandonado y el Pedro amable y enamorado se entremezclaban en él, convirtiéndolo en alguien nuevo que sin duda tenía que conocer.


Pedro y yo habíamos evolucionado mucho a lo largo de los años, pero nuestro amor era algo que prevalecía, por más que nosotros cambiáramos. Decidida a decirle ese «te quiero» que durante tanto tiempo me había guardado y que Pedro siempre había deseado escuchar, me dirigí hacia su maltrecha bolsa de viaje y rebusqué entre sus pertenencias algo que el siempre preparado Pedro no habría olvidado traer consigo si de verdad había venido a Whiterlande con la intención de recuperarme.


Y efectivamente, así era. No tardé nada en hallar una pequeña cajita perteneciente a una cara joyería que guardaba el anillo que durante tanto tiempo yo me había negado a llevar, tal vez por miedo, o tal vez por sentirme insegura hacia el hombre que estaba a mi lado. Pero de lo que nunca había llegado a dudar era de lo mucho que quería a Pedro y de que quizá ya era hora que se lo demostrara.


Colocándome el anillo en el dedo correcto, contemplé lo bien que me quedaba. Y sin importarme demasiado el valor de esa joya, pero sí el hombre que me lo había regalado, me dirigí hacia él para decirle esas palabras que Pedro siempre buscaba cuando corría a mi lado y que yo nunca había terminado de pronunciar para él, aunque estaba segura de que mis gestos habrían delatado mis sentimientos en más de una ocasión.


Mientras me dirigía hacia la entrada para salir al jardín, oí mi inoportuno teléfono móvil. Pensé en ignorarlo, hasta que recordé que mi molesta familia sin duda estaría esperando alguna noticia mía. Entonces corrí hacia él, ya que si no contestaba seguramente se presentarían ante la puerta de Pedro para ver cómo estaba y, de paso, fastidiarnos el momento.


—¿Hola? ¿Paula? ¿Estás con Pedro? —preguntó con apremio mi primo Nicolás sin molestarse en saludar.


—Creo que después de que tú y los demás le ayudaseis a atraparme, ésa es una obviedad con la que no deberías molestarme, primito… —repliqué, molesta por la interrupción.


—Sabíamos que Pedro lograría atraparte, Paula. Lo que dudábamos era durante cuánto tiempo podría retenerte. Creo que incluso se han hecho apuestas sobre ello.


—¿Qué es lo que quieres, Nicolas? —pregunté, cortando de lleno sus bromas que en ocasiones podían llegar a ser bastante irritantes.


—No sé si sabes que el abuelo de Pedro está en el hospital y que él se está haciendo cargo por teléfono de los negocios de su empresa simple y llanamente porque no quiere volver a dejarte. Acabo de recibir una llamada comunicándome que el viejo ha empeorado y que Pedro tiene que regresar.


—Vaya… No lo sabía, no me ha dicho nada.


—Tal vez no quiera presionarte para que lo perdones y sólo quiera recibir tu perdón cuando estés preparada para ello. Ya sabes cómo es Pedro en ese aspecto: no quiere nada que no esté seguro de haberse ganado, y pienso que, desde que comenzó este viaje, él opina que tu cariño es algo que todavía no cree merecer.


—Lo sé —contesté, recordando cómo Pedro no se daba cuenta de lo mucho que le importaba a mi familia o a mí misma. Posiblemente porque nunca había recibido de los suyos ese cariño que deberían haberle entregado durante su infancia y porque no comprendía por qué razón debían amarle otros cuando su propia familia no lo hacía.


—¿Qué piensas hacer? —me preguntó mi primo, tan protector con Pedro como podía llegar a serlo conmigo.


—Mostrarle por qué lo quiero... —declaré, más segura que nunca de decirle a Pedro ese «te quiero» que tantos años había guardado en mi corazón.


—¿Y después? ¿Lo dejarás marchar?


—No lo sé —contesté apenada al saber que tendría que hacer una vez más lo que no quería y debía separarme de Pedro para dejarlo regresar junto a su fría familia.


Sin terminar de contestar a las persistentes palabras de mi primo, colgué el teléfono para luego esconderlo entre los viejos cojines del sofá para que nadie más osara interrumpirnos, ya que antes de que Pedro se alejara, tenía que recordarle que era mío, así como cada uno de los motivos por los que tenía que regresar a mi lado.


Sorprendiéndolo como me gustaba hacer, corrí hacia él y salté sobre su espalda para que me cogiera a caballito. El duro y frío empresario no dudó en soltar su móvil y dejarlo caer al césped para agarrarme con fuerza. Y negándose a soltarme, rio conmigo a causa de nuestras infantiles acciones mientras me llevaba a casa, dispuesto a una vez más a jugar conmigo como siempre hacía cada vez que lo tentaba.




CAPÍTULO 101

 


Cuando Pedro despertó en mitad de la noche a causa del frío que entraba por una de esas viejas ventanas, se sintió complacido al notar sobre él el tibio cuerpo de Paula, que se removía algo inquieta. La cercanía de la persona que más había necesitado lo llevó a abrazarla fuertemente y a depositar un tierno beso en su cabeza, un bonito momento que se estropeó cuando Paula, algo soñolienta, abrió los ojos y lo apartó de sí espantada, gritándole junto al oído.


—¡Joder, Pedro! Es que no me acostumbro a tu nueva apariencia. Éste no eres tú… —se excusó Paula antes de volver a los brazos que tanto la reconfortaban.


—Para mantenerte a mi lado estoy dispuesto a ser quien tú quieras que sea, incluso un hombre de dudosa reputación —repuso Pedro, haciendo más patente que esa imagen nunca iría con él.


Paula no pudo evitar sonreír junto a su pecho al oír esas palabras, pero su sonrisa se borró de sus labios en cuanto oyó las preocupaciones de un hombre que aún dudaba sobre si podría retenerla junto a él.


—Tan sólo dime quién quieres que sea y yo lo haré realidad, soy capaz de cualquier cosa con tal de no volver a perderte.


Tal vez para muchas mujeres, como su madre, por ejemplo, esas palabras representaran todo un sueño, e incluso para aquella Paula que había dejado atrás en el pasado ya hacía mucho tiempo hubiera sido una oportunidad que no hubiera dudado en aprovechar para fastidiar a su amigo, pero a la Paula enamorada actual sólo le recordaron que el hombre al que amaba, por más disfraces que se pusiera, siempre sería aquel que se encontraba ahora frente a ella.


—Solamente sé tú mismo, Pedro —respondió Paula mientras besaba por encima de su camiseta el lugar donde se hallaba la tatuada brújula que había en su pecho, que demostraba que finalmente había conseguido regresar a su hogar, un lugar que, por más que se perdiera, siempre hallaría estando a su lado.


Sorprendido por esas palabras procedentes de la primera persona que no le exigía que fuese otro más que él mismo, Pedro se quedó confundido por unos instantes y sin saber qué hacer, hasta que los labios de Paula lo guiaron en un cálido beso que le recordó que su lugar siempre estaría allá donde estuviera ella y que, para contentarla, lo único que tendría que hacer era amarla.


Apretándola con fuerza junto a él, Pedro exigió más de ese beso. Su lengua buscó con desesperación la de Paula para hacerla rendirse a sus deseos, y ella, como siempre, lo igualó en sus juegos. Mientras esas suaves manos acariciaban su robusto cuerpo, con dulzura cuando rozaban levemente la piel de su torso, y con algo de malicia cuando sus uñas se marcaban en él, Pedro la acercó más a su cuerpo para que notara la evidencia de su deseo.


Paula, tan tentadora como siempre, se rozó contra su dura erección haciéndole perder la poca resistencia que tenía. Sus manos no tardaron en apretar con fuerza ese trasero juguetón que tanto lo tentaba.


Ante las caricias que se dedicaban mutuamente por encima de la ropa que cubría sus ardientes cuerpos, ambos gimieron, ansiosos de más, y llegaron a la conclusión de que esas molestas prendas eran una barrera de la que tenían que deshacerse.


Paula fue la primera en desprenderse de su camiseta y del fastidioso sujetador con el que tanto se había deleitado Pedro mientras ella permanecía atrapada en la ventana. Sin poder resistirse a la tentación que representaban esos tentadores senos o la deliciosa piel que se exponía ante él, Pedro acercó sus labios a ellos y los degustó sin clemencia mientras se deleitaba con cada uno de los gemidos que Paula dejaba salir de sus labios.


Pedro besó los pechos de Paula con delicadeza, los lamió pecaminosamente, los succionó con lujuria y acabó mordisqueando juguetonamente sus turgentes cumbres con malicia hasta hacerla gritar su nombre. Paula, colocada encima de Pedro, movía su exigente cuerpo reclamando más de esa pasión a la vez que sus manos impacientes no se contentaban con clavarse en los fuertes brazos que la retenían, sino que exigieron la misma desnudez que mostraba su piel.


Pedro la ayudó a desprenderlo de su camiseta, arrojándola despreocupadamente a un lado antes de proseguir con sus caricias. Los exigentes besos de Pedro fueron descendiendo por el cuello de Paula y no detuvieron a las inquietas manos de ésta, que comenzaban a desabrochar sus pantalones intentando sacar su erguido miembro de su encierro. Pretendiendo calmar la impaciencia de la mujer que se movía insinuantemente sobre él, y un poco de su propia excitación, Pedro sujetó con firmeza a Paula mientras cambiaba sus posiciones en ese viejo sofá.


—Si no nos calmamos un poco…, terminaremos antes de empezar — murmuró entrecortadamente Pedro, cogiendo una de las atrevidas manos que pretendían continuar con sus sugerentes caricias.


—¿Y eso qué importa? Yo sólo quiero amarte, Pedro —confesó Paula, haciendo volar por los aires la resistencia de Pedro, que no tardó ni un segundo en deshacerse de las zapatillas y los pantalones de Paula para dedicarse a deleitarse con el dulce sabor de su piel, como tanto había deseado.


Sus labios veneraron el suave cuerpo que se ofrecía ante él. Primero besaron con cariño el hermoso rostro de Paula, haciéndola sonreír al recordar esos infantiles besos llenos de inocencia que en algún momento se habían dado, para luego bajar lentamente por su cuello y pasar a esas caricias más adultas con las que habían comenzado a madurar.


Un cálido camino de besos descendió por su cuello, acompañado de las caricias de una ardiente lengua que le hacía gemir el nombre del hombre que la torturaba. Sus inquietos dedos intentaron desnudarlo, pero fueron apresados por una de las manos de Pedro, que le dedicó una maliciosa sonrisa antes de volver a hacerla gritar con sus atrevidos avances, que descendieron un poco más.


Sus labios rozaron levemente los turgentes senos, cuyos sensibles pezones se agitaron excitados buscando más de esas estimulantes caricias. Pero Pedro sólo los agasajó un poco con su lengua antes de seguir su camino.


Paula se removía inquieta, deseando más. La fuerte mano que la sostenía soltó su agarre, pero únicamente para retener su impaciente cuerpo mientras Pedro se deleitaba en el placer de saborearla. Su ardiente lengua bajó despacio por el plano vientre de Paula, se entretuvo jugueteando con su ombligo y luego descendió hacia sus muslos. Pedro los mordisqueó sutilmente cuando comenzaron a cerrarse con timidez, castigando a Paula y provocando que un apasionado grito que sólo podía llevar su nombre escapara de sus labios.


En cuanto Pedro tuvo ante él la húmeda prueba de la excitación de Paula, no pudo resistirse a hundirse entre sus piernas y probar la dulce miel que lo esperaba. Cuando la lengua de Pedro se hundió en su interior, acariciando la parte más sensible del cuerpo de Paula, ella alzó sus caderas buscando más de ese placer que Pedro le regalaba. Las fuertes manos que la retenían la dejaron libre para abrirla más ante su deseo y poder indagar con sus instigadores dedos para comprobar hasta dónde podía hacerla gritar.


En el instante en el que uno de ellos se adentró lentamente en su interior, Paula no pudo resistirse más al placer que la embargaba, y agarrando los cabellos de Pedro entre sus manos, le exigió que la dejara llegar a la cúspide del placer. Él no obedeció las exigencias de la mujer que se derretía bajo sus caricias y simplemente quiso deleitarse más con esos gemidos de placer que lo reclamaban.


Pasando más despacio su lengua por su clítoris, Pedro hizo que Paula se alzara con impaciencia, rogando por más hasta que otro dedo se hundió en su interior con firmeza, estableciendo un ritmo que la hizo removerse inquietamente en ese estrecho sofá.


—¡Pedro! —gritó Paula, reclamándolo, ante lo que él sólo tuvo que rozar su sensible piel con su lengua para que ella se derritiera entre sus brazos, llegando al éxtasis hacia el que la guiaba el impetuoso ritmo que marcaban esos dedos que se adentraban sin piedad en ella, exigiendo su rendición.


Cuando Paula gritó su nombre en medio de un arrollador orgasmo, Pedro liberó su duro miembro de su encierro y, sin resistirse a acompañarla, cesó en las expertas caricias de sus dedos para introducirse en ella de una profunda embestida que la hizo gritar de placer mientras su cuerpo seguía convulsionándose en busca de un nuevo y excitante clímax.


Pedro sujetó con fuerza sus caderas mientras aumentaba la velocidad de sus acometidas, guiado por los gemidos de goce de Paula, marcando un ritmo inclemente entre sus cuerpos. Y sólo cuando ella clavó sus uñas en su espalda, él la siguió, gritando el nombre de la mujer que siempre llevaría grabado en su corazón, por más distancia que el tiempo interpusiera entre ellos.


Derrumbados y exhaustos sobre el pequeño sofá, permanecieron abrazados como amigos, como amantes, como la pareja que la distancia pocas veces les había permitido ser.


—Al fin he vuelto a casa —susurró Pedro, sintiendo cómo los dulces brazos de Paula lo envolvían junto a su desnudo cuerpo. Y apreciando la calidez y la tranquilidad que nunca tenía cuando estaba lejos de ella, cedió a los plácidos sueños que solamente junto a Paula podía tener.


—Sí, pero… ¿por cuánto tiempo te quedarás? —susurró Paula, apenada, a un dormido Pedro mientras una lágrima de dolor rodaba silenciosamente por su mejilla al observar la realidad que la rodeaba, ya que el rígido traje que Pedro había dejado olvidado sobre una silla y el tinte para el pelo sólo podían significar que el tiempo para sus juegos había terminado y que, una vez más, Pedro tenía que volver a marcharse, y ella, dejarlo marchar.